DETERMINACIÓN (Relato-Primera parte)

 




       Estaba decidido. Cumpliría el sueño que se debatía en mi mente durante los últimos seis meses al menos, que se resistía a ser olvidado. Lograría reproducir en mi universo real la llamada de la naturaleza, aquel ámbito de libertad recreado tantas veces en películas como “Las aventuras de Jeremiah Johnson” o “El hombre de una tierra salvaje” que tan poderosamente me reclamaban en la memoria.

     Si bien era complicado, dado el precario estado de mis finanzas y ahorros, perseguiría este fin con todas mis fuerzas y lo llevaría a cabo aunque fuese lo último que hiciera. Lo abandonaría todo, pese a que supusiera dejar en la estacada a mi familia por perseguir mi quimera. Haría acopio de valentía, no me temblaría el pulso en pos de mi ideal. Me repetiría que nunca debía ceder a la cobardía o la timidez de negar la guía de mi estrella del norte frente a una falsa sensación de seguridad, un puesto de trabajo o un cómodo sillón.

     El primer paso consistía en dotarse de ropa adecuada. Tendría que comprar prendas de buena calidad, ya que debían servirme para cualquier circunstancia, incluso en la más adversa. Compraría una chamarra de “Goretex” perfectamente impermeable, pantalones de monte de esos que parecen confeccionados con retales o con parches, o bien unos de pana. Me haría con buenos calzoncillos y camisetas térmicas, unas camisas de leñador a cuadros y botas de media caña, de Goretex por supuesto.

     Realizado el acopio de vestimenta en un solo día, esperé a quedarme solo en casa y me lo probé todo. El resultado ante el espejo sin la prenda de abrigo no era el de un centauro del desierto ni añadiéndole los tirantes, ni tampoco el de un explorador del polo con el set completo, sino que más bien producía el efecto de un montañero dominguero. Menos mal que completé el cuadro con un sombrero tejano tipo vintage de la marca Stetson. Me soplaron por él sesenta euros en una tienda de ropa usada. ¡Malditos bastardos usureros! Pero la imagen estaba en parte conseguida.

     El siguiente movimiento iría encaminado a pertrecharse de un refugio, una cabaña o, en su defecto, una de esas tiendas de campaña que se abren casi de forma automática, ya que lograr una propiedad, aunque fuera rural, quedaba lejos de mis perspectivas.

     ¡Joder con los automatismos! Casi me saco un ojo al acercarme demasiado cuando vi que tardaba en desplegarse la dichosa tienda. ¡Y qué decir de volverla a cerrar! Por alguna razón se resistía y parecía requerirse un master hasta devolverla a su plegado inicial.

     El tercer paso era apañarse un transporte con el que recorrer los montes, lo que en mis films favoritos se convertía en interminables recorridos por las praderas salvajes. Había valorado con anterioridad las opciones de dirigirme a la serranía andaluza, como los héroes de aquellas partidas de auténticos bandoleros, o a los Picos de Europa. Más por proximidad y medios económicos esta segunda perspectiva aparecía como más factible.

     En una feria de ganado del concejo de Tras Os Montes tuve la osadía de adquirir un caballo. Pero ¡menudos precios! Estaban locos estos aldeanos. Ellos eran los que más se asemejaban a los cuatreros. ¡Malditos rancheros desquiciados! Los verdaderos vaqueros sabían que un buen alazán no tenía precio. O más bien que era el medio de locomoción de quien se debatía por sobrevivir en las llanuras y las cumbres, algo tan sustancial como el comer. ¿Me habían visto cara de potentado para pedirme lo que me pedían por un jamelgo escuálido? ¡Que yo no pedía un caballo de carreras con el que ganar el Grand National!, ni tampoco uno de tiro para remolcar una carreta hasta Arizona en la conquista del oeste. Al final me tuve que conformar con una mula que me vendió un gitano. Y ¡qué bien hacía honor a su nombre! Imposible pasar un arroyo después de muchos “arre”. Ni maldiciendo ni cagándome en toda su familia equina fue capaz de remojarse los cascos y manchar sus patas blanquecinas, que contrastaban con el color tordo del cuerpo. ¡Menudas coces soltaba la condenada cada vez que a pie firme la empujaba o tiraba de ella! Acabé caminando y destrozado después de alguna de las patadas que tuve que encajar. Y encima casi me lleva una oreja mientras me rebuznaba al oído.

