LA ESTRADA (Relato)
Todos los días Corrado recorría de arriba abajo y de abajo arriba la cuesta de la estrada. Era el camino más corto desde su casa al colegio. A sus trece años conocía cada piedra del muro, cada escalón y todos y cada uno de los recovecos que constituían aquel pasaje.
Era una subida estrecha con escalones de hormigón en todo el tramo por su parte izquierda. A diferentes alturas y secciones de escalones un rellano que daba cierto reposo al corazón y las piernas coincidía con una de las puertas de acceso a los pisos de casas bajas que constituían un pequeño barrio.
La vertiente de la derecha del ascenso no estaba asfaltada y seguía siendo una vereda de hierba y tierra con cierta propensión a los tropiezos debido al barro generado por las torrenteras de la lluvia y al musgo originado por la humedad y la sombra permanente. De este modo el trayecto se hallaba encajonado entre las construcciones de dos plantas adosadas y superpuestas, viejos edificios propiedad de gente obrera, y el muro de la derecha que cercaba el perfil de una parcela con huertas perteneciente a un viejo caserío.
Por ese lado un boquete en la pared, al haberse caído varios pedruscos, permitía el acceso fácil a varios perales, higueras y a un cerezo de pequeñas proporciones, pero de jugosos frutos. Cuántas veces el menor había perdido algo de tiempo en sus correrías para lograr hacerse con una de aquellas delicias, más apetitosas aún al ser recolectadas con la impaciencia de ser quizá descubierto.
Coronando aquel atajo, se extendía un solar con una enorme campa de setos y maleza, con pocos árboles y una parcela utilizada como zona de vertedero, que se abría a dos caminos equidistantes. Uno de ellos daba a la trasera de un cine abandonado, cuyas únicas moradoras eran ratas de impresionantes proporciones y regimientos de cucarachas, y daba paso por un callejón a una avenida muy concurrida. En su lado opuesto, la trocha giraba a la izquierda bordeando otro murete, que limitaba la propiedad de una antigua casona venida a menos y convertida, en parte, en una carpintería al borde de la ruina. Esta pared se unía a la tapia del colegio en el que estudiaba Corrado y conectaba con otra con más huertas labradas en su interior dentro de una gran extensión en pendiente.
Bien conocida era la leyenda sobre cierto fantasma que asaltaba y atacaba a los niños y a los jóvenes. Fabulación o no, varios sucesos parecían dar la razón a estas afirmaciones, como el caso de las tres niñas histéricas, quienes decían haber sido perseguidas por este espectro, aunque ninguna supo describirlo, salvo como una abominación vaporosa. Del mismo modo, relataban algunos cuentos de viejas que ya desde antiguo una visión parecida perseguía a las muchachas del lugar haciéndoles proposiciones indecorosas. También se alzaban algunas voces discrepantes y aducían que todo eran invenciones interesadas y justificaciones de encuentros prohibidos.
Lo cierto es que se llegó a citar con nombres y apellidos a varias personas desaparecidas tras pasar por ese sitio. No obstante, la abuela del chico refería un motivo más peregrino: alguna de éstas ausencias femeninas posiblemente se debieran a que las chicas en cuestión habrían ido al pueblo a parir, embarazadas de Dios sabe quién. Y, sin embargo, el propio Corrado recordaba cómo alguno de sus perros se evaporó de la misma forma al atravesar ese terreno. Así se lo había confiado a su mejor amigo Richar.
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Quedaban pocos días para el fin de curso y los estudiantes se afanaban en rellenar las grandes lagunas que en muchas materias del temario clamaban por ser desveladas antes de los exámenes finales. Sara acompañaba a Corrado bajando por la estrada de regreso a sus casas. Después de repasar algunas cuestiones relativas a los estudios y tras quedar para realizar un trabajo en grupo en el domicilio de ella, se dedicaron a criticar la estupidez de algunos de sus compañeros y la animosidad que mantenían con ellos.
-La verdad es que Pedro es un tío muy legal, pero se ha rodeado de gilipollas que le han comido el coco – le decía el chico.
- Ya, eso lo dices porque es de tu equipo de futbol, pero es que se ha vuelto tan capullo como ellos. Incluso más que ellos porque jamás hubiera sospechado que se dedicase con tanto ahínco a meterse con Marina por su acento del pueblo y su timidez. La pobre ya no sabe qué hacer y se plantea cambiar de colegio y todo – le confió Sara.
- No te preocupes, como es un colega hablaré con él y le diré que no se pase tres pueblos.
- Pues más vale que te des prisa, ya que si no lo haces pronto ella ya se habrá ido. Además, todavía no lo tiene claro y podría ir con sus padres a hablar con el dire – le previno a Corrado.
