EL GATO AZKAR (Relato)

 




       Azkar, el gato resabiado, era uno de los felinos más recelosos en todo el territorio animal. Con su pelaje largo y negro del tipo persa parecía un gato adorable, pero su color, su actitud y escepticismo le conferían un cierto grado de desconfianza. Y mejor así porque no era muy de fiar.

     Cuando sólo era una pequeña bola de lana sus pasiones no se limitaban a jugar con los ovillos y los juguetes de los niños, o a perseguir embobado a las moscas. Sus divertimentos eran algo más intelectuales. Se aplicaba en arrancar, devorando o haciendo trizas hasta la última página de los libros de la estantería, a los que accedía con un salto felino, como era de esperar. También se las arreglaba para tocar y extirpar los botones sujetos al teclado del ordenador de la casa. Lo mismo que le encantaba desmigar los cuentos y textos más diversos, conseguía rayar los cedes de música dejados por azar a su alcance. Únicamente que no lograba extraer la música encriptada en ellos. Pero probablemente fuera porque nunca se le enseñó solfeo.

     Vivía en el domicilio con nosotros los H., familia de clase media, que le dábamos todos los antojos: el mejor pescado, jamón y chocolate. El chocolate le volvía loco. Me parece que hubiera matado a un tigre si le hubiese querido quitar su dulce preferido.

     Aunque yo ya no convivía con mis padres, lo observaba cada vez que visitaba a mis progenitores y alguna de sus conductas y miradas hacían que se me erizase el vello del cuello. Incluso conseguía en ocasiones un ligero arqueo de mi espalda.

     Pero en el fondo Azkar no habitaba con los H., los H. habitaban con él. No dejaba a nadie que se acercase a su terreno, su cubeta con una pequeña manta, su platillo de comida (salvo que fuera para rellenárselo y, aún así, bajo su ojo suspicaz) y su gaveta de arena para las deyecciones.

   Como alguien le incomodase, bufaba y encorvaba la espina dorsal advirtiendo al visitante para que no se le ocurriese acercarse. Pero si su proximidad era inferior a cincuenta centímetros cambiaban las cosas, apenas bufaba, pero comenzaba a temblarle la cabeza, los ojos verdosos adoptaban una mirada diferente, se le ponían casi blancos. Yo diría que sacaba a la superficie su visión asesina.

     Lo siguiente era un buen zarpazo o una mordedura, dependiendo del grado de intimidación que él considerase oportuno. De seguido intentaba ocultarse a sabiendas de que después le llegarían las reprimendas y quizá algún que otro azote.

     Así que se escondía debajo de una de las camas y pobre del que intentase sacarlo. Salvo, claro está, que se tratase de mi madre. Entonces las cosas diferían totalmente. Los papeles se invertían y era a mi madre a la que se le curvaba la espalda y se le encrespaba el pelo. Para cuando mi madre le miraba de forma atravesada al felino, Azkar tenía todas las de perder.

     Además, si se resistía podía aparecer el mango de una escoba hacia el colchón de su guarida y sentir en su pelaje, en su lomo, el consiguiente castigo del “zas”, golpe que te crio.

     Para mi madre no había bufidos ni caras largas o miradas felinas. Sólo respeto y miedo, o ambos mezclados, pero nunca agresión por su parte. De hecho, sólo acudía a su llamada.

     Azkar recorría toda la casa controlándolo todo. No aceptaba de buenas maneras las visitas. Lo resolvía con su desprecio o indiferencia.

     Sin embargo, así como aceptaba hasta cierto punto a los de la familia, aun a regañadientes, su cercanía, sus bromas y amenazas, no así admitía la proximidad de ningún extraño. Y pobre del que no mantuviese las distancias. Pese a prevenirles de que no se fiasen y no intentasen acariciarlo, si el visitante no aceptaba el consejo y caía en el…” ay, que gato más bonito”, pretendiendo aunque sólo fuera rozarlo, ya estaba liada. El zarpazo estaba casi asegurado.

     Azkar pensaba que únicamente su ama, mi madre, lo podía acariciar, estoy seguro de ello. Pero es que debía detectar que lo quería con locura, casi más que a sus hijos. Incluso él se acurrucaba en su regazo.

     Y además no permitía que ninguna prenda fuera dejada en un perchero o en una cama dentro de su radio de acción. Especialmente la vestimenta de aquellos a los que cogía manía. Al recoger la ropa se percibía el fuerte olor de su orina.

     Era, por otro lado, un gato enfermizo. Casi desde que fuera una cría había padecido sus rarezas. Entre el retardado desarrollo de sus genitales, las intolerancias a determinados alimentos y el final desarreglo de la glucosa, provocando la diabetes, su historial médico era un dossier muy completo. Por no hablar de su propensión a una ingesta especialmente rica en polímeros como el plástico, que le acabó ocasionando más de un problema gástrico. Es cierto que su nutrición no era todo lo sana que debiera. En otras palabras, una dieta basada en sus caprichos no le hacía todo lo bien que cabía esperarse.

     Con el tiempo se acrecentaron sus sentimientos poéticos en torno a la contemplación de la luna y las estrellas, sobre todo en el piso de verano de la playa, un bajo con jardín al que acudía la familia en la temporada estival. Parecía cantar más que maullar. Sólo que su melodía volvía locos a los moradores de la casa y a los de las viviendas vecinas también. Y es que en ocasiones sus gañidos semejaban el llanto de un niño.