     A la postre iba a necesitar un grupo de porteadores con tanto pertrecho entre ropas, comida, utensilios de cocina, linterna, cantimplora, brújula, navaja multiusos (con la que casi me llevo un dedo cortando chorizo, por cierto) … Yo hubiera preferido un buen cuchillo Bowie, del que hablaban en las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, pero cuando pregunté por él en un rastrillo empezaron a mirarme cruzado, así que desistí. Con tanta parafernalia la mochila estaba tan a rebosar que tendría que añadir una bolsa de deportes. Me la colocaría sobre el pecho a la contra del macuto; lo que me haría parecer un sherpa más que un aventurero.

     Pero vayamos por partes. Porque incluso antes de llegar a las inmediaciones de la comarca en que compré la mula el éxodo estuvo plagado de vicisitudes. Ya desde el inicio el viaje resultó un despropósito. El conductor del autobús se equivocó tres veces al menos en su ruta, atribuyendo el error a las instrucciones que le daba el GPS. ¡Y yo tan inocente que me creía que ese sistema de navegación permitía seguir un rumbo seguro! Él se debatía en explicaciones asegurando que no debía estar actualizado, que las obras en las vías le obligaban a dar un sinfín de rodeos, que si no estaba familiarizado con ese aparato, con el recorrido y qué sé yo. Total, si no estaba experimentado en ese trasto, lo mejor hubiera sido no utilizarlo, pienso. Pero la verdad es que tengo que estar equivocado y debo ser un bicho raro porque odio las innovaciones y las nuevas tecnologías.

     En todo caso el vehículo parecía ir desequilibrado, como escorado. Probablemente tenía que ver con la carga que estaba mal estibada, dándose seguramente el caso de que todo mi equipaje estaría en uno de los lados y lo inclinaría de esa ala. El asunto fue que se averió cuando quedaba mucho camino hasta el final. Tuvimos que esperar dos horas al servicio de reparación a pleno sol. Y al final hubo que solicitar otro vehículo que pudiera llevar al hangar de la estación término nuestros cuerpos y enseres, eso sí, esta vez todo bien equilibrado. Con todo, lo que no empieza bien debe ser que tampoco puede terminar en condiciones porque doce kilómetros después sufrimos un accidente al salirse en una curva hasta un descampado. Por supuesto la culpa la tuvo también el GPS, dijo el chófer. Si bien salimos ilesos de este desaguisado, nos quedamos a cuatro leguas del destino. Y la gente, cabreada como es natural, tomó sus maletas en manos y espaldas con el fin de completar el trayecto. Sólo dos matrimonios de jubilados se resistieron y armaron tal escándalo que los responsables del viaje, tras una llamada de alarma a los que fletaban el transporte, se vieron obligados a trasladarlos en taxi.

     Y por fin, ya en el destino y tras haberme convertido en un avezado explorador ecuestre, arrancó la aventura. ¡Cómo echaba de menos a los indios! Pero a falta de indígenas americanos como antagonistas (como le ocurría a Robert Redford en la película mencionada) y del recurso sentimental que me hiciera la réplica (la pareja del actor perteneciente a otra tribu de salvajes), tendría que conformarme con un perro como contrapunto, refugio y sosiego amistoso. Pasé por varios pueblos en los que encontré algunos canes sin dueño o asilvestrados. Uno de ellos se nos abalanzó a mi caballería y a mí queriendo mordernos. ¡Y se tiraba al cuello el condenado! ¡Era un auténtico asesino!

     Finalmente topé con un viejo chucho, tranquilo y dócil. Era perfecto para mí. No me salvaría de ningún peligro, pero tampoco me lo provocaría.

