INTERIORES DE LA CALLE (Relato)


 

 

    

       -Perdona, ¿te ocurre algo?

     El muchacho se desperezó en el banco del paseo sobresaltado. Al borde del muelle, en el agua de la ría se reflejaban las luces del alumbrado público al tiempo de encenderse la tarde. El adormilado joven vio que se trataba de un policía el que le preguntaba.

     - ¿Cómo? Perdone, pero no le he entendido.

     Se le notaba en el acento que era un extranjero de menos de veinte años. Pero Héctor, el policía, no supo identificar su procedencia.

     -Preguntaba si tienes algún problema. Dormir aquí a la intemperie con esta humedad…puede acarrearte un resfriado como poco.

     -Oh, no se preocupe, tengo un saco de dormir.

     Con incertidumbre se dio media vuelta el policía. Sin embargo, inmediatamente se arrepintió girándose. Volvió a interrogarle…

     - ¿Puedo hacer algo por ti? No sé si sabes que el ayuntamiento facilita albergue a los transeúntes. ¿No será mejor dormir en caliente?

     Se fijó Héctor en ese momento en el brick de vino que acompañaba al joven a los pies del banco. Supuso que aquel era el aporte de calor que utilizaba el chico.

     - ¿El albergue, dice?

     - Sí, podrías solicitar que te acogieran en un local para transeúntes del municipio.

     - Oh, ya. Me han alojado cinco días, pero dicen que no pueden tenerme por más tiempo si los servicios de asistencia social no aprecian un motivo de urgencia.

     - Ah, ya. Y ¿has cenado al menos?

     - Tengo una tarjeta para otra semana en los comedores sociales. Luego iré, ya que dan hasta las nueve de la noche.

     - Por cierto, me llamo Héctor, y perdona la curiosidad… ¿eres extranjero, no?

     - Sí, claro. Ya sé que se me nota mucho. Vengo de Dinamarca y mi nombre es Jorgen.

     - ¿Quieres tomar un café?   

      - No me vendría mal. La verdad es que hace una tarde lluviosa y fría…, de perros como dicen ustedes.

     - Y si no es indiscreción, ¿cómo es que siendo tan joven te encuentras en esta situación?

     El chico dudó en contestar. Recogió el brick, su saco de dormir y su macuto. Le acompañó hasta el bar más próximo. Una vez en su interior, se estiró para entonar sus músculos y echó el vaho cálido en las palmas enguantadas de sus manos. Pidieron unos cafés.

     -La vida es dura en la calle, supongo.

     - Oh, sí. Aunque hay cosas más duras como encontrarte solo.

     - ¿No tienes ningún pariente o conocido en la ciudad al que puedas recurrir?

     - No tengo familia aquí. ¡Qué digo! Ni siquiera sé si la tengo en mi país.

     - ¡Joder! ¿Cómo es eso? ¿No puedes recurrir a la embajada para que seas repatriado o te pongan en contacto con algún allegado?

     - ¿Cómo? Lo siento, no le he entendido.

     - Ah, disculpa. ¿Tu embajada no te puede ayudar a volver a Dinamarca o llamar a alguien de tu familia?

     - Sí, sí, ya lo hicieron. Pero creo que ya no quieren saber nada de mí. Es un poco largo de contar, aunque si tiene tiempo… aquí se está bien.

     - Dispongo de un rato. Pero trátame de tú, por favor.

     -Pues vera… le diré, te diré:

     Llegué a este país en un intercambio cultural. Ustedes lo llaman el programa Erasmus. La verdad es que me encantaba el ambiente estudiantil en esta ciudad. Igual me gustaba más la juerga que el estudio, aunque no era mal estudiante del todo.

     En una de esas noches locas una chica se enrolló un buen rato conmigo. Eso pareció disgustar a sus amigos y a un ex novio que se enfadó mucho. Lo siguiente que recuerdo de esa madrugada es que ese chico comenzó a pegarme. Como yo había hecho kick boxing en mi tierra reaccioné golpeándole como me habían enseñado. Me acuerdo que le di una patada frontal. Incluso varios de sus amigos intervinieron en la pelea y tuve que defenderme como pude, con puños, con patadas circulares…, como pude. En fin, que todo acabó de la peor manera posible. Para cuando quise darme cuenta de qué había pasado, unos policías me tenían arrestado y me conducían a un calabozo.

     El resultado… que uno de los amigos acabó con la nariz y un brazo rotos, y el antiguo novio recibió un mal puñetazo que lo dejó inconsciente. Al día siguiente me dijeron que le rompí la mandíbula y había fallecido. No me lo podía creer.

     Así que pasé un año y medio en una prisión porque me condenaron por homicidio involuntario con… resultado de muerte, como dicen aquí. ¡Pero fue en defensa propia!

     Al salir ni me atreví a llamar a mi familia. La vergüenza no me dejaba. Creo que mis padres lo estuvieron intentando…, dar conmigo. Incluso trataron de visitarme en prisión, pero yo no acepté sus visitas, me podía la vergüenza. ¡La vida es una mierda! Para cuando me decidí a contactar con ellos, ¡qué casualidad!, habían muerto en un accidente. Me lo comunicó un tío mío a través de la embajada, que se interesó por mí… Sin embargo, yo lo mandé a freír espárragos, como se dice aquí. Y luego no han querido ya saber nada de mí.

     - ¿Pero no tienes ningún amigo en la ciudad a quien recurrir?

