EL SIMPLE (Relato)

 



       La había encontrado en su bar de siempre, en una esquina de la barra. No sé por qué esa noche la luz del local estaba muy oscura. Quizá para compartir la intimidad y la desolación que parecía minar a la muchacha, sentada y acodada con la cabeza entre los dos brazos. Miraba dios sabe dónde, pero estaba claro que muy lejos…

     -Una rubia preciosa y preocupada – se me ocurrió pensar.

     Algo me impulsó a acercarme.

     - ¿Puedo hacer algo por ti?  - le dije aproximando mi mano a su hombro.

     -Sí, largarte por dónde has venido – lo dijo más con pena y compasión que con ira y desprecio. O eso quise pensar.

     - No te enfades, pero daría mi vida por una pequeña sonrisa tuya – me atreví a insistir, mientras le ofrecía mi vaso de gin tonic.

     La suerte fue que dudó en un primer momento, aceptó la pócima y me creí afortunado por mi elocuencia y mi encanto.

     “Tal vez ha funcionado este filtro amoroso” – se me ocurrió, como un brujo que atrapa a su esclava con un arcano sortilegio.

     Una palabra siguió a la otra y me vi envuelto en su fragancia, en su atracción irresistible.

     Llovía y le ofrecí dar un paseo en que le demostraría mis dotes de bailarín bajo la tormenta.

     -Espérame aquí un momento – me dijo mientras salía a toda prisa por la puerta del local esquivando o empujando a otros clientes.

     Por encima de las cabezas de los allí congregados pude ver a través de la cristalera exterior cómo se reunía con un tipo cabizbajo y gestos tensos y agresivos que fumaba con fruición nerviosa.

     A los pocos minutos volvió ella al interior del bar y acercándose me dijo…

     -De acuerdo, demos una vuelta – me replicó obsequiosa tras coger su bolso negro.

     La siguiente media hora fue un continuo juego de niños. Yo me reía mientras bailaba, salpicaba pisoteando los charcos y remojaba a la chica con la lluvia acumulada en el techo de los coches.

     Ella sonreía y aplaudía animándome, pero su semblante triste parecía desmentir la risa de su preciosa boca.

     -¡Vamos, anímate! ¡Bailemos! – insistí cogiéndola por la cintura.

     Finalmente pareció enardecerse y empezamos a dar vueltas sin sentido, sin orden ni ritmo, como marionetas rotas.

     Como es lógico un ligero mareo nos atrapó en el último giro y nos hizo caer en un ajardinado próximo a mi casa.

     Estábamos empapados y extenuados, respirando ansiosamente.

     -Siento haberte arrastrado al suelo con mi torpeza. Estás completamente calada. Lo siento. Si quieres podemos ir a secarnos a mi piso. Vivo aquí mismo, en el primer piso del nº 5 de esta calle – aventuré con la confianza de que accedería, vete a saber por qué.

     Pareció dudar en un primer momento, aunque al cabo de unos instantes que se me antojaron eternos, balanceó su cabeza de arriba a abajo con determinación y aquiescencia, con su sonrisa en los labios, pero con una frialdad metálica en la mirada.

     -Muy bien – acabó diciendo resuelta.

     Nos levantamos del jardín y recorrimos los cincuenta metros que restaban hasta el inmueble. Completamente excitado y diciendo tópicos e insensateces llegamos a la puerta del portal. No acertaba a abrir. Me dije…

     -Los nervios y la bebida, sin duda – fue lo primero que se me pasó por la cabeza.

     Finalmente conseguí meter la llave en la cerradura y le ofrecí el paso, invitándole con el gesto del brazo. Comencé a sentir cierta compasión por su inocencia, al dejarse seducir tan tiernamente.

     -Ve tú por delante y vas poniéndote cómodo. Tengo que hacer una llamada antes –propuso, interponiendo su mano en señal de que aguardase.

     No podía cree la suerte que había tenido aquella bendita noche. Sin pensarlo ni un momento iba a cruzar el umbral del vestíbulo cuando me vino la cabeza que ni tan siquiera conocía su nombre…

     -Por cierto, me llamo Donato, pero puedes llamarme Afortunado – esbocé la mejor de mis sonrisas.

     -Mi nombre es Olvido – me apuró con un gesto de apremio, bajando al mismo tiempo la cabeza en señal de saludo, disposición y tal vez sumisión-. Deja la puerta entreabierta, subo enseguida.

     Corrí desesperadamente por la escalera. Acerté con la llave de mi casa y fui desvistiéndome por el pasillo, de camino a la ducha. No tardaría ni un minuto en ponerme presentable y ahuyentar el sudor y los olores superfluos.

     Recién aseado y después de ponerme ropa interior de estreno y mi mejor chándal, comprobé que ella aún no había entrado en el piso. No quise ni dar la luz en el cuarto para no romper el encantamiento. Me acerqué hasta la ventana para asegurarme de que ya no estaba en la acera, aunque los reflejos de las gotas de lluvia en el cristal seguían entorpeciéndome la vista.

     El resplandor de un rayo me permitió comprobar que su hermosa figura no se encontraba en la calle. Probablemente estaría subiendo por la escalera. Otros relámpagos se sucedieron.

     Por un momento me puse a pensar en el instrumental quirúrgico guardado en un fardo de cuero al fondo del segundo cajón de mi mesilla y en lo que disfrutaría cortando su fina piel después de ahogarla tras una noche apasionada. Pero una voz suave interrumpió mis reflexiones…

     -Date la vuelta y cierra los ojos- me susurró desde las sombras.

     Un nuevo fulgor enmarcó a mi espalda las gotas de lluvia recogidas en un pelo negro, el brillo metálico de los aretes de sus orejas y de sus labios pintados en aquella fría boca tan sonriente, el destello de unos ojos inyectados en ira, el centelleo de la larga hoja de un puñal que se blandía y se desvivía por hundirse en una espalda cándida, ignorante y necia.

 

 

 

 

 


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