LA CÁMARA (Relato)
Cámara así, cámara sola. Ella recoge imágenes con su objetivo, pero a veces parecen ser ellas, las percepciones, las que persiguen el enfoque, las que desean ser plasmadas.
En su ciudad o en las localidades que visitaba, a Francis le gustaba tomar instantáneas de lugares devastados, de construcciones en ruinas, derruidas o en declive. Las fábricas abandonadas, los edificios desolados y lóbregos estimulaban su espíritu. Prefería tomar las fotos en el crepúsculo, en ese momento en que el día se transforma en sombra y noche. Su sensibilidad estaba muy exacerbada en las horas perecederas cercanas a la aparición de la luna; con la última claridad vespertina su temperamento se aguzaba.
Aunque no se dedicaba de forma profesional a la fotografía, no era la primera vez que era seleccionado para una exposición conjunta con otros profesionales del gremio pertenecientes a su localidad o a su área de influencia. También le habían propuesto para hacer muestras individuales en alguna de las galerías más importantes dedicadas a ese arte o a la pintura. Por otro lado, a Francis le encantaban tanto o más que las fotos o los cuadros los daguerrotipos coleccionados por algunos admiradores de tales plasmaciones.
Con el tiempo, él había conseguido hacerse un espacio en ese mundillo. De hecho, varias de las voces más prestigiosas y entendidas en ese arte elogiaron su trabajo. No podía negar que ciertos críticos de revistas especializadas no habían escatimado elogios sobre sus composiciones. Recordaba las palabras de uno de ellos que le citaba como “un ojo crítico y fresco, una visión nueva de lo decrépito y caduco”. Para remate lo mencionaba como “una perspectiva inusual y una contemplación poética del objeto representado”.
Más de un peligro había arrostrado con el fin de encontrar el plano perfecto que confiriera un nuevo punto de vista a un lugar, a un elemento, a un cuerpo. Y en todos los casos consiguió salir triunfante, con un resultado más que satisfactorio, como si el elemento enfocado adquiriera una apariencia renacida en el objetivo de su cámara, un nuevo acierto en la pintura de esa muestra de realidad.
Si le hubieran preguntado a él, habría dicho que “tenía mucho que ver” esa cámara. Se trataba de un aparato de muchos años, y en muy poco se asemejaba a las últimas innovaciones técnicas que existían en el mercado. No era comparable con las marcas y dispositivos puestos en manos de los grandes fotógrafos de la actualidad. Ni tan siquiera las posibilidades de definición eran equiparables a las constatables en las máquinas digitales o réflex de hoy día. Es cierto que podía compensarlo en parte con la plasmación en papel conseguida en el laboratorio, no se le daba mal el revelado.
Y, sin embargo, tenía mucha confianza en esa maquinaria. No en vano logró captar con ella muchas de sus mejores capturas. Incluso podía asegurar que las cinco grandes fotos de su vida las había realizado por ese medio, la de su mujer con su hijo entre ellas.
Aun con todo, sin duda la perspectiva o el enfoque de varias de éstas podría decirse que habían sido conseguidos por pura casualidad o con la ayuda del propio instrumento. No recordaba, por ejemplo, haber sido consciente al encuadrar a aquel abuelo de la ventana en un inmueble de vecinos sólo habitado por él, en el que el contraste de luz y sombra proporcionaba un efecto semejante a la técnica del claroscuro de los pintores flamencos e italianos del cinquecento y del barroco. Desconocía también por qué misterioso destino alcanzó a tomar aquel plano general de la aldea a contraluz con tan poderoso resultado, tan impactante, cuando estaba casi seguro que él había querido encuadrar únicamente el perfil de aquella parte del pueblo en torno a la fuente. Ni tan siquiera fue consciente de haber empleado el flash en aquella panorámica de pescadores que ensombrecía sus siluetas y proporcionaba un increíble resalte al propio crepúsculo, sobre todo porque había empleado el trípode en busca de una fotografía de larga exposición. A veces la manipulación del obturador y el diafragma parecían tener vida propia y conferían una estampa que de ningún modo perseguía, pero cuyo efecto era mil veces mejor.