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     Echaba de menos la compañía de mis antiguos amos. ¡Y que tenga que decir esto yo, un ejemplar equino del sexo femenino, tan resabiada y de vuelta de todo! Pese a ser nómadas ignorantes, faltos de la más mínima cultura, su natural propensión altruista les hacía ser ecuánimes. El reparto de la abundancia o la escasez (más habitual) de medios les hacía idóneos como gestores y guías de una caravana familiar de humanos y “bestias”, como nos llamaban a nosotras. Por cierto, que con lo que me costó a mí instruirme, leyendo a escondidas los viejos libros que conservaban en un baúl y que iban malvendiendo, no entiendo cómo no se daban cuenta de que los verdaderos animales eran ellos. Sobre todo los niños, que la gozaban azotándome en la grupa y el sexo con ortigas o disparándome perdigones con la escopeta de aire comprimido.

     Es cierto que a través de mis lecturas aprendí a entender a los gitanos como una nación perseguida y como una idiosincrasia cuya mayor culpa era padecer el desconocimiento mutuo con respecto a otras culturas. En la paleta de colores que dibuja su perfil está el rojo del inconformismo, la disidencia, el individualismo y la anarquía, al tiempo que la creatividad. El mismo tono cárdeno de la sangre derramada. Me recuerda mucha a la perspectiva y la sensibilidad que dio como nacimiento el punk en la música. Su sentir radica en el querer vivir bajo una fórmula de entender el mundo libre y personal, no sujeta a convencionalismos ajenos. Sin duda que la marginalidad y la necesidad les hacía estar al límite de la ley establecida o incluso fuera de ella. Sin embargo, en muchas ocasiones eran el pretexto oportuno para imponer normas autoritarias y una moral represora. También resultaban una vía de escape y exculpación para otros muchos por hechos que en ocasiones no eran atribuibles a ellos.

     Pero no voy a ser yo quien les sirva de abogado del diablo. Únicamente pretendo entenderlos como una etnia orgullosa más cercana a la naturaleza y sólo sujeta a sus propios ritmos, atavismos y ritos ancestrales, próximos a la extinción. Prefiero sentirlos como un mito admirable, acosados por una ética predominante y por la ley del más fuerte, la del vencedor, como lo hizo el poeta en el “Romance de la Guardia Civil” …

 

Los caballos negros son.
Las herraduras son negras.
Sobre las capas relucen
manchas de
tinta y de cera.

Tienen, por eso no lloran,
de plomo las calaveras.
Con el alma de charol
vienen por la carretera.
Jorobados y nocturnos,
por donde animan ordenan
silencios de goma oscura
y miedos de fina arena.
Pasan, si quieren pasar,
y ocultan en la cabeza
una vaga astronomía
de pistolas inconcretas.

¡Oh ciudad de los gitanos!
En las esquinas, banderas.
La luna y la calabaza
con las guindas en conserva.
¡Oh ciudad de los gitanos!
¿Quién te vio y no te recuerda?
Ciudad de dolor y almizcle,
con las torres de canela.

[…]

Pero la Guardia Civil
avanza sembrando hogueras,
donde joven y desnuda
la imaginación se quema.
Rosa la de los Camborios,
gime sentada en su puerta
con sus dos pechos cortados
puestos en una bandeja.
Y otras muchachas corrían
perseguidas por sus trenzas,
en un aire donde estallan
rosas de pólvora negra.
Cuando todos los tejados
eran surcos en la tierra,
el alba meció sus hombros
en largo perfil de piedra.

¡Oh, ciudad de los gitanos!
La Guardia Civil se aleja
por un túnel de silencio
mientras las llamas te cercan.

¡Oh, ciudad de los gitanos!
¿Quién te vio y no te recuerda?
Que te busquen en mi frente.
Juego de luna y arena.

 

     Y por encima de todo cómo añoraba a mi congénere Abelardo, que me acompañaba en el tiro del carromato y que además era todo un fuera de serie en cuanto al desahogo sexual se refiere, una increíble máquina genética.

     Y ¡qué diferente este nuevo amo! Este sí es un representante de la raza, de la idiosincrasia humana orientada a una endogámica autarquía basada en los prejuicios y la inconsciencia. ¡Qué lógica tan extraordinariamente inconsistente! Si los hombres supierais la riqueza de la vida que se esconde bajo el despotismo de vuestros pies no os comportaríais con tal falta de humanidad. Aprenderíais a compartir el destino de todos los seres hacia una existencia plena encaminada hacia la muerte y seríais más humildes.

