EL ANCIANO DEL CUADRO (Relato-ensoñación)

 





                          PREFACIO      

 

       Lo que ocurre entre estas líneas tiene tintes biográficos. El color de los hechos, de lo que se escribe, con todo lo que trajo consigo, no podía tener otro matiz que el negro. O al menos un pigmento muy oscuro, sobre todo para quien más lo sufrió, mi abuelo. Más aún cuando era su etapa final, el borde del camino.

   Todo tuvo lugar cuando la triste noticia del fallecimiento de mi abuela provocó además aquella situación añadida y nueva de frustración e impotencia.  El hombre, a causa de sus muchas enfermedades y de su dificultad motora, tuvo que acomodarse, de mejor o peor manera, a la rutina de otro hogar, el de su hija, en la que su opinión y su ascendiente, tenían bastante menos peso. Donde sus cuentas y sus cuentos sólo se consideraban de una forma un tanto marginal. Su palabra, que en la casa de su propiedad era ley, ahora pendía de otras voces.

   Ante la falta de espacio en dicha morada mi hermano y yo, nietos suyos, tuvimos que ocupar de forma temporal su piso, viviendo a caballo entre su casa, la morada de los abuelos, y el hogar familiar.

La casa de los abuelos. Allí también habían transcurrido muchos días de mi infancia, muchas aventuras soñadas o fingidas. El cariño sin medida y las historias que me contaron ambos forman ya parte de mí.

   Los primeros días tras el deceso lo observaba con mucha preocupación, viendo su abatimiento. Con atención vigilaba cada uno de sus gestos queriendo abrazarlo con cada mirada, temiendo por su suerte.

   Pero a él le perseguían como una sombra la añoranza de otros tiempos, el dolor de la pérdida y el abandono personal generado por todo lo abandonado. Por demás, un cierto factor de regresión en su carácter y en sus sentimientos le confería una especie de temperamento infantil y envidioso, que lo hacía susceptible y distante.

   La devoción y el afecto familiar, que sin restricción le demostraban todos, eran evidentes. Pero también era palmario un nuevo sentir en su alma: la ausencia, el vacío imposible de llenar.

   En su honor, en recuerdo al que tanto quiero… estas palabras.

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       Cansado como este día que se derrumba en un cuadro tenebrista, había recogido los trastos: los tubos de acuarela, los trapos, los pinceles. Todo el abigarrado utillaje de pintura se desparramaba alrededor de los ojos. Por suerte mi vista no ha tenido nunca un solo defecto. Operación simple de tasación y ordenación que no llevaría más de cinco minutos. Meticulosamente se doblan los trapos, se limpian y meten en agua las escobillas y pinceles, se deja secar en un rincón el cuadro…

     Pero no, ciertamente no. La verdad es que todavía era sólo un apunte algo difuso, una imagen gravitando aun sin perfilar, y la ligera presión de las pinceladas como toscas volutas de humo. La única figura visible- en la parte superior según el recorrido de la vista – era la del abuelo en su butacón, mirando fijamente, perdidamente, algo que hay más allá del cristal (doble cristal: el de sus gafas y el del mirador) y que seguro sólo imagina, algo que yo mismo, no sé bien por qué, no quiero ver. Ahora lo sigo evocando en este mismo mirador que ocupamos mi hermano y yo tras la ausencia de sus antiguos moradores.

     Siempre había pensado que la plasmación de esa visión en el papel alejaría de mí un poco el conflicto con su situación. Como si lo que quedara fijado en el blanco tuviera un cierto poder catártico, el tiempo apresado en el espacio. Verdaderamente lo único que he conseguido con ello es obsesionarme todavía más, abrir huecos morados y sedientos.

     Él está ahí, en el bosquejo, sentado frente a algo transparente, mirando vete a saber qué y sin ninguna intención preconcebida.

     Desde luego que es bastante cruel su estado (llámese circunstancia vital o marco) y su etiqueta de viudo resignado y “viejo”. Supongo que su caparazón de hastío tiene muchas costras sanguinolentas, pero no sé…, quizá podría hacer algo con su vida a cuestas. ¡Bueno!, dejemos estos asuntos que bambolean mi pensamiento y dispongámonos para un sueño brutalmente reparador en este cuarto que ahora ocupo tan relacionado con mi infancia.