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Cámara en soledad, cámara oscura. Luz y figuración como una llama que atesora un contorno de rojos y amarillos, y un arco, un cerco de sombras. El visor posee un ojo, una idea propia. Lo visto es un perfil inusitado cuya percepción tiene su propia pupila, su modelo, su imagen que se refleja a sí misma, la lente se ve a sí misma.
No recordaba quién, pero alguno de la cuadrilla le había recordado el día anterior las excursiones que de chavales hicieran al pueblo de las faldas del monte Erguido. Con aquella simple mención evocó tales jornadas de exploración y divertimento. Resolvió dedicar el siguiente fin de semana para acampar en las proximidades del pinar en el que, siendo muy jóvenes, construyeron aquella cabaña, que tan buenos momentos le traía a la memoria.
Le costó encontrar el sendero por el que hacía muchos años no transitaba, más aún al ser un día encapotado de nubes y llovizna espesa. Tantas cosas del itinerario habían cambiado, tanto había crecido la vegetación en las pistas del monte, que se perdió en varias ocasiones, si bien consiguió recuperar la orientación. Por fin, allí estaba la vereda anterior al corredor entre arboledas que, a modo de un túnel, dirigía al caminante a la travesía plagada de charcos y barro previa a las primeras edificaciones, acotada en algunos tramos por alambre de espino. Por ese lado abundaban las propiedades de frutales y pastizales. Y, sin embargo, no siendo verano, época en que los propietarios cuidaban de aquellas haciendas, la perspectiva de desamparo y ausencia de habitantes, de abandono, era muy fuerte.
Traspasó el puente sobre la quebrada con aquella sima profunda repleta de bocas, que en forma de galerías pudieran haber servido de hogar a toda una comunidad de hombres de las cavernas. Allí el paisaje se abría ante las casas del poblado, pequeños caseríos de dos pisos con terreno alrededor.
A la izquierda una curva en forma de herradura y en pendiente descendía hacia la fuente ubicada ante la casa solariega del fundador de la comunidad, según rezaba en un letrero de metal forjado, y continuaba hasta el abrevadero de animales en el que tantas veces se habían refrescado él y sus amigos después de una jornada en el monte plagada de satisfacciones. Si continuaba por esa senda, llegaría a la cueva en la que la imaginación construyera muchas de sus historias de espeleología, de brujas y magia.
Continuando de frente en la bifurcación, se llegaba a la corta explanada de la ermita. Tres o cuatro kilómetros más allá, la falda de la montaña daba paso a distintos declives del terreno, en uno de los cuales se hallaba el pinar. Y en la misma perspectiva, pero por detrás y unos cien metros por debajo, se divisaba la laguna donde se construyó la aldea primitiva, finalmente anegada por ese embalsamiento de agua, que antiguamente aprovisionaba a sus moradores y les acabó absorbiendo. Todavía en épocas de sequía como aquella, decían que podía verse alguna de las edificaciones originales asoladas y desechas en el margen derecho de la represa. Incluso corría el rumor de que, cuando oscurecía, aún podía escucharse las campanadas de la antigua iglesia, aunque apenas quedaba parte de su espadaña.
Ese era el objetivo de exploración de Francis, descender por la trocha del arroyo hasta los residuos arrasados de construcciones anteriores a la desaparición del poblado originario. No obstante, tendría que dejarlo para el día siguiente porque la incipiente lluvia le impediría estampar con fidelidad lo contemplado. Sólo esperaba que el nivel de agua no le imposibilitase encontrar los vestigios de otros tiempos. Ya oscurecía al terminar de montar la tienda de campaña y para entonces dejó también de jarrear. La noche estrellada prometía un nuevo amanecer plagado de buenos augurios. Las arias de los grillos, el ulular de una lechuza en forma de bocina sorda, el croar reconcentrado y lejano de sapos y ranas, y el quejido de un gato como el llanto de un niño componían una sinfonía coral extrañamente atractiva y enigmática.
