CHAMANES (Relato)

 






       Por fin consiguió Ogo llegar al recinto que consideraba de su exclusiva propiedad. Nadie, excepto su padre, quien lo había llevado allí de joven, conocía, que él supiera, su ubicación en la caverna sagrada.

     Era una cámara estrecha, cerrada y oscura, de unos treinta pasos de largo y diez de ancho a la que cada vez le costaba más llegar. Las tinieblas y la altura no superior a la del propio Ogo, el brujo, hacía imprescindible acceder a su interior con antorchas. Más aún, toda vez que en parte del techo y en los costados se acumulaban los picos de las estalactitas. La cabeza peligraba ante la posibilidad de toparse con una de ellas, aunque la llevara casi siempre cubierta con el cráneo y la piel de un oso, que su clan denominaba grou.

     Este riesgo se sumaba al hecho de estar muy al interior de la cueva, por lo cual se hacía indispensable reptar y escalar algunos tramos a través de pasadizos sinuosos en los que únicamente cabía un cuerpo justo y que sólo él conocía. Además, el hombre que penetrase al interior se acababa quedando frío porque uno de los recovecos por los que había que transitar presentaba cierto nivel de agua y barro. Sin duda se terminaba completamente remojado. Por esa razón necesitaba llevar en su bolsa de piel de cabra el cuero curtido de un caballo con el que calentarse después. Rellenaba ese macuto también con un calabacín lleno de agua, una porción de carne sazonada, un fajo de musgo seco, algo de leña y dos piedras de pedernal con las que hacer saltar las chispas para incendiar esos materiales.

     Eso sí, toda aquella ceremonia requería la operación previa de invocar al dios Gogún, señor de la oscuridad y el ánima, para que le librase de visiones demenciales y espíritus letales. Asimismo, tomaba la precaución de encomendarse a su tótem, el búho, llamado agur, como cuando comenzaba el ritual de las almas y el saber.

     No obstante, en otro costal más pequeño, envueltos en atados de hojas o tripas de animales, portaba agua aceitada y polvo de enredadera, con el que daba a sus dibujos mágicos el color rojizo, además de arcilla blanca y de tizones molidos para el negro. A la cintura, en un cuerno vaciado, transportaba el extracto de una infusión de estramonio mezclado con sangre y grasa, que ingería antes de iniciar la ceremonia de iluminación y comunión con el dios.

     Al cabo de irrumpir en el antro descansó unos minutos, oyendo el goteo que se descolgaba de la bóveda, el eco producido al discurrir una corriente de agua y su propia respiración agitada, presintiendo el silencio. Luego preparó el fuego purificador, los cuencos de barro allí depositados anteriormente con los polvos de colores y el brebaje iniciático.

      Llegado el momento de la consumación, se abandonó al daimon tras tomar unos sorbos del líquido mezclado en la escudilla. Se tendió entonando el sortilegio aprendido casi de niño y esperó hasta que notó los primeros efectos. La vista se le nublaba, la lengua ya no respondía a su entonación. Comenzó a sentir las habituales náuseas y el ritmo profundo y rápido del corazón resonando en las sienes. Surgió como de entre las sombras la silueta de su guía el búho, sus ojos le dirigían.

     Apoyó la mano en una gran estalagmita que destacaba en el arranque del recinto y coloreó de rojo su contorno. Así todo el mundo que quisiera penetrar allí sabría que aquel era su territorio y que estaría proscrito para los espíritus de sus antepasados.

     Toda la liturgia fue laboriosa. Y al cabo del evento estaba cansado, pero lo que había visto durante el rito le daría fuerza para continuar su labor de gurú. Aunque el ver a su animal talismán acosado en las visiones lo dejó meditabundo. Tal circunstancia lo hizo reflexionar sobre su propia situación actual. Le vinieron a la cabeza el sinfín de problemas personales ocurridos desde que el destino interviniera para cruzar los caminos de su hijo y de Cor. Ahora odiaba a aquel maldito muchacho. A partir de ese momento tuvo que someterse a las más duras pruebas de valía y supremacía sobre los demás miembros. Mucho había sufrido su dignidad ante los suyos. Y no podía permitir que se dudase de su capacidad para dirigir ritos como el de la fecundidad o el de las almas errantes. Le pertenecía a él el contacto con los dioses.

     Recordó que todo aquello se produjo como una secuela de su anterior viaje místico y al mismo tiempo que la salida de los cazadores. Él lo tenía arraigado como un presentimiento, como una secuencia de futuro ya vista en su ensoñación. En definitiva, su posición de ahora era el resultado de un cúmulo de azares que arrastraba hacía muchas lunas, el devenir de bastante tiempo atrás, de muchas imágenes que empezaron a venir a su memoria…

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     La cría de lobo de Ina jugueteaba fingiendo peleas con ella en el corrillo de la familia de los vigilantes, mientras se extendía un aire helador por la entrada de la caverna. A su categoría y linaje le correspondía ese primer nivel en las distintas gradas que componían el habitáculo en el que todo el clan pasaba el invierno. Más al interior el ambiente se caldeaba, pero a la estirpe de Auna, del que eran hijos Ina, con cinco años, Raga, de veintitrés, Amcro, el cazador de veintidós, y Cor, el artesano de diecisiete, les pertenecía el primer escalón del pórtico y el cuidado del fuego.