     Y este individuo que me obliga a recorrer largas etapas con el desafuero de una carga desmesurada. Seguro que suponía hacer un recorrido iniciático de tipo ecologista. Pero el único esfuerzo requerido era el mío, mientras lo suyo era la comodidad de tirar de las riendas a mis lomos. Y para rematar su estulticia pretendía atravesar un río por un supuesto vado, que a poco perspicaz que fuese se hubiera dado cuenta de los remolinos y socavones en los que nos hubiéramos ahogado sin remedio. Y por encima de todo no cejaba en su intención de cruzar el pasaje montado en mi espinazo. Y no es que yo sea reacio al trabajo físico, que me parece tan digno de elogio como el intelectual. A lo que me negaba era a fenecer a causa de la carencia de cerebro y de experiencia de mi guía. ¡Y qué ignominia la de esta persona nada humana, que rubricaba sus desmanes arbitrarios y su brutalidad azotándome con una vara para obligarme a avanzar! La única pena fue que no logré alcanzarle con una coz en plena testuz, pese a intentarlo. Sólo le acerté en un pie.

     El hecho es que me negué.  Así se lo dije con el más largo de mis rebuznos en su oreja. Nos vimos impelidos a hacer un rodeo de muchos kilómetros hasta el puente más próximo. Y menudo riesgo que asumimos al cruzarlo. El tráfico de vehículos era tal que en repetidas ocasiones estuvimos a punto de sufrir un percance circulatorio. Todos se quedaban maravillados al contemplarnos desde el interior de los coches y no se apercibían de que nos adelantaban sin dejar una mínima distancia de seguridad. A lo que yo respondía ejercitando mis temibles pezuñas contra ellos, dándose la circunstancia de que más de un vehículo se llevó un recuerdo en los flancos.

     Y así continuamos el itinerario sin apenas reposo ni pausas para abrevar y tomar un mínimo alimento. Más aún cuando el trayecto iba comportando un ascenso cada vez más pronunciado. Y el exceso de carga iba en aumento con el acopio de provisiones.

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      Pero ¿quién está usurpando mi voz en este relato? Que yo sepa nadie tiene permiso para contar mis experiencias de supervivencia en plena naturaleza, en pos de mi yo único e intransferible, en la total soledad del ser. ¡Si es que con la contemplación de estos paisajes de enseño se vuelve uno poeta por necesidad!

     En fin, continuando con la narración de mis andanzas, diré que una vez que pasamos el puente de aquella localidad, mis pasos se encaminaron a la consecución de un arma para la ocasión y de los utensilios básicos con que confeccionar trampas para animales, y así hacerme con alimentos naturales y pieles que vender. Mi particular afición se inclinaba a conseguir como primer objetivo un rifle tipo Winchester 73. Pero cualquiera adquiría uno siendo una pieza de coleccionista. Me tuve que conformar con una escopeta de dos cañones más vieja que antigua, pero que supuse podía servir al efecto. Eso sí, el lugareño que me la vendió con una sonrisa en la boca no me preguntó ni mi nombre, para mi sorpresa. Con todo, ya estaba preparado para afrontar los riesgos más severos en aquel paraje primitivo.

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     Ámbito prístino, fugacidad de la luz y del pasado, sentir el roce de la hierba en mis cascos y el aire limpio en mis orejas. Una tarde preciosa en una vaguada de ensueño. Al fondo los riscos de una crestería se vestían de un celaje con matices rojizos de atardecer. Coronaban y escondían la vega de un arroyo que se arrojaba en quebradas pendientes de cañones, en los cuales el agua se desplomaba a saltos como los de un loco funámbulo, y que se ahogaba en remolinos donde combatían por su territorio truchas y salmones.

     Aquel valle prometido era el descrito en la prensa como el remanso de paz salvaguardado por el clima, por el tortuoso trayecto en ascenso hasta el paso estrecho que permitía desembocar en su regazo, tan recóndito, y, ni qué decir tiene, por la calificación de parque natural.