     La verdad es que todos podríamos hacer algo, aparte de la marmota; opción que por otro lado él adopta con toda naturalidad y “sin pedir permiso”. Diríamos con ironía que es propio de su carácter obsesivo.

     No obstante, la posición de decúbito supino también es particularmente expansiva, inspiradora, perfecta para un tipo como yo. Recuerda “yo”: es necesario que prepares una táctica completa de ataque y persuasión frente al abuelo, de estímulo y disuasión a la vez; algo así como lo que hacen determinados grupos religiosos vendiendo su maravilloso producto mesiánico y apocalípticoespialidoso por las casas y a cualquier hora del día.

     Pero ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí!, en el top secret: misión de rescate psicológico denominada “Primavera II”, número de clave I-5 Ab.

 

 

Primavera II

     Objetivo: rescate psicológico del oponente (el abuelo).

     Dificultades evaluadas en el sujeto; resistencia mal disimulada a la rehabilitación, quizá ocasionada por la depresión debida a las ausencias.

     Obstáculos observados en el hábitat del sujeto: excesiva y contraproducente comodidad.

     Logística y material técnico:

   - Aumento gradual de su dosis de “Dilangio”.

   - Ropas nuevas, en cuya elección colaborará porque desaparecerán las prendas anticuadas (antes se queman las naves como Pizarro, por si acaso, si hay respuesta negativa).

   - Cambio en el rapado de su calva: cierto aspecto de sabio loco le haría encantador.

   - Marca diferente de maquinilla eléctrica, loción de afeitado, etc. (o bien nueva marca de jabón y hojas de afeitar si se sigue obstinando en no abandonar la maquinilla manual).

   - Cuarto independiente, y todo lo que contribuya a renovar su imagen.

   - Paseos periódicos por puertos próximos y parajes propagandístico- turísticos, más que nada para que le dé el aire. Se ha de vencer su primera resistencia con un pequeño truco de persuasión: ¡O te metes en el coche o no hay más dulces!

     Espacio logístico y sede de las hostilidades/ Material humano:

   - Se dispone del material humano necesario en la casa familiar. Punto.

   - La tarjeta de identificación del agente “yo” será el grueso volumen de carnés expedidos y caducados, nombre en clave Orpheo, alias Cabús y sus aliados.

   - Se cuenta con cabezas de playa en el espacio vital del enemigo.

     Táctica y maniobras operativas:

     La acción se llevará a término (con éxito) en el mismo reducto del vencido, un hogar que no es el suyo: vive coyunturalmente con mis padres de forma estoica; con lo cual nosotros, mi hermano y yo, optamos por ocupar su casa, dada la estrechez del piso paterno.

     Se entiende, pues, que los pasos han de ser los siguientes:

   - Reunir toda la voluntad posible en pequeñas cajas de cartón con la finalidad de autoconvencerse de que la vejez no es lo que es (doble pensar heroico) y de que la muerte está presente, sí, pero para todos (el autor de este plan secreto y críptico puede morir o cambiar esta misma noche).

   - Operar con el doble-pensar para atraer de nuevo en inesperadas conversaciones la ausencia perdida, la casi innominada abuela, sentirla entre nosotros, ¡que vive en dimensiones vacías!

     Plan de operación 1 Z- 22:

     De los supuestos reseñados se obtiene la calificación extrema: clave rojo blanco, y las siguientes consecuencias pertinentes:

   - Detallar un bosquejo a todo color del sujeto en cuestión (tipo común, línea quebrada y encorvada, barrigudo, miope, metro cincuenta y cinco, ochenta kg. o más, gris arrugado, ojos claros…) y del baluarte enemigo (rincón junto a la ventana, como antes junto al mirador de su sala) con objeto de reconocer el campo y desbloquear malos pensamientos.

   - Incursiones afectivas al modo latino: manifestar un cariño exacerbado y temperamental, traspasando y zahiriendo así sus líneas defensivas de protección y aislamiento.

   - Entablar como consecuencia un doble frente relámpago de actividad: el foco o lugar de resistencia mental y todas las posiciones ocupadas por el vencido de antemano o controladas por él.

     Llévese a cabo con la mayor brevedad posible. ¡Sea!

 

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     Bien, ya he procedido al inicio de la contienda, pero no sé si todo se quedará en minúsculas escaramuzas, debido a su radical insumisión a las imposiciones a breve plazo.

     ¡No debes desistir ahora! Esto apenas te ha llevado unos minutos, no ha hecho más que empezar y la guerra será corta.

