EL ALMACID (Relato lúdico)

 




        Fue el Almacid el que determinó que el monje llamado El Gran Intuidor y sus discípulos edificaran el santo templo. Se dice también que Él provocó la gran aberración, la paradoja de ser hallado algo tan inefable y definitivo por un niño perturbado de la calle en un vertedero. Como si generarse en un estercolero fuera acorde con su naturaleza. Como si sólo de un nacimiento bastardo pudiera originarse algo tan puro. Y se diría, al mismo tiempo, que fue un aborto espontáneo, un despropósito espurio el que generó el sincretismo. Pero dígase que en realidad quiso mostrarse bajo la luz de un engaño, de un equívoco irrefutable, para desdecirse al tiempo de reafirmarse.

     Pero por fin allí estaba. Una vez que se entraba en la capilla y elevabas la vista, encontrabas un techo convertido en el reflejo de un cielo acuoso hecho de ondas concéntricas de luz y sombra que se escalonaban sin fin, un sinfín de espejos que lo reflejaban todo sin perfilar una sola silueta, el Almacid. Y en esa espiral de brillos concéntricos no era posible detener la mirada. Cualquier intento de perseguir el vórtice invariablemente derivaba hacia dentro y hacia afuera, perdiéndose en anillos de hipnótica belleza. Y aquel torbellino de irisados arabescos lo mismo alcanzaba un fulgor en forma de cénit errático, variando continuamente de posición, que se desplomaba en un abismo de grises y negros perfilados como por destellos de tormenta. Se dijo que nadie se atrevía a definirlo, sólo entre murmullos se aventuraban ese tipo de términos con sentido de paráfrasis o incluso de paradoja que lo matizaban, pero sin abarcarlo ni explicarlo.

      He aquí que ya no sería más la noche sin el día. Su esencia superaba y reconvertía la tensión entre los elementos en rechazo, semejante a considerar el habla como la identidad de un mutismo exacerbado. Y coexistirían ambos dos a la vez en el Almacid, como en una teoría de contrarios superpuestos e individuales a la vez. Díjose también que la casualidad de su hallazgo lo hizo detonar y expandirse cual un mundo nuevo. Sin embargo, la verdadera razón de que apareciese y corriera de boca en boca fue que el Almacid quiso ser encontrado.

     Hubo un tiempo en que se sostenía el axioma de los opuestos de Heráclito en virtud de un demiurgo que denominó “logos”. Ahora los contrarios no sólo no se enfrentaban, sino que se borraban sus límites, ejecutaban una danza de giros que se entretejían y separaban, se superponían y mezclaban. Era un aparecer en sí como la irrupción luminosa de una explosión, de un fuego de artificio que acababa involucionando, recuperando su núcleo de deflagración, retrepándose como un bucle de relámpagos que regresaran a su ser, pero sin nunca adivinar dónde se hallaba ese centro.

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     Nadie conocía los pormenores de cuanto ocurrió la noche en que se hizo visible a los mortales. Ludulfo, cuando todavía no era el Príncipe, el Gran Intuidor, salía por la puerta lateral del prostíbulo al callejón. En una cabeza y un cuerpo pequeños una mirada de ojos brillantes, curiosa y expresiva, protegida por grandes anteojos, tropezaba con los contenedores y desperdicios que aquí y allá se acumulaban o diseminaban por azar. La mañana tediosa de estudios en el departamento de teología, el sometimiento a tan ímproba labor, le había obligado a buscar el desahogo sensual y sexual. Pero la excesiva libación de licor barato de garrafón, bajísima calidad y alta graduación, conseguido con la mezcla de alcohol casi puro, ocasionaban una segura embriaguez y unas feroces nauseas que impelían a regurgitar con presteza.

     Apenas le había dado tiempo a salir del local por la puerta lateral como alma que lo llevara el diablo. Ya en la negrura del pasaje la peste rancia desprendida de la basura, los restos de comida y el hacinamiento de excrementos habían colaborado a apresurar el vómito. Conseguido el vaciamiento, restaba un poso de sensaciones de mareo y mirada vidriosa que a duras penas logró distinguir la figura de un niño arrobado en la visión de un fulgor escondido en una caja de zapatos. No pudo reprimir un impulso instintivo de curiosidad que le hizo acercársele. Como un resorte que captara todas las miradas, la atracción de aquella luz le forzó a contemplarla. La necesidad de poseerla eliminó toda otra avaricia que le hubiera pasado por la cabeza anteriormente.

