EL RETABLO DE MARIONETAS (Relato)

 




       Marisa aguardaba la vuelta del divino Ángel. Lo llamaban así por la maestría con que ejecutaba su arte y por lo envanecido que se mostraba. A eso de las diez y media de la noche había salido para despejarse un rato, según dijo él. Marisa tenía el convencimiento de que se había marchado en busca de alguna prostituta con la que confraternizar. Tampoco le importaba demasiado mientras a ella la dejara en paz. Habían sido pareja, pero aquellos tiempos se habían acabado hace tiempo. Ahora habían llegado a un entendimiento que al menos les permitía compartir una habitación doble, aun con estancias separadas, como la del hotel Fanal en que se hospedaban.

     La dulce Cloe estaba alojada entre tanto en el armario, apoyada en su bastidor, a la espera.

     Ángel y Marisa formaban parte de una pequeña compañía de nombre Penumbras, que conformaba un teatrillo de marionetas ambulante. En la modalidad del tipo bunraku, variedad de arte escénico que manipulaba los títeres por detrás directamente, amparados los manipuladores en la oscuridad del escenario y envueltos en mallas negras, eran unos de los mejores. No siendo de ninguna nacionalidad oriental, su ejecución sin fisuras, les proporcionaba una fama por la que acabaron siendo aclamados por todo el mundo, eso sí, dentro del círculo de marionetistas. Recorrían festivales y seminarios dedicados al magisterio del títere.

     Marisa sacó del interior del ropero a la princesa Cloe para ensayar un rato la última escena de la función que ejecutaban en el teatro Firmamento. En la intimidad no necesitaba vestirse la malla negra, así que en pijama se puso a hacer los movimientos del acto donde la princesa rechazaba al príncipe Godofredo. Repasaba al mismo tiempo el diálogo impostado por los propios actores, aunque únicamente moviendo los labios. La voz de Cloe requería una dicción muy aguda y los huéspedes podrían oírla, sintiéndose quizá asustados.

     En sus movimientos, limitados a un espacio reducido como el que mediaba entre la cama y la ventana de su habitación, se apreciaba la perfección de los continuos ensayos y representaciones. Marisa ejecutaba así una danza con Cloe, se movía rítmicamente, sensualmente, alimentando los gestos de la princesa, transmitiéndole vida. Parecía que en realidad bailaba Cloe, se acercaba al príncipe y lo repelía alternadamente.

     A su espalda Marisa accionaba sus brazos, su cabeza y sus delicadas piernas con una especie de arrobo místico y delicadeza que más que una manipulación era una caricia.

     Ángel todavía no había regresado a su estancia. Lo podía ver porque la puerta separadora de las habitaciones comunicadas se encontraba abierta y nada se movía en el interior, salvo el armario en que guardaba al príncipe entreabierto por el aire de la ventana. Aun así, le extrañó que se hubiera dejado el ropero abierto. Ángel era una persona engreída y muy meticulosa. Tan metódico y previsible que tal costumbre había determinado la ruptura entre ellos. Eso y su afición por las casas de fulanas. Cada vez que salían a un restaurante o a tomar una copa después de la función, se pasaba más de una hora arreglándose y componiendo su figura. A Marisa le venía a la cabeza la manida frase de “y luego dicen de las mujeres”. Incluso a ella le parecía en ocasiones un personaje más del teatrillo, haciéndole reflexionar acerca de la similitud de sus vivencias y las del escenario. Tanto es así que semejaban dos mundos paralelos o un cuadro de figuras ante el espejo.

     En todo caso, se acercó al baño del cuarto de él para asegurarse de que, ensimismada en la interpretación, estuviese ya allí y no se hubiera apercibido de su regreso. De vuelta a su aposento, fue a cerrar el ropero en que descansaba Godofredo, pero prefirió no hacerlo. Ángel podía recordar haberlo dejado abierto por alguna razón y se extrañaría al encontrarlo cerrado. Lo controlaba todo y tendría que darle explicaciones.

     No obstante, al pasar delante del mueble pudo observar por el hueco de una de las puertas entornadas uno de los ojos inertes del príncipe.

     Durante un rato continuó ensayando, atreviéndose a realizar desplazamientos nuevos que afianzaban la mostración de la duda inicial entre el amor y el desamor sentido por la princesa. Por fin, cansada se acostó.

     Su pareja artística, Ángel, regresó muy tarde y lo hizo acompañado de una señorita. Cerró la puerta separadora y al poco los sonidos de una fiesta íntima, agitada y ruidosa, no tardaron en ser oídos por Marisa. Nunca lo había hecho. Tendría que hablar con él. Aquello no podía permitirlo. Le diría que al menos tuviera la delicadeza de tomar otra habitación. Esa noche no pudo pegar ojo.

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     Dos sesiones contratadas les quedaban en el teatro y el eco de sus actuaciones había conseguido una cierta resonancia en los periódicos nacionales. De hecho, les acababan de citar para una entrevista e incluso les llegaban ofertas de televisión, proponiéndoles pasar el espectáculo en un programa en directo. Aunque no había cerrado compromiso ninguno, lo cierto es que les seducía la idea de la difusión audiovisual, más aún en cadenas de amplia divulgación, por la repercusión que pudiera derivar tanto en fama como en contratos.

     Todo consistía en considerarlo y decidir hasta dónde querían llegar, sobre todo teniendo en cuenta las exigencias que en torno a su autonomía artística les pudiera imponer cualquier canal para acomodarse a las programaciones; y también por la censura previa, la directriz del enfoque o la temática abordada.