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     Aquella cuenca con su riachuelo, que desembocaba unos kilómetros más abajo en un río truchero, me daría la oportunidad de familiarizarme con el oficio de trampero. El calor me hacía sudar como un forzado y me adormecía, mientras los mosquitos se cebaban con mis brazos. Y el atardecer me recordaba que debía darme prisa si quería encontrar un refugio a propósito para pasar la noche.

     En las noticias y en las rutas turísticas en las que me había documentado se explicaba que aquel era de los pocos reductos en los que abundaba la caza mayor, la pesca e incluso los animales de pieles cotizadas como el zorro, la nutria y los visones escapados de las granjas de reproducción. Con tal exuberancia no echarían de menos unos pocos animalitos de los que pudiera servirme para mis propios fines en los días sucesivos.

     Mi propia sombra avanzaba y se alargaba cuando localicé una gruta mínima, no más amplia que una simple grieta, pero en ella cabíamos más o menos la montura y yo. Considerando la dificultad de erguir la tienda me alegré con la fortuna de hallarla. Ya habría tiempo al día siguiente de posteriores exploraciones y previsiones, y de medir mis armas con la peligrosa Natura. Como pude reuní un haz de leña seca y dispuse una fogata para la preparación de una cena bien ganada. Me daría además luz y seguridad contra los peligros de la noche.

     Pero… ¡No había manera de pegar ojo! Los aullidos de las bestias salvajes estaban allí para indicarme que la supervivencia humana en lugares agrestes dependía de estar ojo avizor y no bajar la guardia.

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     Tras una frugal colación de pasto, la incomodidad, la excitación y un silencio extraño para mi tras los usuales sonidos de la naturaleza unieron sus fuerzas para impedirme conciliar el sueño. Pero, sobre todo, algo como el eco de un vacío de sonido, al principio, era lo que me provocaba intranquilidad. Estaba demasiado acostumbrada al bullicio de los coches y tractores, la música y las conversaciones en alta voz, como para no extrañarlos. Y allí imperaban las conversaciones de los animales, que reclamaban su dominio sobre una naturaleza indómita, y los interminables lapsos de una calma exasperante.

     Sin embargo, al cabo de una hora, esos intervalos de ausencia de todo son se transformaron en un rumor que fue intensificándose. La canción de las cigarras hizo el coro al crepitar del fuego y al roce del viento en las crestas de los árboles. La voz solista la tomó el ulular de un búho, ayudado por el aullido de los lobos. A la inseguridad se le unió el temor a indeterminadas alimañas. Y esto sólo era el comienzo de mis penurias.

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     Las primeras luces impactaron en mis ojos, lloriqueando por el esfuerzo de permanecer abiertos y el humo de la hoguera. Aun así, me apresté para una delicada jornada en la que la toma de ciertas decisiones determinaría en parte la secuencia del futuro. Preparar la logística, la elección de un refugio más definitivo y planificar los pasos en torno a la obtención de presas con las que alimentarse o de pieles para mercadear resultarían básicos. Ya tenía cierta idea de qué establecimiento me podría servir en dicha compraventa de artículos algo furtivos. Además, el riesgo de cobrar la pieza y poder ser perseguido cual contrabandista resignado ante la necesidad me espabilaban y me estimulaban incluso sensualmente.

     La suerte parecía estar de mi lado, ya que enseguida tropecé con una cueva en una ubicación más elevada que la anterior y más apartada de trochas y senderos, que me serviría a todos los efectos. Y lo de tropezar es literal, porque casi me rompo la crisma al trompicarme mientras arrastraba la caballería tirando hacia arriba, cayéndome entre las zarzas que la cubrían. La perspectiva visual, la maleza alta y la hiedra que colgaba desde el perfil superior hacían imposible divisarla desde la parte inferior de la ladera. Arañándome manos y piernas con espinos y ortigas, al apartar matorrales, que además podían servirme para confeccionar un techado o un fuego, la dejé más accesible. Ese sería mi hogar. Con una breve inspección me aseguré de que en ese instante no estuviera habitada por ningún oso u otra especie criminal si exceptuamos a la mula que se empeñaba en intentar cocearme en cada tramo en que descansaba después de tirar de ella por las bridas, debido a que el camino obligaba a ascender declives muy pronunciados.