Tan pronto como la aurora compuso un halo cambiante, con perfiles imposibles de capturar ni con el mejor de los objetivos gran angular, Francis tomó el sendero que quedaba a sus pies y en poco tiempo comenzó a percibir las señales del empedrado primigenio y las puntas de las ruinas inquebrantables de una iglesia diminuta, pero de la que permanecían en pie parte de las paredes del ábside y un tramo del campanario. Tampoco el vaivén del agua había conseguido derruir del todo alguno de los casales, cuyos gruesos muros hubieran resistido cualquier embate, al igual que los perfiles del cementerio y del lavadero.
Sobrecogedora le resulto una gran casa en la ribera contraria a la orilla por la que accedió. Se conservaba casi intacta, con sus ventanas perfectamente irreductibles, con sus estancias asombrosamente indemnes. La cuadra, la cocina, el desván con su pequeño ventanal eran del todo reconocibles. Las fotografías tomadas de tal construcción reflejaban sin ambages la obstinación y la irreverencia de no arrodillarse ante la desolación. Pero en general, por el contrario, las impresiones de los rastros de vida captados en la máquina parecían llevar consigo latente una petición de súplica y misericordia, un llanto que clamaba desde las piedras al verse desposeídas. No era de extrañar que ni los rebaños de ovejas tuvieran el valor de acercarse por allí. Y tampoco le sorprendía que el viajero, al pasar por ese lugar de atardecida, tuviese incardinada la sensación de oír unas campanas inexistentes.
La jornada había resultado muy productiva. Las instantáneas eran la exacta imagen del reposo altivo, de la terquedad y resistencia a la desaparición, de la agonía y del silencio. Cansado y sudoroso, con la sensación del objetivo cumplido regresó al centro del pueblo girando hasta el aljibe de los animales. Se quitó la sudadera y la camiseta térmica para lavarse y refrescarse. Una vez realizado el aseo, sacó de la mochila un bocadillo y la cantimplora de agua, mientras con la otra mano iba pasando las instantáneas recogidas en la memoria de la cámara.
Le llamó poderosamente la atención una, sobre todo, que enfocaba el ventanuco del desván de aquella casa mejor conservada y más alejada del camino, pues en ella vio la silueta de una anciana con pañuelo blanco en la cabeza recortada contra la sombra del propio habitáculo. La sorpresa de distinguir en la foto a alguien que todavía habitase aquel paraje consumido se borró en el instante en que apareció un hombre de mediana edad residente en el poblado actual, justo enfrente de la fuente. Le saludó éste y se interesó por lo que hacía.
- ¡Qué!, ¿calor, ¿no?! Hola, me llamo Eugenio y vivo ahí mismo – le dijo, señalando el caserío más grande de todo el pueblo situado a su espalda -. Soy el alcalde de la localidad, pero ahora…ya ve, no me queda nadie a quien gobernar, salvo los vecinos que vienen durante el verano a las huertas y a revisar sus propiedades, o cuando me visita algún pastor.
- Qué tal. Le aseguro que no soy ningún pastor, aunque ya lo habrá deducido por mi atuendo – le respondió con una sonrisa-. Mi nombre es Francis. Estoy aquí para hacer alguna que otra foto del antiguo asentamiento del pueblo en la zona de la laguna.
- Pues poco queda ya de él. Apenas cuatro muros medio derruidos como habrá podido comprobar. Pero esto es bonito, ¿no?
- Ya lo creo. Incluso parece que disponen de fantasma y todo. Por lo que he oído alguien se dedica a tañer las campanas que ni siquiera están.
- ¡Ah, sí! ¡Ja, Ja! ¿Ha oído la historia del cura que de vez en cuando las hace sonar conmemorando alguna efeméride, verdad? Pero para mí que en todo caso será el diablo. ¿Quiere un trago de un buen vino para refrescar el gaznate? – le obsequió ofreciéndole la bota que portaba en el hombro.
