EDICIONES EL INNOMBRABLE (Relato)
Tengo un problema difícil de explicar.
¡Ah, perdón, debo comenzar por el principio! Mi nombre es Facundo Tácito. Tengo cincuenta y dos años y no soy ni feo ni guapo, del montón, en suma. Fui un lector compulsivo durante mi época de estudiante de Románicas. Pero cuando la fortuna quiso que me propusieran trabajar en Ediciones El Innombrable, una editorial marginal, aunque especializada en autores noveles, ni lo pensé un instante. ¡Albricias! No podía creer cómo la suerte me podía favorecer tanto. Y encima mi labor cosechaba las mayores alabanzas.
Sin embargo, al ser nombrado director todo cambió… a peor. Mi responsabilidad me llevaba a leer cuanto caía en mis manos sin delegar en nadie. Al mismo tiempo determiné ponerme yo mismo a escribir y no cabía dar marcha atrás. En un principio mi mujer fue mi apoyo, digo más fue mi sustento, mi impulso vital. Pero no tenía tiempo para nada. Tantas horas en la empresa… Para el momento en que me enteré que me engañaba sentimentalmente con otro ya era tarde. Me hice el despistado. No me quería enterar en realidad. Y sin embargo la ligadura en lo más profundo de nuestros seres se había roto. La lectura era al principio la esencia de nuestro amor físico y metafísico, el palacio del gozo en el hogar. Y aquello que provocaba la inicial atracción intelectual y desencadenaba la seducción, las caricias y el disfrute sexual estaba destruido. Dejé de fiarme de ella.
Con todo, esto sólo es el inicio de la cuestión y la contrariedad. Ya digo que cuesta comprenderlo, por lo que ensayaré una fórmula de parábola, como lo hizo Jesucristo con sus discípulos y con la gente que se reunía para escuchar sus mensajes profundos. Su pretensión era hacerse entender o ser comprendido, lo cual no es lo mismo. Si bien, a mi manera de ver, en realidad pretendía explicar sus intuiciones y darles un contenido que lo hiciera palmario, casi palpable, para sí mismo. Como el matemático que resuelve una ecuación plasmándola en una pizarra y, al poder observar físicamente el dilema, diera con la solución y exclamase “Eureka”.
Algunos dirán que la única intención del Mesías era ejemplificar un mundo de engaño en el que cada personaje representaba una conciencia y una clase social inamovible. Dirán que su discurso da a entender que aquel sistema y aquella situación de ricos y pobres, de clases explotadas y explotadoras, no tenía vuelta de hoja, salvo en el otro mundo. Y que, por tanto, la pretendida igualación de seres y cuerpos sólo era una cuestión de fe en el más allá. Y ¿qué del más acá?, que decía alguno. Es decir, sus parábolas no serían más que cuentos para bobos en boca de una suerte de mago que te mantenía fascinado, extasiado, mientras te tomaba el pelo o su ayudante te robaba la cartera.
Pero yo prefiero pensar que pasó largas noches debatiendo la mejor forma de hacer comprender a sus incultos coetáneos una ficción que era parte del alma, del verdadero espíritu. Que esos relatos no tenían la intención de hacernos mansos y resignados, aceptando la realidad social, sino proporcionarnos la entereza de la esperanza y la ilusión de una compensación a la bondad, natural o aprendida, y a la belleza.
Pero dejemos estas diatribas y centrémonos en el problema. Pongamos que el protagonista de mi historia era un contador de cuentos tanto para niños como para mayores. Y que cierto día perdió la inspiración y la fe en sí mismo. Pasaba interminables horas reflexionando y buscando argumentos que transmitir a sus lectores. No es que tuviera muchos, si bien temía defraudarlos. El alba acababa por juntarse con el crepúsculo en plena búsqueda de asuntos y motivos que les interesasen.
