LA CAMA DE LA VENTANA (Relato)
La silueta pasó delante de él, apagó la alarma y se dirigió a la cama de la ventana. Encendió la luz supletoria de la cabecera y preguntó al paciente…
- ¿Ha llamado usted? ¿Se encuentra bien?
- Sí, he sido yo, me duele mucho el estómago. ¿Puede hacer algo?
-Vamos a ver… ¿le duele aquí? – la enfermera palpó a Jacobo en la zona dolorida.
- ¡Ay! ¡Oh, sí! Por favor, haga algo.
- Aguarde un momentito.
Petrus había oído todo. Eran las tres de la mañana y sólo quería dormir, y no podía. Unos minutos después entraron a la habitación el médico y la misma sanitaria. El facultativo realizó una inspección del mismo sector corporal del enfermo. De inmediato, solicitaron el traslado a otro departamento para realizarle más pruebas.
A la mañana siguiente Vera, mujer de Petrus, visitaba a su marido cuando se presentaron dos familiares del paciente que habían trasladado por la noche para recoger las ropas y demás pertenencias de su pariente. Como se conocían por llevar varios días compartiendo la misma habitación, Vera les preguntó cómo estaba Jacobo. Hasta ese momento no se había fijado en los ojos enrojecidos de los recién entrados. Con una expresión de tristeza, que impresionó a Petrus y su mujer, oyeron la respuesta de su esposa…
-Ha fallecido esta noche.
- ¡Ay, Dios mío! Pero si parecía estar bien ayer. ¡Cómo lo siento! - se compadeció Vera.
- Así son las cosas, una infección fulminante e inusitadamente virulenta y ya ve…
- De veras que lo sentimos. Les acompaño en el sentimiento – sólo pudo añadir Petrus.
Durante todo ese día no ingresaron otro paciente en la habitación. Vera y su esposo trataron de pasar la jornada lo más tranquilamente posible. La rutina de la limpieza, de la comida, la medicación y las visitas del médico ayudaron a ello. Pero ya por la noche, dada la escasez de camas, otro paciente fue ingresado al lado de Petrus. Se presentó como Florencio y dijo haber sido enviado por su especialista para hacer algún tipo de pruebas, pero esperaba que, finalizado ese proceso en un par de días, estaría en casa.
El calor del verano, el sofoco, era casi insoportable, por lo que solicitaron otra almohada con la única intención de interponerla en el perfil de la ventana para que permaneciese abierta y permitiera una cierta corriente de aire porque no tenía ningún mecanismo de bloqueo. Para Petrus aquel bochorno resultaba penoso a causa de su frondosa barba y del vello que le cubría casi todo el cuerpo. La temperatura interna resultaba muy superior a la habitualmente mantenida en beneficio de los enfermos. A la falta de apetito, la dosificación de pastillas (que sumaban más de una veintena de píldoras) y la incomodidad de la estancia, la cama y las visitas, se sumaba ahora el ahogo de un termómetro superior a treinta y cinco grados. Más aun, cuando él prácticamente no se podía mover a consecuencia de su lamentable estado físico.
Los dos enfermos pasaron como pudieron la noche, envueltos en sudoración y ensoñaciones en ocasiones espantosas. Petrus apenas pudo conciliar el sueño. Por momentos se veía atrapado e inmovilizado por una marabunta de hormigas que se lo comían vivo.
Al día siguiente se sentía morir y así se lo dijo tanto a su esposa como a las enfermeras y técnicos analistas que le hicieron un sinnúmero de pruebas. Los facultativos más avezados no conseguían determinar una dosificación compensada para no ocasionarle disfunciones, ya que la medicación que le sanaba por un lado le trastocaba otro de sus males. Sin duda la colección de enfermedades que padecía compendiaba por sí sola un vademécum vivo: las bajadas de tensión, las arritmias e insuficiencias del corazón, la falta de oxígeno por el encharcamiento pulmonar ocasionado por la retención de líquidos, la disfunción de los riñones, la diabetes…
Algunos procesos de hipoglucemia o hiperglucemia le ocasionaban un comportamiento anormalmente violento, otras veces casi la pérdida del conocimiento, o incluso una apariencia de embriaguez que resultaba tortuosamente incontrolable. Él mismo dudaba si duraría mucho más.
Vera pulsó el botón de alarma cerca del crepúsculo. Su marido estaba en un estado de aparente ausencia, como catatónico, sin llegar a la inconsciencia plena no respondía al ser interpelado. Con los ojos abiertos parecía un autómata que ante cualquier estímulo físico permaneciera embobado.
-No sé qué le pasa. No puedo hacerle reaccionar, enfermera – le dijo a ésta.
- Salgan todos, por favor – les ordenó a los visitantes de ambos pacientes mientras comunicaba por el interfono con el médico, que se personó en un lapso breve.
