RESTAURADORES (Relato)

 




        Nos había costado varios años consolidar un cierto ascendiente y un prestigio entre la gente dedicada a la restauración artesanal de enseres y objetos de arte. Pero finalmente podíamos mostrar las imágenes fotográficas de un catálogo con mobiliario recuperado y un muestrario de nuestras mejores rehabilitaciones vendidas o recopiladas en un edificio a propósito. A día de hoy los contactos y ventas por internet se sucedían con gran rapidez.

     De los miembros del grupo original sólo Tomás, por su actividad de datación y autentificación, no pudo acudir a la reunión en que los once restantes tratamos sobre la necesidad de ampliar nuestro círculo con operarios y ojeadores. Decidíamos si incluir a más personal en plantilla. Buscábamos especialistas en muy variopintas labores relacionadas con nuestros intereses. La intención era que nos ayudasen en tareas artesanales o desplazándose a los pueblos, casonas aisladas o mansiones antiguas, donde detectar aquel material sobre el que desarrollábamos nuestro oficio de recuperación artística, convertido ahora en ocupación mercantil. Pero esta última labor de localización y captura de antigüedades preferíamos realizarla nosotros mismos.

     Nuestra especialidad eran los muebles de madera, artesonados, forjados y ciertos elementos artísticos. La mayoría de ellos los hallábamos en desvanes de casas solariegas, caseríos de pueblo y alquerías de enclaves ubicados en aldeas casi abandonadas.

     Nos dedicábamos preferentemente a los arcones, armarios y cabezales labrados. Si bien también teníamos conocidos entre los que se ocupaban de esquilmar los yacimientos arqueológicos. Pero aquello podía resultar peligroso, además de ilegal.

     El proceso de recuperación solía ser muy laborioso, dependiendo del estado del objeto: decapar, secar, lijar siempre en el sentido de la veta, decolorar las manchas, limpiar con agua y cepillo, secar… Cuando el tratamiento se ceñía a la carcoma la eliminación de los parásitos inyectando productos químicos en cada uno de los orificios, en cada grieta y perforación de la madera requería mucho tiempo y una gran paciencia, que finalizaba con tres nuevas capas de insecticida, dejar secar… Luego tocaba reparar la superficie rellenando los agujeros con cera, hasta que quedaba disponible para el lijado, pulido con lana de acero y barnizado. Sin embargo, desde el momento en que la humedad había deteriorado en exceso el objeto nos veíamos incapaces de restituirlo a su origen. No obstante, preferíamos conservar en la medida de lo posible la textura y consistencia del original.

     Al principio, consistía toda una aventura localizar las piezas. La búsqueda del objetivo semejaba una caza en la que acechar la presa; requería invertir muchas horas y tener bastante fortuna. En ocasiones, en una conversación fortuita, surgía la suerte de recibir información sobre algún caserío o buhardilla en el que tropezar con algo único. Ahora bien, el procedimiento habitual era visitar e inspeccionar poblaciones casi deshabitadas, en las que rara vez nos topábamos con algún elemento admirable, con enseres singulares o piezas espectaculares.

     Quizá lo más extraño en nuestra actividad ocurrió cierto día en que un hombre joven se presentó en nuestros locales y nos ofreció una pequeña cruz de madera, aduciendo que se trataba de un fragmento del lignum crucis, sin pedir nada a cambio. Por supuesto, no le creímos, pero era tal su poder de persuasión y convencimiento que aceptamos el regalo. Varios días después pudimos contrastar con pruebas empíricas que en efecto su antigüedad se remontaba a la época de Jesucristo. Con la perplejidad del descubrimiento, decidimos guardar en una caja fuerte aquella reliquia hasta hacer más indagaciones.

     Y ¿qué decir de aquellos descubrimientos que recompensan nuestro afán de toda una vida para toda la vida? Así fue el caso de aquel tortuoso fin de semana poco tiempo después de la visita de aquel individuo. El todoterreno se averió a mitad de camino, mientras nos dirigíamos a una villa olvidada de la sierra central. La tormenta que siguió con rayos y chaparrón incluidos nos hizo temer a los cuatro amigos por nuestra integridad. Al entrar en la heredad de la finca en la que pretendíamos solicitar abrigo el lugareño se sintió asaltado y se lio a tiros con nosotros. Luego nos enteramos de que se trataba de salvas con sal, pero para entonces nuestro valor y la capacidad de retención de nuestros aparatos digestivos casi se habían dado por vencidos, ocasionando alguna pérdida irrefrenable. A todo eso se añadía la dificultad de correr a causa del peso del agua alojada en nuestros ropajes y al apuro suscitado.

      El azar hizo que nos cruzáramos en el cercado con la hija del propietario del que huíamos. Ella se compadeció, nos dio amparo y nos recondujo a la casa familiar, advirtiendo a gritos a su padre de nuestra presencia y necesidad. Una vez secos y reconfortados con ropas limpias, unas viandas, un café y unas copas de orujo obraron maravillas, desatando los nervios pasados y las lenguas. Ya en animada conversación todos nos reíamos de lo ocurrido. El hacendado explicó que nos había tomado por cuatreros o truhanes como los que recientemente le habían robado ganado y parte de la cosecha.