     Cuando todavía vivía Auna las pocas pertenencias familiares se acumulaban en el escalón siguiente, pero desde entonces el número de individuos había crecido y como consecuencia se les había desplazado un poco más abajo. Con el tiempo habían entretejido un parapeto de ramas y pellejos en los costados del umbral, que junto con el fuego les protegía un tanto de las alimañas. Sin embargo, muy pocos de su familia sobrevivían muchas lunas. Los estragos del frío, de las enfermedades y de algunas fieras, las cuales aprovechaban cualquier descuido para atacarles y cobrarse una pieza humana, les habían diezmado inexorablemente.

     Eso era lo que más le preocupaba a Cor, sobre todo por su hermanita, nacida al mismo tiempo de la muerte de su madre. De hecho, él no tenía claro si Auna ya estaba fallecida antes del alumbramiento al que ayudaron sus hermanas y otras mujeres o si el espíritu de la recién nacida había sustituido al de la matriarca.

     Curioso el lobezno dejó de debatirse en brazos de Ina. Algo le debió llamar la atención en las gradas superiores porque echó a correr como alma que se la lleva el diablo, perseguida por los gritos y risas de la niña. En su camino derribaron un secadero de frutos y bayas, un cúmulo de cuencos y utensilios de arcilla, y patearon una lámpara de piedra, provocando que se apagara y haciendo saltar las chispas. Los miembros de los grupos por los que atravesaban no perdieron la oportunidad de descargar las riñas simuladas y las carcajadas. Incluso uno de los miembros de la familia de los exploradores intentó agarrar al animal, pero falló al escurrírsele la pata que había prendido, cayendo sobre la artesa de agua y empapándose. Aquello desató aún mayores risas y nuevas burlas de los demás.

     No obstante, en el momento en que ascendieron al bastión de los cazadores y barrieron el trípode con las lanzas, hachas de sílex y puntas de piedra todo el mundo calló. Se temían lo peor. Especialmente al caer y rebotar alguna de esas armas junto a Amne, cerca del estadio de las mujeres, lugar reservado a éstas cuando ya se encontraban en edad de procrear. Era la zona a la derecha de los jerarcas, al mismo nivel que los cazadores, pero del lado opuesto. Las hembras ocupaban un lugar intermedio entre el enclave más alto, donde se acogían el linaje del jefe Mor, con su sitial de huesos de mamut, además de la genealogía del chamán Ogo, y el más bajo, el común de las castas más humildes.

     Amne conservaba el orgullo de su ascendencia, por ser hija del hechicero Ogo, y la dominaba la soberbia. Por eso al notar cómo la golpeaba el asta de una pica atenazó a Ina por la piel que le cubría el cuello y la zarandeó repetidas veces gritándola. Mientras la sostenía en vilo propinó una patada al pequeño lobo. Cor se resistía a intervenir, pero su cariño no tenía límites. Su hermana era su debilidad y estaba dispuesto a todo. La hija del brujo volvió a depositarla en el suelo y en el instante que iba a golpearla en la cara, dando lugar al enfrentamiento con Cor, el jefe Morc soltó un gruñido indicando que cejara en castigarla y la soltase. Ahora bien, aquel incidente fue algo que jamás olvidaría Amne.

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     Ugu había salido a aliviarse durante la noche, no muy lejos de allí. Bajo la oscuridad plagada de estrellas percibió el sonido inequívoco de la hierba y las ramas desplazadas por algo que se arrastraba. Pensó que probablemente se tratase de la serpiente aboa, una culebra enorme, con patas diminutas y extremadamente peligrosa si le encontraba descuidado. Pero podía ser en cualquier caso otra alimaña más rápida. Así que inició el breve trayecto de regreso.

     Se puso a considerar cómo se parecían algunos animales a las personas. El propio Ogo reptaba y penetraba en agujeros por los que parecía que sólo lo haría un bicho de la especie de aboa. E incluso se comportaba como las propias serpientes atacando de forma rastrera. Así lo había hecho con su madre. Él y su hijo Gobra estaban obligando a Morc a tomar una determinación con respecto a Laga, su progenitora.

     En parte era la ley del clan la que decidía: el individuo que no fuera capaz de ayudar al grupo ni mantenerse a sí mismo sería abandonado a su suerte. Pero no habían esperado ni una luna para advertirle de esa insuficiencia al jefe. Laga se había puesto enferma y no pensaron siquiera en esperar para ver si se recuperaba. Para ellos su avanzada edad era suficiente y no contaba lo mucho que había servido a la comunidad. Él opinaba que si fuera el brujo o su hijo hubieran aguardado un tiempo. Pero ahora su madre estaba en manos del destino, o más bien de la decisión de Morc.