 

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     Por otro lado, si el individuo se muestra insolidario, suspicaz y receloso sígase el plan alternativo 1 Z- 23 denominado “Camisa de atar” y cuyo lema es “nos lo jugamos a bomba-hachazos” disuasorios como los grandes dirigentes hacen con los restantes territorios. Consiste en un controlado bloqueo sistemático de toda actividad diplomática y comunicativa – léase encierro-, así como en el paralelo mantenimiento opresivo de una guerrilla desmoralizadora, explosiva: se procederá a la guerra fría de los pases de escoba sin cuartel por las posiciones ocupadas por el sujeto, a los ataques violentos del mutismo y los gestos destemplados hasta la claudicación sin condiciones.

     Entréguense el apercibimiento por escrito y la sanción correspondiente:

   - Pérdida de dos puntos en el ranking mundial de abuelos bien avenidos.

    

                                  Fecha y firma del general del cuartel general

 

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     ¡¿Y bien?! Todo inútil. Me siento íntimamente defraudado conmigo mismo, igualmente mal. (Este humor decadente mío acabará por pedirme cuentas). Volvamos pronto a la cama y olvidemos estos últimos minutos.

     Veintidós largos pasos he recorrido desde la cocina hasta las sábanas por ese angosto pasillo quebrado. En el ángulo de noventa grados confluyen los dos tramos principales y en él se abate una oscuridad densa y hosca, si no se enciende la luz amarillenta y pastosa (cosa, por otro lado, singularmente inestable en todas las habitaciones y especialmente en el crucero de ese corredor). El toque final lo configura un alto espejo decimonónico ligeramente inclinado en su parte superior más separada de la pared, con lo que observas tu rostro en trazos duros, en prodigiosos volúmenes de claroscuro, nada más penetrar en él. Las mismas tinieblas presiden los elevados cielorrasos del piso. ¡Las casas antiguas…ya se sabe! Este lugar… ¡Qué distinto y qué parecido al de mi niñez! Con los enigmas de entonces, pero más limitados, con nuevos rotos y descosidos dolorosos. Tan físicamente derrotado y limitado como el abuelo.

     Este abuelo humillado por ese desgaste de columna que le impide avanzar a más de 0’1 km por hora con la ayuda de su cachava, la mayor parte del tiempo ha de reposar su humanidad en donde buena y bruscamente puede, y con preferencia en su butaca. Mas no todo queda en eso. A sus muchos males (a saber: esa extraña costra impresionista que cada día se va apoderando de la piel de sus piernas, aquel temblor en las manos – léase Parkinson-, la total fatiga de miembros y mente, la miopía inmensurable que le impide leer, la sordera y los muchos agotamientos de una vejez prematura de obrero que aquí en la ciudad son comunes) hay que añadirle la pérdida de su cónyuge, la abuela, la abuela por excelencia: duro golpe para él y para todos.

     Ahora, ya en el cuarto, no es sólo obsesión lo que me producen esos rasgos del lienzo, es el Saturno de Goya que me devora las entrañas. Imposible de concretar en volúmenes. Y todo este prosaico modo para barrer de un plumazo la impotencia.

     De golpe, la imagen se hace diáfana, aunque fungible e intermitente, la figura de un anciano; es decir, la mena que queda después de los procesos industriales, políticos y bélicos a los que ha sido sometida una vida dura y agitada. Está ahí, en su faz huidiza, nuestro abuelo convertido en preso “rojo”, al que el oficial del pelotón en la ceremonia de fusilamiento sorteó con un “éste sí, ese otro no “, y le tocó librar la vida; mi abuelo el narrador de cuentos de la infancia (alguno de los cuales aún tiene la intensidad de entonces), el de los largos paseos  por el extrarradio ignoto (junto con mi hermano, siendo aún muy niño), el abuelo de gris trabajador entre esta fundición y aquella, el afligido de la posguerra que sintió cómo alguno de sus hijos y familiares tuvo que emigrar a Bélgica o Venezuela; el abuelo mañoso y fino bromista está ahí, este abuelete que nos tiene a todos y que tenemos en tanta estima, tan arrugado como un tubo de acuarela y a la vez tan tieso y extenso en recuerdos y leyendas.