     Después de la función, la penúltima noche, los aplausos del público desbordaron cualquier expectativa. Tanto fue así que tuvieron que volver a salir a saludar dos veces al proscenio de entre bastidores con el patio de butacas puesto en pie.

     La compañía en pleno se animó a celebrarlo yéndose a un café concierto en el que ellos fueron los espectadores. Y no sólo los seis actores que manipulaban las marionetas. Cuatro de ellos (Carlo, Pruden, Eufemia y Amaranta) sólo llevaban un año con Marisa y Ángel, pero se habían incardinado de forma natural en las representaciones, y compaginaban idealmente en el elenco. Pero tampoco faltaron a la fiesta Teresa, la costurera, Axel, el artesano que confeccionaba los títeres, y Heriberto, director artístico que lo mismo se encargaba de los guiones que de la música y las luces. Ellos nueve pasaron una noche inolvidable. Todos componían casi una familia que, cual un coro, se acompasaban como la máquina mejor engrasada, si bien en ocasiones se les sumaba temporalmente algún operario contratado para determinadas tareas complementarias.     

     Ángel y Marisa, con las prisas de la conmemoración, habían dejado a Cloe y Godofredo tendidos sobre sus respectivas camas, y allí los encontró ella a su vuelta. Al acostarse, ya que Ángel decidió prolongar el festejo con una de sus excursiones de madrugada, Marisa recogió a la princesa de encima del edredón con el fin de disponerla en su bastidor y meterla en el armario. Notó, no obstante, que la marioneta presentaba una especie de moretones en los pómulos y los carrillos sin poder determinar su causa, quizá la humedad. Le diría a la costurera que le repintase la cara para disimular el efecto.

     Casi como un favor, aunque al principio dudó, optó por hacer lo propio con el príncipe, colgándolo en su soporte y recogiéndole al ropero. Curiosamente se apercibió de que uno de sus dedos parecía partido y enrojecido. Se lo diría a Ángel en cuanto lo viese para que no pensase que ella había tenido algo que ver. Ya conocía su minuciosidad. Cerró las puertas del armario y antes de traspasar a su estancia, al apagar la luz de la habitación de él, volvió la vista y tuvo la sensación de que una de las puertas del mueble había quedado entreabierta y que uno de los ojos sin vida del títere miraba hacia ella. Negando con la cabeza, rechazó la sensación de aprensión y se echó a dormir.

     Y llego el día de la sesión final. Como el anterior el éxito fue rotundo. A lo largo de la mañana se habían sucedido las llamadas prometidas de periódicos y televisiones, logrando apalabrar varias citas en las que concertarían algo más definitivo. La euforia les estimulaba a perseverar en su arte y a insistir en nuevas propuestas escénicas. Llevaban tiempo debatiendo innovaciones de todo tipo para sus espectáculos. Sin embargo, la exaltación duró poco, ya que se originó primero una controversia sobre la dirección de las nuevas propuestas y los efectos derivados de ellas. El debate se transformó en una discusión agria y un enfrentamiento descarnado de sus posturas, echándose en cara su mutua intolerancia. Finalmente ella acabó recluyéndose en su cuarto tras amenazarle con dejar la compañía y montar su propio grupo.

     Pese a todo y en su línea de obcecación, Ángel decidió conmemorar el éxito con una de sus evasiones nocturnas. Marisa, por su parte, prefirió mitigar su enfado y festejar aquella efeméride bailando con Cloe. Casi una hora estuvo danzando embelesada. Y como hechizada sentía estar flotando en una nube de la que no se atrevía a bajar, transportada a uno de los confines de leyenda y ensueño similar al de los cuentos o al de sus propios títeres.

     Finalmente, cansada, se dejó caer en la cama sin siquiera arroparse. A su lado, sobre la misma almohada colocó suavemente tendida a Cloe y se sumergió en un ligero sueño plagado de ilusiones, una ensoñación placentera y alegre.

     No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero un ruido la despertó. Pensó que sería él regresando con alguna chica y parpadeó, abriendo levemente los ojos. Lo que vio fue algo tan impensado que no se lo podía creer. Ángel se abalanzaba sobre ella ataviado con la malla negra de las actuaciones esgrimiendo un puñal real, no el de atrezo, y con la cara, los labios y los ojos repintados como el príncipe Godofredo. Con pasos y gestos torpes y acartonados estaba a punto de acuchillarla mientras Cloe, tendida a su lado, abría desmesuradamente sus párpados de muñeca con pavor. Marisa recordaría aquella visión estremecedora lo que le quedaba de vida, apenas unos instantes.

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     ….Tanto es así que semejaban dos mundos paralelos o un cuadro de figuras ante el espejo.

     Cloe recogió todos sus enseres del hotel. Al terminar el quinto acto de la tragedia de marionetas que ella representaba en el teatro Alhambra, había discutido airadamente con el director de la obra, el divino Fredo, quien además era el manipulador de la figura principal del drama, el ángel.

     Estaba endiosado e insoportable como era habitual. Por consiguiente, había tomado la decisión de abandonar el grupo teatral. Eso sí, se llevaría su marioneta Marisa, la bailarina, que además había confeccionado ella, como recuerdo de tantos años en los que se había sentido dentro del elenco como en una familia.

    

    

 

                                                                                                                                                           


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