También comenzó a cuestionarse el tipo de personas que serían aquellos que esperaban sus relatos. Para asimilarlos los tradujo a personajes de ficción. Ahora bien, ¿dónde situarlos? ¿Pertenecerían a una élite cultural o al vulgo más inculto? ¿Serían gente interesada en desentrañar contenidos y conductas o tan sólo desearían pasar un momento de lectura entretenida? ¿Serían condescendientes o críticos feroces, como implacables sabuesos en persecución del desacierto o del plagio?
Tanto le azoraba esto que no conseguía pegar ojo y cayó enfermo. Necesitaba un asunto sólido, o una solución a un tema insólito y plausible, inteligente y concienzudo. Pero no se le ocurría nada. No comía y apenas se mantenía a base de zumos. Lo que en otro tiempo fuera frenesí ante la avalancha de ideas ahora era un conjunto vacío. Cada nuevo proyecto, cada trama, parecía absurda, sin base, sin sustancia. Los relatos recordaban penosamente a algún texto que había leído hace tiempo o recientemente. Y todo quedaba reducido a una nadería estúpida que debía ser rechazada sin miramientos.
Así a la inquietud de la carencia de ideas se le sumó el insomnio. Su médico le dijo que debería cuidarse y procurar descansar todo lo posible. Incluso le propuso darle la baja temporal en la oficina donde trabajaba. Pero ni las pastillas ni las sesiones de terapia producían el efecto deseado. De hecho, el empeoramiento paulatino se hizo aún más patente.
Rogaba por las noches que el duende le dejara transido con una novedosa ficción irrevocable, una fantasía maravillosa o un verso seductor. Pero no acertaba con la poesía que debía deslumbrar a todo el verso anterior, aquella que hiciera parecer prosa todo lo demás. Rebuscaba entre sus autores preferidos, entre los libros más ocultos de las librerías y bibliotecas. Mas lo que de pronto llegaba a su magín como una quimera deslumbrante acababa por revelarse como una secuela de otra lectura. Aquello parecía una maquinación contra su inspiración.
Ya habrán adivinado que el protagonista de la historia se me asemeja demasiado como para negar que es un trasunto de mi propio ego. Pero ensayaba una forma de comunicarlo.
Y volviendo a mi circunstancia familiar, lo cierto es que nunca me tuve por un celoso impenitente, pero tantas horas en vela daban para muchas elucubraciones. Tratando de encontrar un motivo para que se hubieran enfriado las relaciones con Ángela, a la que en otros tiempos de enamoramiento llamaba Mi Ángel, di por sentado que tenía un amante.
Más por intriga que por orgullo se me ocurrió idear un plan que delatase al amador. Consulté con Alfonso, un intelectual y escritor frustrado, que por natural empatía acabó siendo mi mejor amigo. Desempeñaba éste una labor innegable en la editora que yo dirigía, llevando todo el proceso de edición en el tipo de libro electrónico y en la página web de la empresa.
Siendo él un informático experto en las redes sociales me propuso penetrar en su ordenador y extraer información de sus contactos, y, por ende, del saqueador de mi intimidad. Acabé denominándolo “El tercero” (tercero en discordia por eufemismo). No obstante, la dificultad que entrañaba era grande por estar dicho ordenador portátil protegido con desconocidas contraseñas.
La fortuna quiso que la pareja estable de Alfonso, Magdalena, una chica preciosa, siempre bien vestida y siempre con su foulard rosa, fuera íntima a su vez de Alicia. Ésta última, por esos entresijos de la vida (que como todo el mundo sabe es un pañuelo) estaba relacionada con mi mujer al pertenecer a la misma cuadrilla. Habitualmente se comunicaban por mensajes de internet, por lo que la conexión posible estaba establecida. Además de tarde en tarde yo había coincidido con Magdalena en alguna cena de empresa.