     Por nuestra parte le dimos cuenta de nuestra dedicación a la compraventa y restauración de mobiliario de madera antigua. En ese momento mencionó que en el altillo de su propiedad y en el granero y la cuadra poseía gran cantidad de trastos, sin saber qué hacer con ellos, y nos invitó a verlos. Cuando los mostró nos quedamos boquiabiertos. En el desván apareció entre otros elementos aquella cómoda. Allí mismo le ofrecimos un buen montante por todo ello. Aunque en principio se resistió a ceder la consola y un armario, que según dijo pertenecieron a su madre, no tuvimos piedad con él. Sabiamente disfrazado de altruismo, nos esforzamos en convencerle con nuestra conversación de la lástima que suponía el acabar perdiéndose aquellas pequeñas joyas. Le hicimos ver la oportunidad de ofrecer a la vista de los demás obras de arte tan apreciables que se deterioraban a marchas forzadas por el desuso y la falta de un cuidado adecuado. Pero que, no siendo nosotros muy acaudalados, sólo podíamos ofertarle una respetable cantidad por el conjunto.

     Una vez conseguido esto, ¡qué tortuoso acabó siendo dar con todos los entresijos para investigar aquel antiguo tocador del espejo con incrustaciones! En uno de sus cajones secretos apareció cierto manojo de llaves. Sin embargo, sólo se descubrían manipulando dos engranajes en el mismo instante. Y únicamente por pura casualidad dos operarios activaron su mecanismo de resorte al restaurar los herrajes de las cerraduras, mientras se accionaba un gancho oculto en la parte inferior. En otro cajón se toparon con un pergamino donde se mostraba una rara cruz de tres trazos cruzados sobre el largo vertical y unos símbolos desconocidos. Pero se suscitó un nuevo problema: ¿qué abrirían aquellas viejas llaves?

     Consultar un montón de libros e intentar localizar en el registro municipal y eclesiástico y en la prensa de la época noticias sobre los antecesores del mayorazgo o de la historia familiar no sirvieron de nada. En esos términos quedaron nuestras averiguaciones, por lo que en un apartado de la nave que teníamos bajo llave se confinó tan preciado mueble.

    Finalmente, mi mejor amigo y yo volvimos a aquel paraje, obligados por la curiosidad y la intriga de resolver el dilema que emanaba de aquel llavero. Sin embargo, la mansión parecía abandonada cuando sólo habían pasado tres meses. Debía ser de aquellos misterios tan encriptados que se resisten con uñas y dientes a ser revelados. Gritamos repetidas veces con la intención de que no se reprodujera la situación precedente con el dueño, pero fue en vano. Hasta el punto de dudar si nos podíamos haber equivocado de propiedad o de suponer que pudieran haber sufrido algún incidente cuya consecuencia fuera el abandono de su hacienda.

     Por último, nos decidimos a ingresar en aquel caserío, aun con miedo de despertar la ira de los moradores o la persecución de algún perro cuya labor no fuera otra que probar los tobillos o glúteos de los extraños. Nadie en el lugar. Ya sin pudor, ascendimos las escaleras que desembocaban en la buhardilla donde habíamos encontrado el tocador. Casi sin penetrar en el recinto, noté un temblor en el macuto en cuyo interior portábamos el llavero. Si nuestra razón no nos fallaba, incluso percibíamos una cierta luminosidad que emitían las llaves desde dentro de la bandolera y se derramaba al exterior, impregnando un arco en derredor con un haz lumínico azulado y formando como un halo que lo envolvía.

     No sin cierto temor nos atrevimos a extraer el anillo de las llaves. El resplandor aumentaba desde el instante que las puse en mis manos, en tanto zumbaba como un conjunto de cigarras. Tal parecía que además me impulsaba hacia un rincón de la estancia, como si tirara de mí. La sorpresa me hizo mirar a mi amigo con la insistencia de reclamar tácitamente su ayuda y su interpretación razonada. Pero, si bien tomó mi mano y el llavero, los dos nos vimos sometidos por el empuje que nos acercaba hasta aquella esquina donde un biombo ocultaba una puerta labrada y camuflada a propósito. Y la urgencia era máxima a medida que avanzábamos hacia la boca de su cerradura.

     Finalmente, como dotada de una voluntad propia, una de las llaves se incrustó en la cerraja girando sin pausa y haciendo girar a la vez mi mano.

     La puerta se abrió en un arco ininterrumpido, vigoroso, sin ruido, invitándonos a que penetráramos a un ámbito de luz tan brillante que impedía distinguir nada dentro. Traspasado el umbral, no conseguíamos acostumbrar los ojos pese a taparnos haciendo sombra con las manos. El silencio era absoluto hasta que una voz imponente y sonora, procedente de un rostro que recordaba al propietario de la heredad, traspasó nuestros oídos…

     - ¡Llamados al fin a mi presencia! Hace ya mucho que faltáis, Pedro. ¡Queríais ser tan libres! Parece que os ha costado recuperar la memoria, tal cual era la intención y el castigo que os merecíais por vuestra displicencia y hastío. No me hagáis ser más severo otra vez con vosotros. Y tú Juan ve a llamar a los otros diez. Luego volveréis para estar con Jesús y para ser uno conmigo en lo absoluto.

 


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