     - ¿Qué es eso? – preguntó al niño.

     - Es mi luciérnaga.

     - Es bonita, pero yo tengo algo todavía más bonito. Mira estas estampitas – Le mostró unas cartulinas con las imágenes de San Esteban, San Roque y Santa Olalla -. Te las cambio por tu luciérnaga.

     - ¡Vaya, son muy bonitas! Pero me gusta más mi lucecita.

     - ¿Y si te doy estos dos billetes con los que puedes comprar muchísimas cosas…? ¿Qué te parece si me la cambias por todo esto?

     Viendo que en los ojos del crio asomaba la duda, no lo dudó un instante. De un manotazo le arrebató la cajita y le arrojó el dinero y las estampas. Se alejó de allí a toda prisa mientras oía las quejas del niño pidiendo que le devolvieran su luciérnaga.

     Todo esto se transformaba en boca del Intuidor. Según su versión un muchacho místico, extasiado por el halo que emanaba de él, le entregaba la esencia vital, el misterio del hálito primario, el Almacid.

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          -Hermanos, es el momento de aunar nuestras mentes y disponer todo lo necesario para preparar los fundamentos de nuestra hermandad, la base de nuestro credo.

     Así les hablaba Ludulfo a los seis acólitos primeros, cuyos nombres originales se pierden en la nebulosa de los tiempos, ya que se intentó preservar por encima de todo la denominación que él les otorgara: Santo Nomás Chomsky, San Ferdinando Saussureano, San Eugenista de Coseriu, San Apapucio Nonato, San Filántropo Laxo y San Federico de Juglaris.

     >-Escuchad estas palabras como una brisa que os hiciera cerrar los ojos, como un perfume que os recordara algo antiguo y delicado. No debéis entender nada. Rechazad toda lógica. Contemplad y oíd, pero no os quedéis con nada. Nada hay que memorizar.  El aroma y las visiones os impregnarán, os llamarán, y cuanto más miréis hacia fuera más os veréis por dentro.

     En estos términos nos llegaron las palabras a santo Nomás y a mí (posterior a éstos y que fui denominado Epifanio Oscuro o el Relator) cuando más abiertos teníamos los ojos y los oídos, sin necesidad de discutir lo recibido. Lo que ahora os transmitiré es un decálogo de nociones, derechos e ideas que pueden servir no de principios, sino como raíces o brotes de una vida que quiere germinar en vuestro interior. Podéis aceptarlo o rechazarlo, pero espero que os surja una especie de vitalidad como una savia en la raíz de vuestro ser profundo que os remueva y os conforte.

     He aquí el decálogo:

       *Nadie es perfecto. No pretendas serlo. Aprende a quererte.

       *No intentes comprender. Absórbelo todo.

       *Deja pasar todo ante ti, porque volverá y se presentará como el flujo del mar.

       *Tenemos el derecho de perseguir la locura.

       *Derecho de confesarse culpable de inocencia.

       *Olvídate de tender redes de palabras, deséchalas.

       *Si dudas de lo que alguien te dice mírale a los ojos.

       *Derecho del olvido.

       *Derecho de despertar hoy y ahora.

       *No pienses, actúa.

       *Recibe todo lo que te den y prepárate a darte.

       *Derecho de seguir senderos opuestos.

       *Derecho de integrar la utopía en lo que crees es la realidad.

       *Derecho de no renunciar a querer.

       *Derecho de ser solidario con uno mismo lo mismo que con los demás.

       *Derecho de consolidar el deseo o apartarlo.

       *Cuanto más te olvides de ti más pronto sabrás quién eres.

 

      No quiero dejar de preveniros contra ciertos peligros que estimo producen llagas difíciles de curar y a las que denominaré máculas, por no atribuirles el carácter de pecados, ya que aunque evitables, pueden ser reconducidos sin necesidad de castigo u ofrenda ninguna. Entiendo que se producen a muchos niveles, pero no quiero dejar de indicaros éstos:

      *Peligro de sufrir pensamientos paralelos (los acordes a nuestra ética y a las antiguas creencias).

      *Obcecarse en perseguir lo efímero y lo empírico.