La trama se sustentaba en el hecho de que Alfonso era mi más preciado colaborador en el trabajo y además me debía una. Éste debía conseguir transmitir un virus mediante el envío de un archivo aparentemente nada sospechoso y dentro de una comunicación anodina, pero de interés para mi mujer. Magdalena lo redirigiría a mi esposa a través de Alicia. Este germen informático, siendo potencialmente inofensivo (ésta era la excusa para que no hubiera resistencia en los intermediarios), permitiría el acceso de Alfonso a las contraseñas de mi mujer.
Todo parecía bien enfocado, salvo el hecho de que de ser un desconocido marido engañado me acabaría convirtiendo en un cornudo público. Aunque quisiéramos aparecer la causa como una broma o una decorosa intención de conocer si mi cónyuge me engañaba en las finanzas familiares, cualquiera de los implicados lo tradujo como engaño sentimental. Todo fuera por responder a mi curiosidad y distraer las noches ociosas.
Procesos febriles, malestar general, deterioro físico y mental, debilidad extrema... Los especialistas médicos me aconsejaron someterme a determinadas pruebas. El objetivo era hacer los exámenes necesarios para diagnosticar si pudiera tratarse o derivar en un trastorno atávico denominado insomnio familiar fatal, y que daría con mis huesos en el cementerio.
Al cabo de un mes, transmitido el troyano, no se apreciaban los consiguientes resultados. Le insistí a mi amigo para que perseverara en la investigación, camuflándolo como producto de un hombre casado, engañado y estafado. Y aun ejerciendo cierta presión de jefe a subordinado, que trastornó un tanto nuestra amistad, nada reseñable se pudo deducir. Todo eran excusas y obstáculos. Apelé a su sensibilidad, solicitando una mayor implicación y profundidad en la indagación. Y tampoco así hubo desenlace prometedor alguno. Hasta el punto que comencé a recelar, pensando que el propio Alfonso podría ser el autor de la seducción y adulterio.
Y seguían mis madrugadas sin sueño, la tos, el agotamiento. Y cada vez me sentía más enfermo.
Cierto día, sin embargo, al volver del trabajo más temprano que de costumbre encontré la cama matrimonial revuelta. No me extrañé por cuanto Ángela pasaba una temporada delicada con continuas migrañas. Cuando ya salía del cuarto, no obstante, me dio por recoger del suelo uno de sus vestidos, que al parecer se había resbalado del lecho. Al levantarlo vi parcialmente cubierto por el edredón la punta de un objeto de color rosa. Tirando de él, observé que pertenecía a un foulard de esa tonalidad.
¡No podía creerlo! ¡Ahí estaba la prueba! Era la prenda de la que nunca se desprendía Magdalena. Por eso no hubo conclusiones en el sondeo. Los dos amigos habíamos sido burlados por la misma relación afectiva. Por fin la casualidad declaraba quién era el amante. Y por fin encontraba algo más, un argumento para un relato veraz y con tintes de melodrama. Nada más atractivo tanto para un lector con intereses morbosos como para aquel otro cuya propensión fuera más intelectual, por dar lugar a posibles reflexiones profundas sobre el amor. Ese relato contendría la paradoja implícita de la sospecha, que determina excluido de culpa al que la tiene por un motivo real. Y llevaría aparejada la búsqueda del arquetipo del celoso engañado, protagonista de dramas y óperas, pero con la novedad del amor homosexual.
A la postre mi propia vida se transformaría en un trasunto del personaje de mi prosa. Y con un final insospechado. ¡Eureka! ¡Eureka! Pero ¿qué me ocurre ahora que he dado con el quid del contenido narrativo, con una nueva clave para mi existencia? ¿Por qué se me acelera tanto el pulso? ¡No, ahora no puede fallarme el corazón!... ¡Eureka! ¡Pero no! ¡Ah, no! ¡Ah! ¡Aaaaaah! Caigo al suelo sin poder llegar siquiera al teléfono.
Comentarios
Publicar un comentario