Treintaicinco minutos después volvió a salir la sanitaria. Tras cinco minutos más, apareció el doctor, quien les permitió entrar y les informó que había sufrido un shock insulínico, pero que comenzaba a reaccionar al serle administrada glucosa. Comentó que tendrían que hacerle otras pruebas para determinar cuál era el tipo de bacteria o virus causante de la última infección. Les aconsejó que lo observasen y les avisasen si observaban alguna reacción anómala. Por el pasillo la mujer creyó oírlos comentar la extraña vitalidad del enfermo ante una crisis como la que acababa de superar.
Durante la madrugada y todo el día siguiente permaneció algo aletargado, si bien al menos respondía a sus requerimientos. Derivado a otros departamentos para hacerle los referidos exámenes, al cabo de un par de horas un celador lo reintegró a su habitación. Apenas ingirió alimento, aduciendo que no tenía gana ninguna de comer. Al menos el suero, la medicación y la glucosa hicieron su efecto manteniéndole aparentemente normal en orden a su estado.
El paciente de la cama de al lado se interesaba por su salud cada vez que lo traían de nuevo al cuarto, una vez terminado su propio tratamiento o las pruebas previstas. El resto del tiempo lo pasaba leyendo o viendo el aparato de televisión.
Durante la jornada sucesiva se recuperó en cierto modo Petrus. Pero tras la comida fue Florencio quien se encontraba mal. El malestar y los vómitos eran continuos. Poco después de ser visto por el facultativo, fue trasladado en la propia camilla a otras dependencias para efectuarle nuevas pruebas. Al cabo de tres horas lo reincorporaron a la habitación, aunque decía no encontrarse del todo bien.
Esa noche las dos familiares que se quedaron atendiendo y vigilando a ambos enfermos no pudieron conciliar el sueño por prevención. Poco antes de la aurora, la esposa de Florencio llamó al pulsador de urgencia. No conseguía hacer reaccionar a su marido. Médicos y enfermeros se presentaron en muy breve tiempo e hicieron salir a las cuidadoras. Un nuevo grupo de auxiliares penetró apresuradamente en la habitación con nuevos aparatos clínicos.
Transcurridas dos horas, dos de los médicos llamaron aparte a la esposa de Florencio y la introdujeron en una habitación destinada para entrevistas. Cuando salió de allí llorando, resultó evidente que se trataba de algo grave. Al ser preguntada por Vera, pudo referir entre sollozos que su marido había fallecido por una septicemia impensada, generándole una serie de hemorragias internas incontrolables.
Vera no se lo podía creer porque estaba aparentemente normal el día anterior y la evolución que culminó con el deceso se había producido en un margen de tiempo escaso. A lo largo de casi toda la mañana permaneció corrida la cortina que separaba a los dos pacientes, Florencio con la cara cubierta por la sábana. A Petrus no le quisieron comentar nada. Únicamente le decían para no preocuparle que estaba sedado descansando, ya que la cortinilla le impedía verlo directamente.
Según pudo conocer Vera por algún desliz de una enfermera, tendrían que realizarle la autopsia para desentrañar el porqué de tal proceso súbito. Finalizado el horario de visitas, retiraron el cadáver a toda prisa, sin darle tiempo a Petrus para verlo. Vera le comentó que seguramente tendrían que hacerle nuevas pruebas.Después de la cena, Petrus intentó dormir, pero las pesadillas volvieron a surgir; regresaban los insectos intentando adueñarse de él. A primera hora de la mañana, tan pronto como amaneció y sin esperar a cambiar las bolsas con suero o glucosa, todo un equipo de médicos compuesto por cinco personas comenzó a revisar la habitación en su conjunto. De hecho, sacaron a Petrus en su cama, metiéndolo en la habitación de enfrente que se hallaba desocupada.Lo que parecía un grupo de desinfección con distintos productos, con sus mascarillas, batas y guantes, ocupó la estancia de donde le habían sacado. Dos horas después, salieron llevando además del material de esterilización una caja y un frasco aséptico opaco.
A lo largo de todo el día las familias de enfermos de esa planta trataron de averiguar qué había pasado para tanto despliegue y tan laboriosa tarea. Sólo una conocida de Vera, por una confidencia de algún primo perteneciente al personal del hospital, fue capaz de revelarle que habían tenido que realizar una descontaminación urgente y exhaustiva, haciéndole prometer que no comentaría nada. Tras una inspección metódica habían descubierto un arácnido desconocido que pudiera haber infectado y contagiado a los dos enfermos que compartieron con Petrus el cuarto. Lo más difícil había resultado encontrar el nido de tan extraño bicho, que se hallaba bajo uno de los marcos de la ventana por su parte exterior. Había sido por pura casualidad al ver unas patas negras al ras de la ventana. Finalmente le dijo que la extraordinaria araña todavía estaba siendo estudiada.
En una habitación de la planta inmediatamente inferior la paciente Dulce daba de comer a sus mascotas, diferentes arañas procedentes de países exóticos escondidas dentro de una maleta y en sus cajitas transparentes, que sus hijos le habían traído en forma de huevos. Con ayes lastimeros se quejaba de la desaparición de una de sus preferidas y de los problemas surgidos para que sus allegados le consiguieran insectos para alimentarlas.
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