     Se le ocurrió en ese instante enmendar un tanto el sino que la llevaría a ser conducida al páramo en pleno invierno. De forma furtiva zigzagueó disimuladamente hasta el fondo de la gruta donde se almacenaban las provisiones y cortó un buen pedazo de carne. Minutos después estaba rebanando pequeñas porciones y masticándolas en parte para que le fuera más fácil digerirlas a Laga. De esta operación se apercibió Groa, que se desperezó intranquila en ese momento. Desde su posición en la gradería de las mujeres contempló todo el trasiego.

     Los primeros rayos del alba le sorprendieron a Ugu terminando esa labor. Se sentía satisfecho por haber proporcionado alimento a su ascendiente y quizá por conseguirle un poco más de vida o quién sabe si el restablecimiento. No contaba con que Groa, queriendo impresionar y medrar, se lo iba a contar a Amne, y ésta a Gobra y Ogo.

     Ugu fue acusado de perjudicar gravemente a la tribu, ya que la comida resultaba primordial y escaseaba. Y aunque él lo negó, se decretó que los huesos y las piedras de colores con que realizaba Ogo sus conjuros dirían la última palabra. El decreto de éstas, según el hechicero, resolvió que era culpable. En el ceremonial inmediato el brujo hizo un sortilegio de muerte contra él. Aquello era su sentencia definitiva. Todo el mundo lo sabía. En apenas una semana y media Ugu se dejó morir, y, por consiguiente, su madre. Aunque ella había recuperado un tanto su salud acabó feneciendo un día después.

     Los cuerpos de los dos fueron arrojados a la fosa común de la sima en el monte animado. Era uno de los montes sagrados para ellos a medio día de camino. Pero siendo proclamado dictamen de culpabilidad, no se hizo el ritual de consagración a los antepasados, con lo cual sus almas se perderían en la bruma, sin posibilidad de encontrar el pasaje de destino al manantial nutricio de los ancestros.

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     Las provisiones de carne, frutos y semillas se estaban agotando. Así que mientras las mujeres intentaban una última búsqueda y recolección de las pocas bayas, raíces y tubérculos que quedaban al descubierto, se formó una partida de cazadores por parte de los varones. La facción de los exploradores había detectado una manada de bisontes que habían rastreado recientemente.  Pero, vistas las huellas, al parecer los animales se habían ido dispersando, probablemente por haber sido acosados por algún depredador de grandes dimensiones.

     Los batidores que iban a llevar a cabo el acecho habían descendido desde el cantil en que se hallaba su guarida por una ruta pedregosa que martirizaba los pies poco protegidos. Poco después alcanzaban una zona de robles y nogales rematada por una vaguada, al límite de los grandes bosques de sauces y abedules. El trayecto podía resultar peligroso no sólo por los escalones y agujeros ocultos de la quebrada, a causa de una exuberante vegetación de helechos, sino también por los posibles merodeadores que pudiesen emboscarse. Tomaron la precaución imprescindible, con la previa atención y experiencia de los ojeadores. Aun así, todos estaban enterados de que a veces los propios batidores se convertían en piezas de las fieras al acecho.

     No muy lejos de su guarida, a una jornada de distancia, localizaron el rastro en el piso cercano al río, un suelo embarrado entre nieve, hierba y lodo. Inspeccionar ese sitio podía representar un enorme riesgo porque hasta allí acudían muchas alimañas, bien para superar el vado, bien para abrevar o cazar otras presas. Con todo, la suerte parecía sonreírles, por cuanto el reguero de huellas, identificado sin ninguna duda como el de la manada que perseguían, se volvía a reunir en un grupo y se dirigía directamente al desfiladero, tras sortear una subida sinuosa de un roquedal. El pasaje quedaba cortado sobre un acantilado con una caída libre de unos cincuenta metros. Se trataba de una recua grande de ganado. Las posibilidades de hacerse con algún botín de carne aparecían como inmejorables.

     Mientras concertaban un hostigamiento estratégico, fueron enviados los exploradores por delante. El rebaño ramoneaba a sus anchas en los arbustos del estrecho paso sin sentirse amenazados. Acordaron que, del grupo de ocho lanceros, también provistos de hachas, los cuatro escaladores más hábiles rodearían el perfil rocoso y bloquearían su salida por los flancos, en tanto los demás atosigarían a las bestias para que reculasen.

     Así hicieron y todo se desarrollaba según el plan. Las reses, constreñidas contra la sima, se empujaban unas a otras. Las que habían huido en primer lugar reflejaban en sus miradas de espanto la imposibilidad de dar un paso más. Y comenzó la apretura y la fuga. Las prisas se presentían tanto en los elementos más atrevidos como en los más asustados, tendiendo hacia las alas. Pese a que una gran parte lograba de forma dispersa esquivar el asedio, la mayoría retrocedía e imprimía a sus mugidos una desesperación que enloquecía al resto. El pelotón humano logró su propósito. Varias de las bestias atropelladas perdieron pie y se despeñaron.

     Y llegó la desbandada final. El barullo y el polvo impedían ver la escapada con claridad. Pero para cuando se disipó la maraña de polvo, siluetas, mugidos y pezuñas uno de los miembros del clan, Uza, estaba en el suelo pisoteado y sangrante.