Después de tomar un largo trago, Francis se mostró algo más comunicativo.
-Gracias. Sí que está tremendo – repuso tras beber -. Esto rejuvenece. Oiga, en la casa de la ribera norte del lago he visto a la señora que se asomaba a la ventana del altillo. ¿Cómo es posible que todavía quede alguien viviendo allí si, seguramente, la casa quedará oculta por el agua durante el invierno? – le preguntó mostrándole la fotografía tomada a la vieja señora.
A Eugenio le cambió la cara de pronto. Se volvió con intención de irse sin más, pero pareció cambiar de opinión y, dándose la vuelta, le dijo ofendido…
-Aunque sea de pueblo, no sé por qué se ha pensado que soy idiota. No entiendo de fotografía ni maldita la falta que me hace. No sé cómo ha hecho para superponer esa imagen en los restos de la casa de la Hermenegilda, ni de dónde ha sacado una foto de ella para añadirla ahí. Ni lo sé ni me importa. Lo que sí sé es que esa mujer murió hace once años. Pero se lo advierto, no vuelva a intentar tomarme el pelo de esa manera tan sucia. Lárguese si no quiere que le eche a los perros.
Y, dicho eso, se giró de nuevo con dirección a su casa. Francis no quiso continuar insistiendo. Se daba cuenta de que si persistía, corría el riesgo de sufrir algún percance. Así que se vistió y se dirigió hacia las afueras de regreso a la ciudad. Se preguntaba qué es lo que había pasado. No comprendía para nada lo ocurrido, ni por qué fortuita razón había quedado impresa aquella señora en aquella al parecer impensable foto.
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Cámara de cristal, de membrana vuelta cristalino, prolongación del brazo y la cabeza. El modelo es el perfil observado por el iris que se estampa en un grabado, ni dentro ni fuera, una película en movimiento detenida en una lámina bidimensional de base por altura, la representación del propio ojo que se ve lejos de sí, inmóvil. En sí es la contemplación de una apariencia ante el párpado abierto de la hoja en blanco, blanco que se retiene en la retina, pupila hecha a imagen de ella misma. Sólo que el retrato no es él, no es quien el fotógrafo piensa, no es tampoco como lo piensan o lo ven, es y no se sabe cómo o quién.
Se encontraron a las siete de la tarde Francis y su amigo Manu en el local en el que habitualmente solían quedar. Habían acordado realizar un reportaje de la zona industrial en declive de la capital, con el fin de presentarlo a un concurso organizado por la asociación fotográfica a la que pertenecían. Suponían que en poco tiempo demolerían aquellos pocos rastros de la industria siderúrgica y naviera casi desaparecida, y que supuso la seña de identidad de la iniciativa empresarial en los siglos pasados.
Para el final de la tarde, con una luz tan en declive como la propia industria, la mayor parte del material que tenían previsto grabar ya estaba perfilado y se encontraba en las memorias de sus máquinas. Era esa hora que a Francis tanto inspiraba, la que tanto estimaba ilustrar y la que tan increíbles resultados le había dado.
Aunque no estaba en sus intenciones, decidieron completar el trabajo acercándose al final de la franja de la ría, en la que aún permanecía en pie una empresa que llegó a ser la cabecera en la transformación de la metalurgia. Allí, con el ocaso, verdaderamente sus antiguas naves todavía impresionaban. Pese a no quedar casi nada de la maquinaria de entonces, el crepúsculo confería una sensación de recuerdo, de ausencia y de agonía. Los chatarreros y recuperadores de residuos se habían empleado a fondo, pero no pudieron llevarse los soportes de alguna de las grúas exteriores, recortados contra los huecos de los portones de entrada en penumbra, las enormes carcasas de hierro fundido de alguno de los motores y las huellas de las oficinas del piso superior.