     Si bien yo siempre he pensado que más que el disfrute lírico y sentimental de las luces titilantes del firmamento añoraba el placer físico y sensual que pudiera aportarle un congénere, en particular si pertenecía al sexo opuesto. Creo que ese era el quid de los reflejos refulgentes en sus ojos, la clave para entender el ensimismamiento que tomaba como confesor a la luna, y que devolvían relámpagos de sus pupilas al paso de una cola enhiesta. Aquello sería lo que le convocaba como un eco atávico, una luminaria anclada en el recuerdo, en los genes.

     Pero eso entrañaba un riesgo añadido. Un gato fondón, amanerado y poco curtido tenía todas las de perder ante gatos escuálidos pero fibrosos y, sobre todo, acostumbrados a pelear por su comida y, cómo no, por su satisfacción lasciva. En los requerimientos amorosos existía un incierto peligro muy cierto.

     Un par de años, con sus trimestres veraniegos respectivos, Azkar realizó sus cortas incursiones nocturnas en el mundo animal, para él todo un cosmos desconocido y atrayente. No obstante, yo sabía que necesitaba más experiencia en el mundo de las fieras con tantas bestias carnívoras y venenosas, y especialmente en el de las luces de los coches que se cruzaban en su camino y no parecían dispuestas a apartarse. Tanto era así que amenazaban con suprimir alguna de sus siete vidas. Y no le debían quedar muchas a juzgar por las diferentes enfermedades importantes padecidas y tras sufrir costosas operaciones veterinarias.

     Sin embargo, después de una noche de exploración, solía volver trasquilado con alguna que otra herida. En el fondo no representaba otra cosa que una nueva medalla en su currículo. Y, al fin y al cabo, la llamada del estómago era tan fuerte o más que la de la selva. Así que regresaba al redil para reponer fuerzas. Aunque yo diría que se le apreciaba cierto gesto de satisfacción por la misión cumplida y quizá por la apetencia satisfecha.

     Por otro lado, iba afinando su cuerpo y su instinto. Si bien parecía que al mismo tiempo pulía sus reticencias con los humanos y cada vez se mostraba más esquivo y reticente o tal vez más circunspecto.

     El verano que apenas visité el apartamento costero de mis padres las batidas del felino debieron sobrepasar los límites acostumbrados. De tal manera que sus salidas se prolongaban durante una semana completa. Probablemente entonces adquiriese la suficiente pericia como para proveer sus necesidades inmediatas mientras perseguía otros apetitos.

     Llegó el mes de agosto y hacia su mitad la última excursión de Azkar no alcanzaba su fin. En ciertos momentos alguien de la familia creía haberlo visto en la escombrera o cerca del muro costero, mas no había obtenido respuesta alguna al llamarlo.

     A las puertas del final de septiembre el felino no daba señal de su presencia. Mi madre lo llamaba y le dejaba comida todos los días, pero en vano. La inquietud fue en aumento y pocos confiábamos en que mantuviese su integridad física. Pensábamos en la probabilidad de que hubiese sufrido algún desenlace fatal. Sólo mi madre mantenía la esperanza de que su destreza le hubiese preservado alguna vida. No obstante, al final de ese mes me confesó con cierta amargura que su ilusión por reencontrarlo cualquier día prácticamente había desaparecido.

     Octubre daba sus coletazos finales y el clima no favorecía la permanencia en la región. El mal tiempo se adueñaba de aquellos parajes tan expuestos a las inclemencias y tormentas. Los veraneantes casi habían desparecido.

     Prácticamente ya nadie le dejaba comida en su platillo. Y con el penúltimo día de octubre la familia optó por volver a su vida habitual en la ciudad. Se despidió a Azkar con honores y se cerró el piso hasta la temporada siguiente.

     En la vida diaria de los H. se barajaban otras cosas importantes como las enfermedades personales. El recuerdo del gato casi insensiblemente pasaba a mejor vida. El ritmo de la existencia recobraba su discurrir rutinario.

     Cuando mis padres se recuperaron un tanto, se propusieron una visita puntual al apartamento veraniego con el fin de cortar el césped y el seto, que crecían con una rotundidad selvática. Lo hicieron a finales de noviembre. Y cuál no fue su sorpresa cuando vieron acercarse un felino desarrapado, despeluchado y casi sarnoso. Su lamentable aspecto lo completaba la pérdida de un ojo. Azkar, el gato tuerto, había retornado a su refugio, a su hogar temporal. Una lágrima cayó de los ojos de mi madre.

     Volvía necesitado de cuidados y de nutrientes. Y yo diría que un poco urgido por falta de cariño. Su imagen delataba que se encontraba en un estado enfermizo. Y así era, pues tras curarle las múltiples heridas y darle de comer comenzó a vomitar y a sufrir una suerte de diarrea periódica. No quedó otra opción que llevarle con prontitud al veterinario. La intención era tratarle de sus muchos males y lesiones. Sin embargo, no se conseguía atajar la disentería del animal.

     Por último, entregó sus barbas y bigotes un buen día de mediados de diciembre en su hogar de la ciudad. Mi madre juró que nunca más tendría un animal en casa, visto el sufrimiento que le causó el desenlace póstumo. Con tantas enfermedades como había padecido y se lo había llevado por delante una cagalera.

     En mi opinión Azkar entregó una vida plena, llena en lo posible de satisfacción… Le había costado un ojo y muchos sinsabores, pero al final en su interior seguro que había un sentimiento del deber cumplido.

 

    

    

 

 

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

INVENTO MUNDOS (Poema)

MI CABEZA EN TU REGAZO (Poema)

EL CONCURSO SEMINAL (Relato- Segunda parte)