    Mediante unas parihuelas preparadas con leños y lianas lo bajaron hasta el cauce seco dando un amplio rodeo, mientras algunos se descolgaron por una trocha de la escarpadura con tramos de caída a plomo. En el enclave donde se desmoronaron los brutos Amcro examinó las heridas del accidentado, observando que tampoco parecían demasiado graves. También estaba instruido por su madre como Cor en la sanación con plantas, aunque no estuviera bien visto. A la cintura siempre llevaba en los lances de caza una bolsita con hierbas. Por ello se quedó cuidando de él, aplicándole un ungüento de ceniza y ortigas, y protegiendo luego la lesión con el pellejo curtido de una musaraña.

     Entretanto el resto de la partida se dedicaba de forma concentrada al despiece de parte de las piezas. Tanto fue así que no se percataron de que no eran los únicos que perseguían una presa. También ellos habían sido seguidos por un dinofelis que buscaba por su cuenta una criatura para su sustento y el de sus crías. Y le encantaban las carnes humanas de las que ya había disfrutado. Para cuando se dieron cuenta el ataque había consumado tales desgarros y traumatismos en la espalda de Gobra que creyeron que estaba ya muerto. Más de la mitad de su cuerpo era una amplia sajadura.

     Gar y Tuc pronto advirtieron lo que pasaba y gritaron para prevenir a los demás. Tomando sus lanzas se las arrojaron con mejor o peor puntería. Sólo una de las dos acertó a herirle ligeramente en el lomo. Pero al menos lo hizo volverse y desatender a su víctima. Con gesto retador rugió enfrentándose a los hombres. Con tal barullo también Amcro, Gor y Azuc repararon en el peligro que se les cernía y cogieron sus armas. Los dos últimos le lanzaron sus jabalinas con muy escaso resultado. Finalmente, los tres asieron las picas y se fueron contra la bestia. Atacado por tres lados repartía rugidos y zarpazos a diestro y siniestro defendiéndose, girando y atacando. Dos certeras punzadas de Amcro y Gor lo acertaron en el pecho y en el lomo, pero con muy parco daño. Un nuevo zarpazo lanzó a Azuc a tres metros de distancia, levemente herido pese a todo.

     El felino avanzó con intención de hacer lo mismo con los otros dos. Entonces se unieron al hostigamiento Gar y Tuc. Distraído el dinofelis con los atacantes que se sumaban, Amcro vio su oportunidad. No en vano su tótem era el dientes de sable. Dirigió certeramente su asta hacia la cabeza del animal, ensartando uno de sus ojos. Resentida y malherida la fiera reculó, dio un gran salto y huyó hacia el bosque con bufidos lastimeros.

     Al comprobar que todavía latía el corazón de Gobra trenzaron a toda prisa una nueva parihuela y comenzaron a arrastrar a los dos lesionados a turnos. El resto transportaría la mayor cantidad de porciones de los animales abatidos, dejando otras partes enterradas en la nieve o colgadas en árboles con la intención de recuperarlas si fuera posible.

     De regreso a su morada, los pusieron en manos del hechicero, que los trató con emplastos y sortilegios hasta caer rendido. Se trataba de su propio hijo y por él en particular ensayó el abanico completo de todo su saber, de todo su poder mágico. Mas al cabo de una semana sintió desfallecer a Gobra en tanto se recuperaba Uza.

     Compadecido Cor pidió permiso a Ogo para ensayar una última cura. Salvada su reticencia, ya que el cariño por su hijo superaba cualquier escrúpulo, el muchacho lo lavó con infusiones de rubia roja y ungüentos de ortiga. Fabricó emplastos de espino blanco y ceniza con los que cubrió las llagas, tapándolas después con telas de araña. Cada día retiraba las cataplasmas aplicadas y ponía otras nuevas. Además, le daba a tomar infusiones de enredadera y musgo, unas gotas de extracto de belladona y ciertas setas.

     Al cabo de cinco días el paciente recuperó un tanto el apetito. En el plazo de una semana y media la recuperación vigorizante parecía un auténtico milagro de los espíritus benefactores. La sensación contradictoria de la gratitud y el resquemor se mezclaron en el sentimiento de Ogo. Sin embargo, lo que nunca pudo perdonar el brujo fue el encumbramiento del muchacho. Y mucho menos el desprestigio que le trajo consigo.

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     Para Cor aquella fue una época de descubrimientos. No sólo porque ya se le permitía acceder al contacto con las hembras sin permiso de la familia de procedencia o del jefe. También lo fue el perfeccionamiento en las labores de talla y las de pintura que confeccionaba en cortezas secas.

     Pero sobremanera resultó una revelación el encuentro con los espíritus y los tótems. Como cada solsticio de invierno, tras la celebración del regreso del sol, Ogo se desmarcaba de la algarabía de sus compañeros en la fiesta. Mientras todos se divertían comiendo, bebiendo o danzando, desparecía sin ser advertida su falta y se dirigía a la cámara secreta en la caverna sagrada.