     Pero todos estos abuelos están ocultos, diluidos en el boceto, y no respira el héroe de mi niñez y adolescencia en sus pliegues. Ahí, en la parte superior, se destaca su figura. Ahora bien, en el resto del cuadro, no sé bien por qué, no se aprecia ningún otro objeto reconocible, no hay volúmenes, ninguna forma nítida. Se desbrozan líneas, trazos, puntos geométricos, pero nada en relieve, únicamente colores fríos.    

      Y estos espantosos fríos en pleno verano te traspasan y llenan tanto que ni entre las sábanas puedes parar. Y es aún peor por estas gotas de metálico sudor que me alarman. Lo mejor será que te pongas un buen café, me digo. Deben ser alrededor de las dos y media. ¡Tener que tomar un café a estas horas! Necesitaré una vela, una cerilla, un cuerpo nuevo… Después del cortocircuito de esta tarde (¡qué abandono de casa!) será preferible que deje la comodidad eléctrica del progreso y vuelva a la ancestral utilidad de la bujía. ¡En marcha! Uno, dos, tres, cuatro pasos como el tango, cinco, seis, siete… ¡Epa! Has estado a punto de darte el tortazo. Al pasar por el espejo del pasillo te ha dado como un mareo – léase lipotimia -. Como en aquellos años en que el abuelo, tras de contarnos el relato, apagaba la luz y un repentino escalofrío de colmillos afilados recorría tu espalda mientras subían las sábanas a la altura de la nariz.

     Otra vez ese ramalazo. Y no puedo dar un solo paso. Tengo que tener cuidado con mi equilibrio de sapo. No obstante, aquellos cuentos que te ponían los pelos de pináculo gótico… Parece que le estoy oyendo como entonces, encamado junto a mi hermano, con las cejas perdidas en la raíz del pelo por el asombro, la persiana muy baja, la espaciosa voz remansada en los detalles, profunda; la imaginación infantil jugando en un fantasmagórico calidoscopio de color, amenazado el gesto arrobado, enredándose en paisajes tenebristas matizados por sus modulaciones monocordes. Parece que le estoy oyendo respirar ahora, tan fatigosamente como en aquellos días que sucedieron al deceso de su esposa, mientras dormitaba a mi lado (en casa de su hija, en la habitación de sus nietos), mientras jadeaban unos bronquios llorosos. Como si en este instante me estuviera susurrando aquel viejo cuento en el cuarto poseído por sus palabras.

     Volvía al centro de los cinco años en su hogar, a aquella incómoda cama. Volvía a vislumbrar al dedicado cartero Fernández del relato en un anochecer de un nevoso invierno, dirigiéndose al vórtice de la ventisca, ¡¿quién sabe si llegará a su destino?!, pues por el camino lo acechan los lobos. Aquellas eran otras noches, nocturnos en los que nadie se atrevía a vagar por este pasillo que parecía alargarse entre una bruma opaca y espesa. Desde la habitación semejaba un vasto camino de montaña poblado de nieve ennegrecida y sucia, todo era abrumadoramente solitario y umbroso. Sólo destacaban aquí y allá, a lo lejos, unas minúsculas luces, pero muy vivas y ordenadas por contraste. Por el estrecho pasillo la nieve iba calando en mis botas.

     - ¿Por qué el departamento habrá tenido que elegir este día para entregar las cartas certificadas? ¡Y con esta espantosa tormenta!

     Menos mal que las luces se iban acercando poco a poco. Imprecisamente veía que se disponían a derecha e izquierda de la abrupta vereda. Algunos matojos rebeldes frente a la superficie blanca dejaban de vez en cuando un recuerdo en las piernas e impedían que los pasos se desviasen de aquella ruta que apenas se adivinaba. Dos destellos juntos, dos casitas juntas, monocromas y aburridas, simétricamente ubicadas por parejas.

     - ¡A ver si llegamos de una vez a este perdido lugar! Pero se está haciendo interminable este último km, si es que no he calculado mal. Se diría que en lugar de aproximarme me alejo.

     Al poco las luces gemelas parecían sin embargo acercarse, y además a una velocidad insospechada.

     - ¡Las piernas vuelan! ¡Ánimo!

     Muy próximas, cada vez más cerca. Y entonces los veía claramente, con los poderosos colmillos y ojos penetrantes, con hocicos que olfatean y gruñen impidiendo el paso. No hay tiempo de huir. Paralizado y perplejo, la nieve empieza a arderme bajo las botas, los pelos hirsutos y tensos, una mueca indescifrable, una quietud magnífica y magnética, una lucha desigual. El rastro de sangre en el pasillo y una carta hollada. Las auténticas casitas olvidadas no tendrían felicitaciones navideñas de sus parientes aquel año. Las misivas no llegarían a su destino en esta ocasión. Y del pobre Fernández nunca más se supo.