      *Anquilosarse en pensar con mentes inversas (razonar lo adquirido por nuestra sensibilidad o lo presentido, empecinarse en dar un valor positivo a lo que entendemos negando una idea, sensación o sentimiento).

      *Peligro de integrar el cero en el uno (nada vale nada por sí, todo tiene el valor que tú le des).

      *Riesgo de conservar lo ya corrupto.

      *Peligro de juzgar con viejos principios y de desgarrarse las vestiduras con los viejos prejuicios.

      *Riesgo de agarrarse al ayer cuando todo es ahora.

      *Peligro de rendirse a lo que parece evidente.

      *Amenaza de atesorar el valor del miedo.

      *Gravedad de aceptar y proteger el pensamiento normalizado y ortodoxo.

      *Peligro de despertar dormido. <

     Aconteció este diálogo una de las numerosas ocasiones en que se reunió el Gran Intuidor con los suyos. La finalidad era abordar criterios sobre las formas y contenidos de su fe, y la manera de desarrollarlos en los oficios religiosos. Pero la intención última de Ludulfo radicaba en esbozar nociones de debate que tendieran a expresar la individualidad libremente, y, a partir de ahí, aunar respuestas posibles sobre la base del convencimiento general de sus partidarios.

     -Maestro, ¿estas enseñanzas son verdaderos fundamentos que debemos difundir a nuestros prosélitos y allegados? - le cuestionaba San Eugenista.

     - Sí, Príncipe, dinos también cual es la posición física y mental correcta para conseguir la introspección, confíanos la perspectiva y la disposición de ánimo más adecuada para dar luz a nuestras conciencias – propuso además San Apapucio.

     Ludulfo permaneció callado durante varios minutos. Comprendía que su círculo necesitaba seguridades, líneas sobre las que trazar su propio discurso. Mas él prefería expresar sus dudas e inquietudes, cuestionarse y preguntar para dar rienda suelta al mayor abanico posible de contestaciones e interpretaciones. De este modo y tras una puesta en común, dilucidar un poso común a todos, un agrupamiento libre y, a un tiempo, una corriente de opciones e inclinaciones personales.

      -Lo más importante no es establecer un dogma ni adoptar una posición física concreta, sino como muy bien has dicho, favorecer una disposición de la mente y la sensibilidad. Puede ser radicalmente beneficiosa la relajación y la respiración controlada en este orden de cosas. Pero en todo caso cualquier postura que nos permita percibir la tensión y la energía, el temblor y el flujo de la tierra, la caricia y el perfume del aire, la vitalidad del agua, su frescura y su pureza, y el calor y el fuego de los cuerpos y del sol, esa será la base de la meditación, el punto de vista óptimo para la reflexión, el que nos permite ser el receptáculo de toda visión, de toda sensación, de todo sentimiento. Todo este cúmulo de percepciones nos permitirá volvernos a nuestro interior.

     Todo consiste en convertirse en el espejo de cuanto nos envuelve, en adquirir la capacidad de una esponja capaz de sorber e impregnarse de todos los fluidos que hay en derredor, y al tiempo vaciarnos de lo que nos atenaza en el interior. En ese poso que quede nos encontraremos a nosotros mismos. ¿Qué somos? Todo y nada, meros transmisores sin sustancia. Pero eso que elegimos y conservamos entre lo contemplado y percibido, y con lo que acabamos integrando nuestro yo, es para cada uno diferente. Debe ser descubierto por todos en sí mismos, y al tiempo nunca será desemejante del otro. De hecho, el yo sólo existe en cuanto el otro lo contempla. Preguntaos todo. Y nunca deis nada por verdad, ni siquiera mis palabras. Este decálogo que os propongo no es otra cosa que un corpus de ideas para examinar y ponderar, con el que empezar a construirnos por dentro y con el que edificar nuestra fe.