     Cor conocía por su madre esta costumbre. Durante unos años, antes de su fallecimiento, le había aleccionado además sobre las propiedades de las plantas medicinales y sacras, que tan bien dominaba. Y le había enseñado también cómo orientarse en el día y en la noche, por las estrellas, y qué peligros y bondades ocasionaban los animales. En una de sus excursiones le había conducido hasta la quebrada de las madrigueras, el lecho seco de un río a dos lunas de la sede del grupo. En ese ámbito, gracias a ella, pese a que lo tenía prohibido, comenzó a trazar signos y a pintar luego en las pieles y en la envoltura de los árboles.

     Y también le había relatado que en ese viaje reservado para los hechiceros al que se encaminaba Ogo seguramente se producía el encuentro con los espíritus protectores del clan y con los demonios. Los últimos eran entes que provocaban las enfermedades, la muerte y los males en general. Les realizaba ofrendas con el fin de que les fueran propicios tanto a él como a la colectividad y le conservaran sano y en la cúspide de la comunidad.

     Todo eso lo sabía ya Cor. Y no cabía la menor duda de que el brujo se encaminaba allí, por la estación en que se producía y por el fardo de enseres portados por él. Asimismo, fue Auna la que le instruyó sobre algunos de los elementos que probablemente llevaría. Aparte de las piedras de pedernal y las pinturas rituales ya conocidas por él, casi de fijo que portase la planta o la infusión de la datura, que tanto había llamado la atención de su madre. De hecho, le había prevenido sobre sus efectos y le había hecho jurar que bajo ningún concepto la usaría, salvo si indefectiblemente debía ponerse en comunicación con sus antepasados.

     Le podía la curiosidad. Al fenecer Auna y llegar aquella época decidió adelantarse a la peregrinación de Ogo y esperar escondido en las proximidades. Ya le había indicado su madre su localización. La intriga acerca del rito que se desarrollaba en su interior era superior a su prevención frente a una hipotética perdición de su alma.

     Con su propia provisión en el zurrón, comida, ropa y piedras de fuego, se adelantó al periplo del hechicero. Se agazapó tras unos matorrales cercanos al linde de la espesura para pasar desapercibido y esperó. Recién entrada la noche percibió el resplandor de una antorcha y una silueta trémula a su luz que se aproximaba. Aguardó unos minutos a que Ogo se aventurase a entrar en la gruta y él le siguió detrás. No se atrevió a encender su propia luminaria para no ser notado y no despertar sospechas. La boca no era muy amplia y se encontraba medio protegida con enredaderas y matas. Sin embargo, la primera antesala era muy ancha y lo bastante alta como para permanecer de pie. Le costó habituarse a la falta de claridad, pero por fin percibió tras unos recovecos la luminiscencia de la tea del brujo.

     Consiguió Ogo llegar al recinto que consideraba de su exclusiva propiedad. Nadie, excepto su padre, que lo había llevado allí de joven conocía, que él supiera, su ubicación en la caverna sagrada…

 

     Era una cámara estrecha, cerrada y oscura, de unos treinta pasos de largo y diez de ancho a la que cada vez le costaba más llegar. Las tinieblas y la altura no superior a la del propio Ogo hacía imprescindible acceder a su interior con antorchas. Más aún toda vez que en parte del techo y en los costados se acumulaban los picos de las estalactitas. La cabeza peligraba ante la posibilidad de toparse con una de ellas, aunque la llevara casi siempre cubierta con el cráneo y la piel de un oso, que su clan denominaba grou.

     Tras sentarse el brujo apagó la llama de su tea. Cor se quedó quieto, creyéndose descubierto. Pero transcurrido un breve lapso de descanso, el chamán encendió una pequeña fogata e impuso luego su mano derecha en la huella marcada sobre la estalagmita del umbral.

     Ya más seguro, el joven se situó en el tramo de un estrechísimo corredor desde donde podía contemplar todo lo que hacía el hechicero por una abertura con forma de aspillera. Enseguida oyó cómo éste empezaba a clamar. Del saco que portaba Ogo sacó una calabaza y tomó un sorbo del brebaje allí contenido. No habían transcurrido más que unos minutos en los que repetía “¡Oh, Gogún, ven a mí!” cuando comenzó a convulsionar y bracear como si pelease contra algo invisible. Al cabo de este intervalo se quedó inerte unos segundos y luego inició sus declamaciones.

     -Te ruego por nuestro pueblo, para que lo acojas bajo tu manto protector. Te seremos fieles. Tu fidelidad sea con nosotros.

     De seguido se postró y comenzó a entonar una salmodia bajo un ritmo lánguido, con tramos en los que elevaba el tono hasta una imprecación. Era una melodía insistente que a cada paso reproducía las mismas frases…

     - ¡Oh, Gogún, guía nuestros pasos al vergel del más allá! Dame el bastón de tu poder, concédeme el don de hablar con las almas y envía a tus hijos la salvación del daimon protector.