Mientras Manu prefirió ocuparse de los alrededores, Francis eligió dejar constancia de los desperdicios, escombros y residuos que aún se almacenaban en el interior. El atardecer acentuaba y alargaba los resaltes del piso, cada vestigio de una torre transportadora, cada impronta de una tolva trituradora o de alimentación. Lo que en la memoria fueran destellos de chispas y brillantes colores de metal fundido se había transformado en grises y negro, entre los que la única presencia humana era la que delataban los dos amigos.
Casi de anochecida, decidió tomar alguna instantánea desde la planta alta donde estuvieron los soportes de los raíles para las grúas móviles. Aun ayudándose de una pequeña linterna, tuvo que poner mucho cuidado de no tropezar ni meter el pie en un socavón, o en el hueco de un peldaño. Realizadas las fotos deseadas, se le ocurrió tomar una más sin flash y con la ayuda del trípode y una larga exposición. Cuando ya enfocaba el punto deseado hacia los huecos de los ventanales en los que ya parecía entretenerse la luna, y situada la cámara en el trípode, un hueco en el piso le hizo trastabillar, apoyándose en un resto de lo que fuera la baranda de protección. En ese preciso momento la cámara, como con voluntad propia, activándose extrañamente el flash, le hizo a él una foto. Tanto le deslumbró que durante unos minutos no pudo ver nada. Ni tan siquiera podía en un principio abrir los ojos. Y así permaneció durante un tiempo que le pareció interminable.
Para cuando pudo centrar la vista todo era negro a su alrededor. Y no era eso lo peor. El deslumbramiento no sólo lo había dejado cegado, ni siquiera acertaba a moverse. Se notaba atenazado, inmovilizado, como si estuviera constreñido a un espacio tan exiguo que no le dejara un solo movimiento. Lo intentó de todas las formas posibles, una y otra vez, pero en vano. Se preguntó si se habría caído y tendría que esperar a que lo localizase su amigo.
No tuvo constancia del tiempo que transcurrió en ese estado, pero debió ser mucho, mucho tiempo y debió dormirse seguramente…
Manu se demoró durante un par de horas tratando de localizar a Francis. Sin embargo, le fue imposible dar con él. Por último, desistió pensando que habría sido él quien se habría aburrido de esperarle. Así que se encaminó al coche. No obstante, en el arranque de las escaleras de subida a la oficina del pabellón topó con la cámara de su amigo, que probablemente habría olvidado o perdido.
Pasaron los días y nadie sabía qué había sido de Francis, tampoco su familia. Dieron aviso a la policía al comprobar en sucesivas ocasiones que no hubiera sufrido un accidente en el sector donde habían hecho las fotografías hacía ya tres días. No había rastro de él en ninguna parte. Pero los inspectores tampoco se tomaron muchas molestias en verificar lo que aducía Manu o los familiares. Con el paso del tiempo empezaron a perder la esperanza de verlo nuevamente. La inquietud y el desasosiego fueron cediendo paso a la incertidumbre, al miedo de lo irrecuperable, a la ira del abandono y a otros tantos sentimientos encontrados.
Cierto día Manu recordó la cámara propiedad de Francis que había encontrado en la nave industrial. La puso en manos del hijo de Francis, advirtiéndole que perteneció a su padre y que la guardase como recuerdo de su apreciado amigo.
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Cámara sutil y oculta, cámara en otra cámara escondida, la pupila del visor desenfocada en la neblina de una celda, vista sin luz ni sombra.
Pasado el tiempo, Javier, el hijo de Francis, se topó con aquel aparato olvidado en un cajón y sintió curiosidad por las fotografías a las que su padre se había dedicado el día de su desaparición. Extrajo la memoria de los archivos contenidos y revisó aquellas instantáneas en el ordenador. Pero a él no le decían nada los rastros de empresas arrasadas. Únicamente le llamó la atención el oscuro retrato de una persona encajonada como entre cuatro paredes, difuminado y en negro sobre blanco, y cuyo perfil le recordaba extrañamente al suyo propio.
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