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      He aquí que el inicio y organización del rito se hallan circunscritos a una reserva de la que casi nadie es conocedor, salvo el entorno de Ludulfo. La memoria de tal efeméride quedó circunscrita al ámbito de los primeros cofrades. De este propio círculo salieron sus discípulos y la configuración del ritual. De la mente y la mano de Santo Nomás Chomsky, el Profeta, surgieron la doctrina y los elementos básicos del credo. Proceden de San Ferdinando Saussureano, el Iluminado, la creación de los textos sacros infundidos por la Entidad, como también se denominaba al Almacid. Su convergencia, inteligencia y armonía con El Intuidor consiguieron estructurar la secuencia de pasos y los hitos del rito que se perpetuarían en los escritos históricos canónicos. Y no se originaban éstos por inspiración simple; el Gran Intuidor estaba imbuido, poseído por la Entidad. Ludulfo, convertido en un nuevo Mesías, sólo los transmitió, e inculcó a sus fieles el ideario, el decálogo y el en sí de la fe. A partir de entonces todo lo demás podría estar en el margen de la apostasía y el paganismo. Pero nunca sería juzgado o penado. Se hicieron llamar la Orden Del Iris porque únicamente bajo sus ojos, infundidos por el determinismo del Almacid, la comunidad estaba segura de seguir la senda iluminada por Él.

     San Eugenista de Coseriu, el Ordenador, identificó los elementos verdaderos de los oficios, aprobando la gramática de las exhortaciones, del susurro de los cantos, la sintaxis de la palabra dada y la estructura de la liturgia y del ceremonial. En cuanto al germen histórico de la fe, ninguno como San Apapucio Nonato, el Augur, concibió los pormenores admitidos y difundidos como parte del credo. Y predijo en cierto modo el futuro de la orden e incluso su pasado.  Él fue el que señaló a Borges como el precursor de la concepción de la Entidad, de su luminiscencia, de su fulgor. Él identificó a Orwell y Cortázar como los heraldos de la verdad. San Filántropo Laxo extendió la fe por todo el orbe con su peregrinación, fundando nuevas capillas y congregaciones, por lo que fue llamado el Fundador. Se deben a él los canales de adscripción y difusión del credo y la jerarquización, escalafón y métodos de promoción. A él se atribuye la técnica del abandono como base de los ejercicios ascéticos y místicos que conferían un grado superior en la pirámide de rangos y subordinación.

     Sin embargo, fue Federico de Juglaris, el Último Fabulador, el contador de cuentos y anécdotas, quien aventuró nombres como un rosario de evocaciones cifradas, como metáforas y parábolas que conferían un matiz nuevo y calificativo al Almacid. Pero ninguno lo abarcaba del todo, ninguno era definitorio ni definitivo. Sólo una suerte de palabrería al azar podría acercarse a su raíz, a su esencia. Así como probar mil nomenclaturas era no decir nada especial, decir la nada era aportar parte de la sustancia de su nombre. Solía declarar Federico de forma irónica y críptica que “se cuenta lo que se tiene que contar; únicamente así se habla y se escucha la voz de la plegaria. Desilusiones, decepciones, frustraciones…, de hecho, casi todo lo que acaba en –iones, por ser terminación de términos de acción, le atañe y le pertenece al Almacid como anillo al dedo, siendo una clave, su conciencia subliminal, pero en ningún caso declara su naturaleza”.

     Al principio pocos tomaban en serio esa espiritualidad. Las religiones oficiales no la consideraban digna. No en vano llevaban siglos conformando la mente y la moral de todos sus seguidores, dominando la norma, la ideología y la ética social y política. Para cuando vieron la posibilidad del peligro que representaba y empezaron a perder adeptos ya era tarde. El intento de atraerse a Ludulfo a su creencia y otorgarle un cierto poder, aunque dentro de su doctrina, no les dio resultado. Y en cuanto ensayaron conferirle un carácter de secta que llevaría a sus prosélitos a la condenación, la mayoría comenzó a pensar que la salvación de su alma estaba entre las filas de la Orden y no en los corruptos y confusos evangelios de siempre.

      Cuando en los primeros acólitos, tocados por la señal del espíritu, fue advertido el estigma por Ludulfo, se les permitió comprobar la veracidad del “ascenso” y la virtualidad de abrirse y sumergirse en el núcleo, en el todo de la nada, como lo hiciera el que inició los viajes y que nombraron San Viator Primo. A través de los ojos y voces de quienes lo propagaron, aquellos que contemplaron tal maravilla de elevación, el mundo comenzó a recibir los mensajes sobre el nuevo misticismo. La información de quienes fueron los primeros testigos de la transformación vital corrió de boca en boca, por los medios audiovisuales y por las redes sociales. Los humanos empezaron a comprar el hábito blanco, las grabaciones y estampas, los juegos de conversión… y hubo que tomar la decisión de crear la empresa que gestionara el marketing y el merchandising de la obra espiritual. Y así fue como la Orden, urgidos por la necesidad de la mercadotecnia, dio la orden de comercializar aquellos productos.