     - Ya le digo…, te digo, que acababa de llegar aquí a estudiar. Y en Dinamarca prácticamente nadie entre los parientes que le importe una mierda. Y los pocos amigos que recuerdo de antes no creo que me quieran a su lado. Ningún amigo. Intenté llamar a alguno y todo, pero ni me contestaban ni me devolvían la llamada. Debían haberse enterado del proceso… y eso está muy mal visto allí. Y en el consulado dicen que no pueden hacer ya nada por mí.

     - ¿No has intentado buscar un trabajo?

     - ¿Trabajar? No hay trabajo para los de aquí… ¿cómo lo va a haber para un extranjero recién salido de la cárcel?

     Se impuso un silencio intenso y amargo. Ellos aprovecharon para salir del bar a la oscuridad ya pétrea de la ribera. Los contornos irisados de los reflejos en el agua andarina aportaban un ámbito de complicidad propicio a la confesión. Jorgen extrajo la caja de vino que había guardado en la mochila y tomó un trago, y al poco otro. Héctor supuso que su situación le había empujado a la bebida.

     - ¿Sabe? La verdad es que no estoy muy seguro si fui yo mismo el que inició la pelea cuando comenzamos a discutir. Y al cabo… Pero tengo muy mala suerte porque no llevaba ni tres meses en la calle cuando me detuvieron otra vez. Una vieja les llamó a ustedes para denunciarme como que había intentado robarle. Me parece que la muy… me llamó merodeador y que la había asaltado. Y yo sólo quería buscar en la basura algo de comida, o alguna cosa para vender cuando ella fue a tirar la basura. Unas ropas que yo quise recoger antes de que las echara al contenedor. Empezó a chillar como si fuera a violarla. ¡Maldita vieja!

     Volvió a ingerir un largo trago.

     -Volví a pasar una temporada en prisión después del juicio. Y el caso es que antes intenté escapar en tren. Pero hasta allí me persiguió la mala suerte, ya que me apresaron de nuevo en el tren al tener otra riña por coger un bocadillo a unos pasajeros. ¡Llevaba más de un día sin comer!

     - Tal parece que te ves envuelto de continuo en problemas. Ahora que lo dices, me suena que una persona de tu descripción estuvo involucrada hace un par de semanas en otra reyerta por acosar a una chica. ¿No tendrás tú algo que ver?

     - ¡Eso fue un malentendido! Ya está resuelto y no me han acusado de nada. ¿Ok? ¿O es que me quieres acusar de algo? ¿Ok?

     - No, no. Únicamente me ha venido a la memoria y te he preguntado.

     Héctor notó que se comenzaba a impacientar. Así que optó por poner fin a la conversación y alejarse.

     - ¡Vamos, tranquilo, no pasa nada!

     Pero el joven se enardecía cada vez más, poniéndose nervioso.

     - ¡Qué tranquilo ni qué hostias! ¿Me quieres acusar de algo?

     Progresivamente más enfadado y violento se interpuso delante del camino que en retroceso había iniciado Héctor. La expresión airada de sus ojos no dejaba lugar a dudas. Su agresividad iba en aumento. Apretó los puños en señal inequívoca de estar presto para la acción. El policía levantó sus palmas en clara actitud de que pretendía que se serenase. En ese instante apareció el compañero de Héctor y a la firme voz de “alto” el chico se quedó parado, dudando.

     Los tres se quedaron en suspenso en espera de la reacción del oponente. Finalmente, Jorgen se dio la media vuelta y aceleradamente se marchó. Un suspiro de alivio se escapó de los labios de Héctor, que ya se veía envuelto en una confrontación.

     -Chico, menos mal que has venido, porque se estaban poniendo las cosas más que torcidas.

     - ¿Quién era ese chico?

     - Aunque no te lo creas era un joven al que acababa de invitar a un café.

     - ¡Pues le ha debido sentar fatal! Si es que te pasa cada cosa. ¡No se te puede dejar solo! – dijo su compañero con una risotada -. La próxima vez ya puedes invitarlo a una copa, por si acaso.  O aún mejor espabilar y dejarlo en paz – y volvió a carcajearse.

     Héctor se sonrió también…

     - ¡Serás condenado! Sí, sí, ríete, que la cosa se estaba poniendo caliente – repuso Héctor.

     - ¡Ya te digo!

     Héctor se preguntaba cuánto habría de cierto en lo dicho por Jorgen. Si en realidad él buscaba los problemas o los problemas le buscaban a él. No había posibilidad de desenredar la madeja, de conocer si era más acertada la visión de los que consideraban al chico un tipo violento, un bala perdida, o simplemente la violencia de su entorno se lo había tragado. ¡Cómo le gustaría saber la verdad! Daría mucho dinero por llegar al interior de muchas personas.

     Pero nadie puede comprar la verdad. Es algo de cada uno. De hecho, ni existe.

     Unos días después a la pareja de policías les llegó la noticia de que Jorgen se había vuelto a meter en problemas. O quizá se había visto involucrado otra vez sin quererlo, cualquiera sabe. Los amigos del muchacho muerto en la primera pelea lo localizaron. El de la nariz y brazo rotos lo había reconocido enseguida. Le dieron esta vez tal paliza que quedó malherido. Por la proximidad de unos contenedores de basura aprovecharon para arrojarlo allí.

     El camión de recogida de desperdicios se lo llevó hasta los depósitos de su central. Sólo allí se apercibió un operario de que colgaba de un costado una mano ensangrentada y prensada. Por las huellas de esa mano pudieron identificarlo, dado que el resto del cuerpo era una masa sanguinolenta.

     Se llamaba Jorgen. El apellido no importa.

    


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