     Luego con un murmullo suave canturreó por medio de voces y términos desconocidos para Cor, aunque le recordaban algo aprendido en la niñez y penetraban poderosamente en su cabeza como un eco antiguo.

     Una vez terminado el ritual, se tomó unos minutos de descanso e ingirió un bocado de algo que llevaba en su macuto. Consideró concluida la ceremonia, así que apagó la llama y se retrepó para seguidamente con un giro encaminarse a la salida.

     Cor esperó a que se ausentase e inmediatamente después encendió su antorcha. Penetró en la estancia dejada por Ogo. Allí vio la mano contorneada en la columna y también las pinturas estilizadas de uros, bisontes y caballos que convocaban a la caza. En el lado opuesto las siluetas eran semejantes a hombres, simplificados en los trazos mínimos, que danzaban y oraban.

     Por fin se decidió a abandonar el antro. Sin darse cuenta al recoger las piedras de luz se le cayó descuidadamente una talla que él llevaba. Era la figura de una mujer rubicunda de grandísimos senos y con dos puntos de arcilla roja a modo de ojos. Aquello que pretendía algún día aportar como ofrenda en el culto a la diosa madre y como recuerdo de Auna quedó en la gruta cual testigo de un intruso desenmascarado.

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     Ocurrió el suceso nefasto unas lunas antes del solsticio de verano y de la ceremonia de la fecundidad, en la que se reunían con otros clanes y los jóvenes conocían a gente del sexo opuesto. Sus encuentros sexuales eran bendecidos por Gogún, según se decía, y, aunque lo desconocían, relegaban la endogamia de familias ya emparentadas.

     Cor se había convertido en un artesano de renombre en los pueblos de los alrededores. La tribu hacía tiempo que había bajado de su sede invernal al campamento de verano en los límites del bosque, enclave protegido por un promontorio y defendido por medio de empalizadas. Ogo estaba siendo un tanto relegado en su primacía, si bien seguía teniendo la confianza de sus convivientes en todo lo relacionado con los espíritus. Sin embargo, tanto Amcro como su hermano se habían señalado definitivamente como sanadores. Incluso algunos enfermos venían de otros poblados para tratarse con sus remedios.

     El artesano se hallaba realizando una fina talla de un caballo tras dejar secando una composición pictórica sobre una corteza seca. En ella se representaba un grupo de individuos bailando alrededor del fuego, rodeados a su vez por bestias que no parecían guardar intenciones de atacarlos. De hecho, semejaban un acompañamiento en el que se diría que también ejecutaban una danza.

     En ese momento Gobra se acercó a la cabaña de las mujeres y tomó a Raga por la piel del talle. Se había encaprichado de ella y la deseaba ardientemente. Ella intentó resistirse haciendo esfuerzos por soltarse y huir. Desde que tuviera el incidente de cacería el cuerpo del hijo de Ogo quedó contrahecho y muy mermado de facultades. Pero según la ley del clan un hombre, por muy repulsivo que fuera, tenía derecho a cubrir a las hembras que solicitase, salvo a las descendientes del jefe y del brujo, para lo cual necesitaban su consentimiento.

     Los gritos de la hermana de Cor y la fuerza con que se debatía por escapar amenazaban con producir efectos catastróficos e inesperados. Tras propinarle un codazo en el estómago, Raga consiguió zafarse y salir disparada hacia la espesura. No contaba con que Amne se interpusiera y la sujetara impidiéndole la fuga. Gobra, ciego de ira, llegó a su altura y comenzó a agarrarla por el cuello, apretándoselo, y a golpearla de manera brutal. Sirviéndose del aturdimiento de ésta siguió abofeteándola y dio principio a la consumación de la violación.      

     Cor, no muy lejos, no pudo más y acabó interviniendo en la disputa. Gritó en vano a Gobra, advirtiéndole de que podía asfixiar a su hermana. Pero él, con el gesto despreciativo del que desoye cualquier amonestación por el orgullo de ser hijo del chamán, insistió en su acometida.

     Finalmente, de camino hacia ellos tomó un madero de una pira llameante delante de una choza y descargó un fuerte porrazo en la testa de Gobra, haciendo saltar pavesas del tronco. Él se desplomó inconsciente entre los alaridos de Amne. Entretanto Raga era abrazada y consolada por Amcro.

     Un día después se reunió el consejo de ancianos requerido por Ogo y presidido por el jefe Morc. Se expuso el litigio por parte de Gobra y Amcro, ya que al encausado no le pertenecía decir palabra alguna. Tras las primeras deliberaciones el hechicero solicitó la pena capital para el artesano, considerando la estirpe de la persona a la que había agredido. Expuso su determinación de que fuera arrojado a la sima de las almas sin ningún ritual previo.

     Al jefe le costó tomar una decisión, tal vez un tanto conmovido, por cuanto en cierta época se sintió atraído por Auna, aunque acabó emparentando con Lía, su actual pareja. Pero al cabo de nuevas ponderaciones y tanteos se impuso el criterio de Morc, al contrastar que también la violencia usada por Gobra era digna de reproche y debía ser interrumpida la disputa de alguna manera eficaz, bien que quizás no tan brutal. La cabeza de Gobra tardó una semana en curar. Por fin resolvió el jefe que Cor debería ser conducido al páramo, desterrado, por un período no inferior a dos solsticios.