      Otras veces esta repetida historia mudaba el final por magia de sus palabras o por obra de nuestra insistencia o inspiración.

     - ¡Vamos, abuelo, de nuevo el del cartero Fernández!, pero esta vez que no se lo coman los lobos. ¿Sí, abuelo? ¿Vale?

     Y el abuelo sonreía y nos preguntaba nuestras nuevas ocurrencias. O nos proponía un desenlace singular.

 

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      Parece que se ha pasado el vahído. Aprovecharé para abandonar mi idea del café y deslizarme rápidamente hasta las mantas. ¡Increíble!, el reloj de la mesilla marca las tres y cuarto. Debe estar adelantado o yo atrasado, o habré mirado mal.

     Aquí está, otra vez el lienzo. Se podría decir que como el del cuadro, el abuelo ha iniciado ese proceso proteico final de despegue y reconcentración. Sin tratarse de una involución constante hacia la llamada segunda niñez, sin duda está desarrollando una extraña sensibilidad consistente, a veces, en la deformación grotesca de las acciones, de los lugares y de las ocasiones. Tampoco eran verdaderas manías lo que nosotros considerábamos tal. Únicamente que las cosas mudaban para él, la misma forma de comprenderlo todo variaba con su percepción en declive. Desde aquel día trágico tras el proceso irreversible del derrame cerebral que desligó a la abuela con el mundo, descubro en él nuevos rictus y comportamientos, y conozco detalles que puntualmente consiguen brotar al exterior de su semblante: un brillo desconocido en sus ojos, una inflexión de voz como casual, ademanes y movimientos repetidos hasta la saciedad (muchas veces chasquidos rítmicos de sus dedos en pleno “Om”de concentración mientras desconecta con lo demás). Hay momentos en que intuyo lo que piensa. Lo veo.

     En su sillón, siempre sentado y apartado del centro de la cocina donde se desarrolla la vida familiar, parece el ídolo consagrado a la marginación o al exilio. Y no es para menos si tenemos en cuenta que vive entre nosotros erradicado de su hogar por no ser autosuficiente, por no valerse. Resalta así su humanidad casi completamente evadida de la sociedad, o más bien separado por ella y por la enfermedad, la ingrata senilidad. Resulta raro y amargo cómo un hombre en parte impedido de conectar con el mundo (sordera, miopía, imposibilidad motora) se apega por alguna minuciosa y extraña inercia a su vivir, dicho tal término entre comillas. Probablemente también haya algo de temor, un miedo no a morir (¡por fin salvado!), sino al momento de la presentación solemne y denigrante ante el presente del futuro – léase oficios fúnebres y chismorreos, y el qué quedará de mí salvo el olvido.

     El anciano del cuadro ante mis ojos, el abuelo en el cuadro y nada alrededor. No hay estancias que lo contengan (aparte de las ventanas del mirador no hay ningún contorno) como lo han hecho tanto tiempo estas paredes cargadas de pasado donde ahora yo resido. Y son muchas, por cierto, las historias que convergen en esta casa, ¡y tan desconocidas unas de otras! Todo se ha quedado prendido en los objetos: en esta maravillosa caja de música- cigarrero (muy ingeniosa: levantas el parasol que le sirve de tapa y surgen los cigarros al ritmo de una melodía lastimosa y estridente, oxidada; ahora está afónica), en ese medallón que cuelga de la cama de ella, en el retrato que siempre preside la sala (aquella anterior bisabuela con el bisabuelo, el del mostacho y la cara triste), en las pequeñas pinturas que hiciera cierto día la vecinita de abajo. También se cobija la memoria en los recuerdos traídos de mil sitios por parientes y parientes, lugares que jamás visitarían, y sobre todo estas viejas ropas negras, este delantal, estos muebles pulidos por las manos de la abuela, por su extraordinario y benigno mal humor.