     Después de ingerir un bocado dediqué la mañana y parte de la tarde a ubicar las trampas que deberían de poner en mis garras aquellas especies susceptibles de venderse, bien por sus cornamentas, bien por su pellejo. Los lugares de paso de la caza, separados del tránsito humano para prevenir accidentes, serían los más oportunos para situar los lazos y cepos.

     El resto del atardecer me esmeré en pescar algún pez como complemento dietético, pero sólo conseguí unos pocos cangrejos, por lo que tuve que redondear la cena con embutido.

     No terminaba de salir el sol al día siguiente y la sensación en el interior del saco de dormir era agradable. Salvo el mal olor que desprendía la mula junto a la entrada de la cueva. Nada invitaba a asomar el morro al relente y preparar el desayuno. Fue entonces que el perro y la caballería se sobresaltaron. Una tos anunció la presencia de una persona. Asomó en el umbral una boina y la cara de un individuo delgado y curtido por las inclemencias del tiempo. Este pobre can ni se enteraba. Sólo valía para hacerme compañía y devorar lo que pudiera sin masticar demasiado, ya que su dentadura estaba muy estropeada.

     -Buenos días. Gayo, el vaqueiro, para servirle. No se sobresalte que no voy a hacerle daño.

     Ante mis dudas y sin haberle contestado una palabra continúo él hablando.

     -Oh, no hace falta que diga nada. Ya sé que acaba de llegar al valle. Por lo que veo tiene intención de dedicarse a la caza y pasar una temporada por aquí.

     -Perdone, pero ¿es usted el propietario de estos terrenos? ¿Me está espiando? -le pregunté en tanto echaba un vistazo a la distancia que me separaba de la escopeta y mientras me despabilaba y prevenía contra cualquier inconveniencia.

     - ¡Qué va! Qué más quisiera que ser dueño de esta hacienda. Verá. Me intereso por el motivo de que esté aquí porque yo también me dedico a un oficio parecido.  Mi intención únicamente es prevenirle de que últimamente anda muy revuelta la benemérita con el asunto de la caza furtiva. Usted verá si quiere hacerme caso. Sólo que yo ya he tenido algún que otro encuentro con ellos y sé que tienen bastante vigilada la zona. Si tuviera a bien invitarme a desayunar se lo agradecería. Voy de camino a las Brañas para encontrarme con unos familiares y no sé si me dará tiempo a preparar un almuerzo. 

     La cordialidad con la que me habló me hizo abandonar mis recelos y disponer lo necesario para comer un poco de queso, chorizo y un café. Así me contó que llevaba tiempo con la Guardia Civil pisándole los talones. Antiguamente su familia se había dedicado a la ganadería trashumante y llegó a ser propietaria de una punta de ganado importante en la zona. Cuando todavía él conducía parte de esa manada, un potentado ganadero se interesó por unas vacas suyas muy bien criadas que le gustaron. Le ofreció una cantidad de dinero ridícula por ellas y al rechazar la oferta se sintió ofendido.

     Hablaba, al parecer, de unos tres años atrás. Añadiendo algunos detalles jugosos, me completó el relato. Comoquiera que el terrateniente conocía a la autoridad municipal y la fuerza policial del lugar y siendo su avaricia mayor que su honestidad, se las arregló para denunciarle como un cuatrero que le había robado su ganado. Cambiaron las marcas del hierro familiar durante la noche y echaron a la Guardia Civil en pos de él, quitándole al cabo el ganado. En esta huida y acoso ya llevaba lo bastante como para impedirle dormir lo necesario. Por esa razón me advertía que tuviera cuidado, no sufriera los mismos problemas que él soportaba.

     Se despidió agradeciéndome el haberlo ayudado y con un… “tenga bien abiertos los ojos”, que terminó por inquietarme. Ni siquiera me preguntó mi nombre.                   

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