     Para cuando Amcro fue a comunicarle la decisión del consejo, Cor había desparecido de allí. Nadie logró encontrarle ni cerca ni lejos. En el interior de su borda dejó unos cuantos dibujos y un conjunto de delicadas esculturas en piedra y madera. En su macuto se había preocupado de meter algunas pieles, el pedernal, varias plantas y pinturas y algunas puntas de lanza. Para su defensa sólo portaba una lanza y un hacha. Aunque primero tendría que aprender a utilizarlas de forma autodidacta.   

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     En el clan a Ogo se le veía muy envejecido, si bien seguía siendo un enemigo temible. No obstante, por entonces había llegado al poblado Abro, hijo del aclamado Cabur, al que todavía algunos le recordaban como el “Augur” por sus conocimientos en materia espiritual y por su ascendiente sobre los pobladores de la zona. Abro consiguió heredar gran parte de la sabiduría de su antepasado y, tras vincularse con Raga por el rito de emparejamiento, se incluyó en el linaje de Auna. Comenzó además su andadura como ayudante de Ogo en las ceremonias más complejas y poco a poco fue asumiendo gran parte de las labores de éste.

     Por otro lado, Morc advirtió que para el próximo solsticio Cor quedaría liberado de su castigo y, en consecuencia, podría regresar al lugar ocupado por la familia de los vigilantes, si todavía seguía con vida.

     El artesano por su parte había sobrevivido en soledad habitando la quebrada de las madrigueras que le enseñara su madre. Aprendió a hacer trampas con lazos hechos de lianas, a recolectar semillas, frutos y huevos de los pájaros del cantil. También logró cultivar alguna planta e idear una manera de pescar que no fuera con arpón, diseñando unos anzuelos de hueso. Además, exploraba los bosques y las praderas que circundaban su morada. De hecho, en ocasiones pudo observar a la distancia las batidas de caza de Amcro y los demás.

     Así mismo, estuvo tentado de mostrarse a alguno de los exploradores en los que confiaba y enseñarles el descubrimiento del arco y las flechas. Lo había concebido al preparar un cepo de lianas en forma de red. Unido éste a una vara doblada, se soltaba con fuerza al liberarlo el animal tras mover la cuña en que se fijaba tanto el resorte de pértiga como el cebo. Incluso llevó a cabo el perfeccionamiento de las puntas de lanza, a las que añadió un corte de sierra que impedía librarse del asta a la presa y que, por demás, tenía mayor poder letal.

     Siguiendo los consejos e instrucciones de otros brujos con los que entabló cierta amistad, se hizo experto en determinados conjuros y rituales. Incluso depuró su actividad de talla y pintura con innovaciones en las mezclas de tintes y en la propia reproducción artesanal, en el trazo y en la ilustración. Aquello era de lo que estaba más orgulloso. Únicamente a base de esa actividad febril consiguió mantenerse vivo y olvidar la desgracia de tener que desprenderse de su tronco familiar.

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     La tarde en que se cumplía el segundo solsticio desde que abandonara a sus congéneres Cor ya tenía previsto volver a espiar las maniobras y el ministerio de Ogo. De nuevo le tomó la delantera, dispuesto a no perderse una sola de las palabras y ensalmos. Le entusiasmaban todo tipo de suertes adivinatorias, embrujos o encantamientos. Y estaba decidido a aprender costara lo que costase.

     Sin embargo, también se había acrecentado su capacidad de intuición y la inspiración que eran parte de su esencia mística. Por esa especial percepción no le resultó muy difícil notar que una presencia merodeaba por el lugar. Un oso ramoneaba en las matas bajas de las inmediaciones de la cueva sacra rumiando pequeños frutos. Comprendía que podía representar un escollo. Más aun, si decidía ocupar la gruta como su refugio. Así que trepó a la copa de un nogal en el linde de la ladera coronada por la abertura de la oquedad cavernaria.  Desde allí efectuó varios disparos con su arco. Las dos primeras flechas se perdieron con un chasquido en las cercanías del animal, pero una tercera se incrustó en una de sus patas traseras. Más que lastimarle, le produjo una molestia persistente. Un cuarto lanzamiento le llegó a zaherir bastante, aun sin hacerle excesivo daño. Movido por la ira, olisqueó sin poder localizar la procedencia del olor que le empezó a importunar cuando notó las punzadas. Enrabietado y frustrado, se alzó sobre sus patas traseras gruñendo, pero un último flechazo en la tripa pareció aconsejarle renunciar a la búsqueda y con una corta carrera desapareció.