     En estos armarios y cajones he perdido tardes enteras buscando juguetes impensados. ¡Cuántos tesoros descubiertos en sesiones infinitas! En este mismo aparador o en aquella mesita de noche podía encontrar coches en miniatura, indios, mecanos, fuertes de madera, extraños artefactos o cuadernos para los que había que inventar una historia, libros, cartas (como ésta que se acaba de caer del primer cajón)

     Vamos a ver. ¡Vaya, vaya! Ni más ni menos que una carta del mismísimo abuelo al “receptor de la presente”. ¡Pues sí que tiene un nombre raro este señor! El legajo estaba pegado con cello por el dorso del cajón y al tirar de él para coger tabaco lo ha acabado por arrancar el roce con el inferior. ¡La carta perdida del abuelo!

 

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     La misiva dirigida a nadie en particular manifestaba su peculiar esfuerzo léxico y ensayaba un pensar profundo. Estaba redactada con grandes dificultades, con palabras extraídas de crucigramas y variopintas lecturas. Pero, a pesar de todo, no lograba atenuar su falta de escolarización, es decir, sobreabundaban las faltas de ortografía. La deformación profesional de parado en ejercicio llamada licenciatura me impulsa a reelaborar ligeramente algunos párrafos. Por lo demás, y aunque obligado en cierto modo a seguirla fielmente, me siento inclinado a omitir algunas redundancias dolorosas que serán señaladas entre corchetes. Únicamente ha quedado con la misma descuidada grafía el comienzo, y meramente por el efecto críptico que produce. He aquí:

     >” A vida cuenta, ávido lector, de que yo no te he elegido libremente, ni tú a mí, te diré para evitar suspicacias que si no me conoces destruyas estas líneas y que si me conoces también puedes hacerlo; pero piensa que puede ser crucial para este anciano vejestorio su pervivencia. Esta carta que tú recibes es sólo un grito, un bramido que debía quedarse encerrado para siempre. Pero no lo alarguemos, es el momento de que lo escuches como un relato testimonial. Escúchalo recorrer las estancias de esta casa en que ahora estás. Tengo prisa y muchas cuentas que saldar. Escucha, pues, antes de que me lleven de esta casa definitivamente.

     Me parece estar en mi cuarto, solo y evacuado. Tal como ha quedado de presencias de muerte, con la de mi esposa, es preferible no arrojarle ningún bocado más. Imagen caliginosa y difusa de un habitáculo que siento dominado por el temor contrito de hallarse deshabitado. El hogar semeja la lúgubre escena que se debate en mi corazón. Todo iba a quedar después en su lugar exacto: las herramientas, los libros, los objetos, pero sin un vínculo que les diera sentido o los mimara.

     Sólo me llevaría lo indispensable a esa casa de mi hija en la que malamente conviven a diario seis personas. Allí, durante el período de la enfermedad de mi mujer, escribí las palabras que ahora lees entre mis muros.

     Supuse que nunca volvería a ver el piso como aquella última vez, tan extrañamente sereno y respetado por las ausencias. Tal vez jamás volviera en persona a comprobarlo. Pero sí, regresaría para dejar esta nota en cualquier parte con cualquier pretexto, o quizá ni tan siquiera para eso. Y a pesar de todo, allí quedarían hospedadas, incardinadas, cuantas razones había hecho mías para seguir tirando sin protestar: mi mujer (rediviva ahora en la parafernalia doméstica), mi refugio del mirador, la butaca, las nubes y los pájaros (a los que alimento lanzándoles pan con el tiragomas), mi buzón de correos. Todo lo que había constituido mi identidad.

     Mas ahora estaba solo, dormitando en una inmóvil bruma de pasmo. En aquel instante la inoperancia en las tareas cotidianas y la postración casi permanente, debida a esta cansada columna, se me revelaron como un bofetón. Mi condición de octogenario y mi senil carencia de voz, de consideración (¡gracias a Dios el voto todavía puedo ejercitarlo!) estaban allí para hacerme el más duro de los vacíos.

A la sevicia de la pérdida fatal,

¡oh, estúpido dilema!,

un futuro escaso se sume, y aún más…

la inseguridad de un público fracaso.