- Joder, pues estoy hasta las narices de tanto chivato que todo lo cuenta al profesor o al jefe de estudios. Eso sí, el quejica no va con el cuento a uno sus amigos para que le den una paliza al que se le ha enfrentado. Ya sabes que aquí, en las cuadrillas, se defienden entre ellos y pobre del que se les encare. Aunque no digo que eso sea mucho mejor.
- Sí, somos pocos los que estamos fuera de esas peñas. Y corremos riesgos yendo por libre – opinó Sara.
- Y tanto. ¿Ya sabes la zurra que le dieron al tonto de Jon?
- Sí y por un quítame ahí esas pajas…Hombre, también date cuenta que es un cizañas – sopesó ella tras una breve duda-. Pero la verdad es que tampoco se merecía que le dejaran la cara como un mapa.
En esto estaban cuando ya habían recorrido tres cuartas partes de la pendiente y casi ni se dieron cuenta de una figura un tanto encogida, que, semioculta, aguardaba en la explanada de abajo, en el límite de las edificaciones altas de la barriada del fondo. De pronto, Sara se quedó inmóvil, como petrificada. Él enfocó la vista en el final del trecho, distinguiendo a un varón que parecía esperarles. A unos cincuenta metros, comoquiera que ellos se quedaron parados, la silueta comenzó a ascender la cuesta y a hacerles gestos para que se acercaran. Los dos chicos retrocedieron al no fiarse de un individuo mayor de edad envuelto en una gabardina y que no conocían.
-No tengáis miedo – les voceó con una dicción confusa y gesticulando otra vez con la intención de que se aproximasen.
Pero ellos no sólo no se atrevieron a bajar, sino que rápidamente iniciaron la subida de nuevo, primero a paso muy ligero y luego a la carrera. El personaje no podía seguirles al moverse con una manifiesta cojera. Siendo el espacio de escaleras bastante estrecho Sara tomó la zona de tierra y barro, puesto que había llovido esa mañana. Resbaló y se golpeó la frente contra una piedra que resaltaba junto al muro. El chico volvió para ayudarla a incorporarse y, apoyándose en él, los dos llegaron a la campa con la respiración entrecortada. Irrumpieron por el callejón del cine en la avenida por la que pasaba mucha gente. Con un suspiro de alivio y sintiéndose liberados, se encaminaron dando un rodeo hasta sus domicilios.
Una vez que Acompañó a Sara, mientras alcanzaba su casa, Corrado repensaba la curiosa circunstancia de la caída de la chica. Él casi aseguraba que en ese punto no existía piedra ninguna, y las conocía todas, al menos ninguna que hubiera podido ocasionar el impacto y el enorme chichón consiguiente, como si hubiera irrumpido al exterior desde debajo de la tierra. Aunque probablemente habría quedado al descubierto al arrastrar la tierra el torrente de lluvia. Asimismo, en el punto en que se calló, recordaba que había un tramo casi plano en el que difícilmente podía patinar. Seguramente debió apreciar mal lo ocurrido porque creyó ver que una raíz se había movido enredándose en su pie.
Al día siguiente, los padres de Sara trataron de hacer averiguaciones sobre el autor de la persecución, si bien no obtuvieron resultado alguno. Probaron a interponer una denuncia en la policía, pero incluso los propios agentes les confesaron que sería muy difícil localizar al causante del acoso.
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Con el verano llegaron las vacaciones para los alumnos del colegio principal de enseñanza media de la localidad. Se prometía un verano animado. Corrado y sus amigos habían terminado el curso sin ninguna asignatura pendiente para septiembre, lo que les permitiría pasar al nivel sucesivo sin contratiempos. Los primeros días de la canícula los chavales solían quedar para jugar en la campa que remataba la estrada. Era un espacio propicio para sus divertimentos y apropiado para reuniones de jóvenes adolescentes, por encontrarse a cubierto de las miradas indiscretas de los mayores.
Allí comenzaron a degustar los placeres de los primeros cigarrillos, el primer calimocho y las consecuentes vomitonas, los primeros besos y tanteos eróticos…Sin embargo, Corrado a veces se sentía incómodo, y no sólo por el hecho de que su madre detectaría el olor a tabaco nada más entrar por la puerta del piso. Tenía la impresión de que en ocasiones eran observados por alguien al que no conseguían descubrir.
Un martes de principios de julio Corrado había hecho por la mañana una incursión por el huerto del muro, surtiéndose de apetitosas y diminutas peras, hasta que creyó percibir la sombra de alguien en las cercanías. Pensando que se trataba del dueño de la finca, trotó al límite de sus fuerzas huyendo del lugar cuesta abajo. Ya en el sendero, que había sido recientemente asfaltado con cemento rugoso y con cortes para desviar el agua, la rama de uno de los arbolillos se desprendió haciéndole tropezar y rodar como una peonza varios metros. Se intentó agarrar a la hiedra y a los matorrales, pero al asirlos se hirió en la mano con sus tercas espinas, por lo que no pudo parar hasta dar con la cabeza contra uno de los escalones. Por suerte, pudo acomodar el cuerpo al ver lo que se le avecinaba y no tuvo lesión ninguna, salvo un ligero rasguño junto a la sien. No quiso comentar a nadie lo ocurrido y únicamente se enteró su madre cuando notó un pequeño siete en su pantalón nuevo.