     Apenas pasados quince minutos, apareció el hechicero. Aunque andaba renqueando, inició la entrada enseguida. El ocaso del sol debía empujarle a no demorar sus actividades. Lo mismo que la vez anterior el joven penetró poco después. No quería ir a remolque en el ritual, sino adquirir el estado de trance al mismo tiempo que Ogo. Por ello se situó cuanto antes en la galería anexa con su brecha en forma de ojo, desde donde podía contemplar el proceso. Prácticamente al tiempo ambos comenzaron a sufrir los rigores de la ponzoña del brebaje. Las convulsiones les delataban, si bien Cor pretendía controlarlas por miedo a ser descubierto. Algo pareció llamar la atención del anciano, ya que de entre la penumbra tomó una imagen de mujer de piedra tallada en formas redondeadas. Era la figura que la vez anterior perdiera el artesano en aquella concavidad. La estancia consagrada había sido violentada.

     Transportados por la poción, ingresaron en las brumas que envolvían a las apariciones y las quimeras. Cor escuchó los primeros ensalmos e imprecaciones reiteradas del viejo brujo. De seguido, al amparo del águila, su tótem, el hijo de Auna notó la presencia de su antagonista, el búho. Y también debió ser notada su sombra de ensueño porque, aun con los ojos en blanco, el chamán dirigió su vista hacia él. Para entonces los conjuros, invocaciones y maldiciones se inclinaban y dirigían contra el joven.

     Comenzaron los dos un vuelo simbólico notando la brisa en las plumas, montados en sus protectoras aves talismán respectivas. En la umbría de la arboleda la rapaz nocturna atacó sigilosamente al águila. No en vano se amparaba en un vuelo sin ruido, apenas era una incómoda brisa. Varias fueron las acometidas sin respuesta ante el invisible embate. Cor sintió cómo se le desgarraba el hombro.

     No obstante, el aguilucho todavía tenía fuerzas para realizar un ascenso poderoso hacia las puntas de los árboles, mientras empezaba a percibir el adormecimiento del ala izquierda. Salió a la luz declinante del crepúsculo y, una vez alcanzada la mayor altura, se volvió con una acrobacia de vuelo para bajar en picado. En ese instante surgía el búho de la protección del bosque, que, sin esperarlo, no tuvo tiempo de evitar la embestida. Se hundieron las uñas de las garras en el cuello y cabeza del ave nocturna, haciendo saltar un manojo de plumas de esa zona y causándole una enorme brecha.

     Malherido, el búho regresó al refugio de la espesura.

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     Ogo se tendió en el piso de la caverna. Con dificultad pudo recuperar el aliento y salir del antro muy lastimado. Durante la mañana siguiente todavía continuaba el trayecto hasta el asentamiento cavernario. La última hora de camino fue una verdadera tortura. Allí lo recibieron alarmados y trataron de curarlo lo mejor que pudieron. Pero esa misma noche sufrió un pasmo y su corazón dejó de latir.

     No había transcurrido más que un día cuando se presentó Cor con el brazo prácticamente inútil. No sabía de cierto si ya se le había perdonado. Así y todo, no podía permanecer en la incertidumbre. Sabiendo, no obstante, a lo que se exponía, apareció delante de sus conocidos. Éstos le recibieron con los brazos abiertos. Los abrazos de su familia le reconfortaron y pronto comenzaron a curarlo al descubrir sus heridas. También le comentaron que habían sabido de sus conquistas en las artes y en la confección de armas por un pueblo vecino. Con regocijo y entusiasmo le dijeron Raga e Ina que ya se había cumplido la pena. El propio Morc, avejentado, lo corroboró con satisfacción.

     En tanto le sanaba, Amcro le animó a reintegrarse en el grupo, pero el joven artesano le respondió que debía marchar. Había aprendido a progresar sirviéndose de su soledad. El hecho de estar sólo lo marcó y le hizo desarrollarse.

     Asimismo, le contó en voz baja, buscando su complicidad, que él todavía tenía que hacerse perdonar por los dioses ciertos actos violentos. Su hermano esbozó un gesto de incomprensión y sorpresa. Sin embargo, Cor alegó que en una nueva visita le pondría al tanto de todo lo ocurrido con el viejo chamán. Y, por otro lado, le informó que había conocido a una mujer, Caira, de un pueblo asentado en una zona limítrofe, con la que estaba decidido a emparentar. Un guiño fraternal confirmó a Amcro sus intenciones. Y así se lo dijo inmediatamente después…

     Nunca olvidaría a su familia, pero Cor pretendía formar su propio clan.

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     En otras muchas ocasiones Cor penetró en la cueva sagrada y realizó las prácticas y rituales ejecutadas por el viejo chamán. Sin embargo, en la última de estas oportunidades percibió en trance lo que parecía ser un torbellino donde se debatían objetos y siluetas desconocidas, como las imágenes entrevistas en un remolino en el agua. Entre tales figuraciones creyó ver una inmensa tienda de colores y luces parpadeantes, en cuyo interior se movían unos seres un tanto extraños junto con animales que, en parte, recordaban a los conocidos por él. Armado de valor, penetró en aquella vorágine.

     Nunca pudo imaginar que acabaría su vida recluido entre los barrotes de una celda de circo al lado de otras fieras, expuesto como una atracción de feria, como un monstruo ancestral peligroso, sin poder despertar de esa inmersión para volver a su origen.  


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