¿Adónde irás, pobre viejo?,

pobre viejo […]

     Desde aquellos días intento sustraerme al abatimiento. Sólo como recurso contra el olvido silente, como testigo y ofrenda a ella, tantos años suyos dedicados a mí, ensayo evocar momentos que la desazón tiende a soslayar. Además, resulta inevitable que de este último esfuerzo dependa mi muerte, pues temo que no podría darme al reposo merecido si acallara este morir anónimo e ingrato […]

     Nuestra lucha, la de dos viejos, es la batalla siempre perdida del hombre azuzado por el tiempo y la vida a muerte. Por eso este testimonio de rebeldía puede ser la única victoria arrebatada, que sirva a la vez de derrota y sumisión […] Tengo grabada en mi mente aquella fecha letal, aunque prefiero ignorarla. Los viejos, ya se sabe, chochería y falta de memoria, ni números, ni lugares ni nada. ¡Será el trozo de metralla alojado en mi cráneo! Otros lugares sí, los de nuestra juventud. ¿El tiempo? Sí, aquel tiempo. ¿El tiempo? El tiempo acaba por ser un sueño consumido y una carga que continuamente nos proscribe del presente y nos constata lo lábiles que son nuestros deseos. ¿Para qué, entonces, contabilizar su cáustico discurrir? Mejor es suprimir toda huella, ensoñar como en trance, volver a hallarse en otros instantes […]

     En mi cabeza aturdida sólo restaba el pensamiento de tramitar el entierro, la muerte presentida. Pero ni de eso podía responsabilizarme yo solo. Se encargarían mis deudos de todo el papeleo […] Mientras tanto, mis hijos debatían mi destino entre si debiera quedarme aquí o allá, al cuidado de uno u otro, si convenía esto o aquello, si más valdría en adelante no traer a colación el tema de la abuela. Por fin, todo ha quedado entre cuatro paredes compartidas por demasiados seres febriles, cuya acogida encariñada no ha podido velar del todo la grima que encoge los estómagos: la presencia de quien tan insistentemente declara su ausencia, su oquedad.

     ¡Cuán diferente este otro hogar en el que ahora estoy, un recinto abismado y mínimo! No más de cuatro pasos separan un tabique de otro, excepto para mí que camino como una marioneta estropeada. En ocasiones los mismos objetos parecen repelerse por su agrupamiento procaz, hacinados por pura casualidad, impedidos de mejor ubicación. Como yo, arrinconado junto a la ventana. Esa misma falta de espacio parece asfixiar a esta familia e impeler a su antojadiza pequeña a fustigarme con la perseverancia de quien siente su rango desplazado […]

     Todo ha ido de mal en peor. Esta es la historia de ella y mía. Todo va a más, menos los viejos y los sueldos. Esta mañana un despropósito tras otro. Apenas levantarme mi torpeza ha producido el desastre: se ha derramado la orina del conejo en las sábanas. ¿Por qué, además de tener el muelle flojo, ha de fallarme el pulso en los momentos más inoportunos? Así que… detrás de mí todos a la zaga, persiguiéndome como a un bebé. ¿Por qué a mí que siempre he odiado ser un trasto más o una carga? Continuamente presente el temor a hacer el ridículo. Como aquella pesadilla ominosa en que me veo apurado por la necesidad de defecar. Y tanto es así que me pongo a evacuar en una esquina aprovechando que no hay nadie en las proximidades. En ese momento suenan las campanas de una iglesia y me veo allí entre la multitud, a la salida de la misa mayor de la parroquia y sin poder parar […]

     En la nueva morada y sin motivo, se eleva el tono de las palabras por cualquier nonada. No hay respeto ni en la niñez ni en la juventud. No hay silencio, silencio. ¡Qué extraña generación en que los hijos, demasiado consentidos, toman el lugar de los padres! En mis tiempos […] Pero ¿qué digo? Nunca nos ha pertenecido el tiempo a mi mujer, Sofía, y a mí. Todos hemos sido títeres obedientes al dictado de sus modas, sus hábitos, sus dogmas, sus formas de morir o de guardar otros duelos, disciplina de educación en todos sus avatares aleatorios que sólo conoce el iniciado. Y viviendo siempre como de prestado, atentos a descontar las horas perdidas, sufridas o soñadas, el cáliz de una copa evanescente. ¡Las horas! ¡Qué pocas salvadas al tiempo! Acaso únicamente estas últimas palabras, este final grito.”<

 

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     El cuerpo te flaquea y abandonas el pliego sobre la mesilla con tembloroso tacto. Estás confuso en tu incómoda cama, fastidiosamente deformada ahora. Distraes la mirada furiosa y entornada en cualquier otra parte. El cuadro. No, el cuadro no.

     ¡Cielo santo!, en su parte inferior parece esclarecerse la niebla y apuntar los rasgos de un pliego, de una carta dejada al azar a los pies del abuelo. No es posible.  ¡La cabeza retumba!