      Y aconteció que las grandes cadenas multinacionales ofrecieron sus enormes medios de promoción y venta en consonancia con las distribuidoras a cambio de un cierto porcentaje del precio añadido al producto, y siempre y cuando quedara en sus manos la fórmula adecuada en la oferta del mismo. Asimismo, se propuso a la orden encargarse de la manufactura y creación de nuevas promociones y eventos en torno a la nueva religiosidad. Pero dicho ofrecimiento fue rechazado desde el momento en que el propio Intuidor y alguno de sus diáconos ya poseían relación con empresas o directamente eran gestores o socios de ellas.

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     Todo sucedió de forma repentina. Lo mismo que la propagación de su religiosidad a todos los niveles y en pocos años se había extendido como el fuego por rastrojos secos, una serie de sucesos se acumularon para aproximar a la orden al borde de un precipicio que la hizo decaer y desplomarse en su declive.

     Ludulfo había conocido en un tugurio a Ester. Era uno de tantos locales que él y sus discípulos solían frecuentar con el fin de evangelizar y realizar otras prácticas más profanas. Verla tan desvalida y llorando tan desconsoladamente le impulsó a intentar ayudarla. Le habló de su congregación, ofreciéndose a alojarla y a mitigar su dolor en la medida que le fuera posible. En un principio ella se negó tanto a admitir sus problemas y confesar el origen de su tristeza como a ofrecerle sus servicios personales. Consiguió convencerla y dejarse auxiliar. Ester le confió la causa de sus lágrimas, relacionada con un muchacho del que se había enamorado y que, aprovechándose de esta circunstancia, la obligaba a prostituirse.

     Y en el trascurso de pocos días, conseguido el apego mutuo de los del círculo con ella, fue iniciada en los ritos de su fe. Y al cabo de un mes ocupó un espacio dentro del reducido grupo de acólitos más cercano e íntimo del Intuidor, adoptando el nombre de Santa Afrodisia Castrata.

      Nunca se hubiera esperado que en el momento en que su anterior pareja la reclamase ella se volviera en su contra, acusando públicamente a Ludulfo además de haber intentado forzarla. Este turbio asunto acabó saliendo a la luz. Y ese hecho fue aprovechado por los envidiosos y adversarios de la Orden del Iris para acusarles de ser una secta destructiva, induciendo a sus seguidores a considerar el carácter demoniaco y apocalíptico del mundo. Les atribuían el ejercer un férreo control mental y económico de sus adeptos por el simple hecho de solicitarles aportaciones voluntarias. Y suponían que los incitaban a la autodestrucción y al convencimiento de la inmortalidad y de un tránsito hacia lo absoluto al modo del movimiento raeliano.

     El desplome de su difusión, el estancamiento de sus simpatizantes y de su corriente de pensamiento fueron inmediatos. Hasta tal punto que Ludulfo consideró llegado el momento de encontrar un revulsivo, realizando un acto de contrición necesario y una expiación de sus propias culpas. No cabía otro remedio que contribuir con su propia entrega, con su propio martirio entendido no como mortificación y extinción, sino como vivificación. Creía profundamente en su credo, en el Almacid. No en vano había observado mil veces el ascenso. Un nuevo efecto catártico le estaba destinado. Él sería la nueva estrella que daría luz a sus fieles.

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     El templo se componía de cuatro cuerpos principales. El edificio principal destacaba como una pirámide truncada sin adornos, paramentos ni imágenes esculpidas, dividida en tres naves interiores, formando la pared del fondo un ábside semicircular. La nave central dibujaba una forma rectangular separada de las otras dos por grandes pilares. Entre éstos, seis espacios en forma de arco de medio punto, tres en cada lado, comunicaban con las naves anexas, en cuyas paredes apenas unas ventanas saeteras proporcionaban algo de luz al interior. Las paredes de los pasillos solo se hallaban revestidas de espejos de muy diferentes formas. Ninguna imagen, talla o cuadro aparecía por lado alguno.  Equidistantes a las hileras de pilares de ambos lados unos paneles transparentes delimitaban un hexaedro interior, una superficie reducida y coincidente con el área del techo perteneciente a la pirámide truncada, que lo enmarcaba así. El cielo raso del cubo se hallaba abierto, aunque tapado por algo parecido a un telón cenital de color rosado y partido en dos por su mitad longitudinal.