Ya por la tarde los chicos de la cuadrilla habían estado divirtiéndose con pasatiempos como el escondite por parejas, que les permitía esparcirse en muchos sentidos, y en el que lo menos importante era encontrar al resto o ser encontrado. Sara y Corrado, que formaban pareja, habían hecho sus pequeños descubrimientos juntos. Y todavía se les notaba el arrebol de sus mejillas cuando llegó para ella la hora de regresar a casa, ya que a los chicos se les permitía por costumbre algo más de margen. Se despidieron yéndose Sara por la estrada hacia abajo, en tanto los chicos permanecían por allí fumando unos cigarros.
Al día siguiente, por referencias a comentarios de la madre de Sara a otras madres, el muchacho se enteró de que la chica había sido hostigada de nuevo por un personaje vestido estrafalariamente. En cuanto pudo se encontró con ella para interesarse por lo ocurrido.
-Pero ¿qué te ha pasado? ¿Otra vez te ha salido al paso el energúmeno ese?
- No. En esta ocasión cerca del final del muro vi una rara silueta envuelta en unas ropas verdes, parecían hojas, cubierto el rostro con hierbas altas y saliéndole por las mangas como ramitas. Te juro que no estaba soñando, y recordarás que cuando me marche tampoco estaba ni siquiera mareada, ni por asomo.
- Me acuerdo perfectamente - respondió él -. ¿Podría ser el dueño de los frutales con alguna especie de camuflaje?
- Yo diría que no. Pero cualquiera sabe. ¡Me asusté tanto! Empecé a gritar como loca y alguien debió salir a una ventana, oí cómo subían una persiana, y el espantajo seguramente se asustó y huyó.
- Chica, me dejas de piedra.
- Pues imagina cómo estaré yo.
Ella había tenido que prometer a sus padres que en lo sucesivo no deambularían por la campa. Corrado puso su brazo sobre sus hombros como queriendo protegerla y la acompañó hasta su casa. Con la indignación repicando en su cerebro, no se le ocurrió mejor idea que pasarse por la estrada intentando localizar al personaje. Mas, aunque estuvo un buen rato vigilando, exceptuando los transeúntes o vecinos habituales, no consiguió divisar a nadie de esas características.
Quien al parecer sí obtuvo algún éxito fue la policía, que al cabo de dos días detuvieron a un muchacho de alrededor de dieciocho años llamado Bartolo y al que apodaban Tolín, un chico algo retrasado y obsesionado, según su madre, con algo que denominaba “el demonio verde”. Era vecino de una de las casitas de dos pisos. Si bien se decía que no era la primera ocasión de ser visto en persecución de alguna niña, su madre lo defendía aduciendo que únicamente quería hacerse amigo de los chicos. En cualquier caso, ni Corrado ni Sara pensaron que se tratase de él el autor. En opinión de varios vecinos esa detención sólo había servido para acallar conciencias y templar los ánimos. No obstante, a la madre del deficiente le aconsejaron los policías, tras dejarlo a su cargo, que ingresase al chico en un centro apropiado a su minusvalía.
Corrado perseveró en su intento de identificar al personaje que había acorralado a Sara. Tras muchos intentos fallidos en días sucesivos, durante el crepúsculo de una jornada de finales de julio creyó ver a un sujeto que pudiera responder a la descripción dada. Lo siguió hasta entrar por el boquete que permitía el paso a la finca de los frutales. Por un momento le perdió la pista y su localización, pese a dar una batida por el contorno, no obtuvo resultado alguno.
Cuando ya volvía resignado a la brecha por la que había entrado, giró un tanto la cabeza a su izquierda y lo que vio lo dejó helado: una figura de unos dos metros, vestida con gorro verdoso y en punta, recubiertos cuerpo y cara con lo que parecían hiedras, zarzas, matorrales y hierba, con una especie de calzas de corteza de árbol, botas de un aspecto similar a tocones de árbol y raíces por manos. Se plantó a pocos centímetros de él y sin darle tiempo a huir, más aún cuando el joven se quedó petrificado ante tal abominación, lo atenazó amarrándole con una especie de lianas o de mimbre al tiempo que lo amordazaba. De seguido, lo fue arrastrando al interior de la finca hacia una apartada casucha de madera.
Corrado no apareció en los días sucesivos ni nadie supo más de él. Quedó consignado como una nueva desaparición en el paraje de la estrada. Y ya no estaría Tolín para ahuyentar al fantoche y proteger a la víctima como había hecho en otras ocasiones.
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