 

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     Desconcierto. El cerebro aprisionado en una nube. En los muchos sueños huidos de estos seres decorativos, de estos muebles, se esconde la leyenda que exige ser creada, la forma perdida en las ausencias. Esas formas que mi cabeza, por contraste con el cuadro, se obstina ahora en difuminar, como si de entes lucífugos se tratase. Debe ser muy tarde y mis sentidos fracasan en su labor ordenadora después de un ligero sueño y con los ojos semiabiertos. No estoy seguro del tiempo transcurrido de esta morosa noche hasta espabilarme otra vez. Probablemente unos minutos. Sin embargo, no consigo recordar el instante en que me tumbé en el lecho tras encontrar la carta y ponerme a leerla.

     ¡Un momento! Debo sufrir otro desvanecimiento alucinatorio, o bien se ha producido un nuevo cortocircuito, pero esta vez en mi cerebro. Si no fuera una pesadilla juraría que comienzan los rubios rizos de Apolo a penetrar por la persiana, a irrumpir con los destellos de su llamativo carro (un contraluz maravilloso e hipnótico). ¡Cama, calma! Es cuestión de cerrar los ojos del todo, contar uno, dos, tres, cuatro y cinco, seis y siete, llego al ocho junto al nueve y uno más. Ahora mirar hacia otro lado. Entreabro ligeramente los párpados. No me atrevo a abrirlos del todo. Las pupilas descienden lo indescifrable para vislumbrar, aún curiosas, por entre las rendijas de las pestañas. Mejor será entreabrir uno sólo. Veamos, se articula un ligero movimiento en el músculo orbicular izquierdo. Se frunce el ceño obstinadamente en una firme convicción circunspecta y razonable (¡el viejo truco!). Mientras tanto, se elabora una complicada operación neuro- cerebral. Se le convence a la consciencia de que las horas inmediatamente siguientes a un ligero sueño pueden provocar ciertos estímulos nerviosos autosugestionables y activar la maquinaria encefálica hasta el punto de hacerla concebir visiones internas como si se hallasen fuera de los sentidos internos y externos (¡que no has visto lo que has creído ver, vamos!). Y finalmente se abre de golpe el ojo sin enfocar directamente la aurora del cuadro.

     ¡Oh, no! Lo que acabo de contemplar es todavía peor, resulta espectral, hechizante. La mano comienza a temblarme ostensiblemente, como si fuera a desatornillarse de un momento a otro por la muñeca. El pulso debe intentar batir algún récord extraño. ¡Debo incorporarme inmediatamente! No es nada, sólo he perdido la noción de unas horas. No es nada grave. Y entonces este dolor punzante que me recorre la espalda desde la base del cerebro hasta el abstracto coxis… Algo ha provocado en mí algo. Por un momento al abrir mi párpado traidor y volverlo a cerrar rápidamente he supuesto ver el lienzo completamente acabado, resplandeciente a la luz del albor, aunque en su vertiginosa ambigüedad, inacabado pero perfecto, imprecisamente terminado. El cuadro se ha pintado sólo.

 

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EPÍLOGO

     Extraña pintura. Nada sino el abuelo que yo pueda distinguir, sólo vestigios efímeros, una cadena rota (la de la realidad, ¿la razón?, o por lo menos la que yo consideraba tal). Mundo cambiante o transparente y sin cordón umbilical. Pero no consigo discernir el contexto, dónde, cómo, cuándo. En fin, soy pavorosamente libre ahora, candorosamente esclavo.

     Pero dejemos las filosofías. Es el nuevo día y debo asearme, coger las gafas y leer lo poco que me da la vista (esos alarmantes titulares), ya que me cuesta pintar. ¡Este dolor! ¡Mi pobre espalda! Acabaré necesitando la cachava. Parece que fue ayer…, ¡no!, sin duda lo fue. El cuadro es ahora mi espejo.

     Ahí está mi pintura, reposando sobre el aparador. Ahí se recorta la figura del abuelo en el mirador. Lo único diáfano su efigie irónica, fatigada, semidormido (cuando lo despertábamos siempre respondía sonriente que se hallaba pensando), pero mirando siempre vete a saber qué (aunque quizá ahora lo sospecho: el presente, el pasado y el futuro en un solo instante repetido) más allá de los cristales.

 


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