     Al fondo, en la línea del ábside una mesa sin pulir con dos grandes y anchos pies semejaba un altar muy simple. Junto a los vértices del hemiciclo unas escaleras de caracol se elevaban hasta los escaños que componían dos púlpitos rudimentarios. En el cuerpo central del cubo translúcido un recorrido laberíntico con figura de rosa era surcado por pasillos intrincados que confluían en un círculo en el medio. También en la nave principal y junto a la entrada a dicho cubo, dos grandes piletas llenas de arena y apariencia de baptisterio formaban un pasaje que embocaba a un estanque de agua estrecho y largo, el cual dibujaba un trazado, un tránsito al final del cual se situaban cuatro grandes ventiladores. Seguido de éstos, unos pebeteros altos se alzaban sobre sus cabezas. En ellos flameaban pequeñas llamas que quemaban incienso y otras plantas aromáticas.

     En los vértices del ábside dos pináculos con forma de prismas circulares y de una altura superior a la del edificio central se erguían como dos torres vigilantes. Se accedía a éstas a través de puertas interiores abiertas a las naves laterales. El hueco de cada uno de estos dos promontorios redondos se dividía en siete plantas unidas por tramos de escaleras distintas entre sí, que independientemente ascendían bien a un piso superior, bien dos niveles más arriba. La séptima altura se abría al exterior sin ninguna cobertura o techo. En medio de cada prisma circular un ascensor permitía elevarse directamente a las personas impedidas o a los niños.

     En el frente, conectando con la portada del edificio, una pirámide de base triangular desnuda de cualquier ornamento servía de largo pasadizo de entrada a todo el recinto. Su vértice superior coincidía directamente con el ángulo cimero que conformaba el enorme portalón en forma de ojiva perteneciente al edificio principal.

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     La comitiva encabezada por Ludulfo, dispuesta en dos filas, se encaminaba a la bóveda piramidal de acceso. Los adeptos se habían reducido progresivamente en los últimos meses y apenas cincuenta completaban el cortejo. Una vez dentro de la pirámide truncada principal, envuelta en sombras a causa de la escasa luz filtrada por las troneras, se distribuyeron en dos grupos por sexos. Cada uno de ellos estaba dirigido por un acólito de confianza que los encaminaba por las naves laterales hacia las torres, convertidas en un enjambre de escaleras, mientras el Intuidor se preparaba junto a la mesa del ábside.    

     Ya en la base de los pináculos iniciaban un recorrido iniciático, subiendo al primer piso. De ahí al nivel tercero, desde el que descendían al segundo. El paso siguiente era ascender a la planta cuarta para descender sucesivamente a la tercera. Desde ese punto remontaban al quinto. El paso consecutivo obligado era descolgarse hasta el cuarto. La subida hasta la sexta altura empezaba a resultar un pequeño viacrucis para los fieles. En este rellano otro cofrade director de ceremonias les iba proporcionando una bolsa en la que debían depositar sus ropajes y un hábito blanco que debían vestir. Una vez coronada la séptima altura procedían a desnudarse de cuanto les cubría al aire libre y a ataviarse con la túnica. 

     En absoluto silencio volvían a bajar hasta el arranque del torreón cilíndrico, en esta ocasión planta por planta, y, acompañados de nuevo por el primer acólito, se iban disponiendo a los lados del cubo transparente en el edificio central.

     Ante la mesa de oficios, sólo pertrechada con velas, un micrófono, un libro con lecturas de los textos sacros y apuntes, más la imagen que representaba un conjunto vacío, símbolo de la comunidad, Ludulfo, iluminado por un foco cenital, comenzaba la salutación a los seguidores.

      -Hermanos, vamos a iniciar este oficio tomándonos unos a otros de las manos, tanto a quien tengáis a la derecha como al de la izquierda. Cerraremos los ojos para poder sentir al ser cuyas palmas tocamos, el suelo que pisamos con nuestros pies desnudos, el aire suave que surca esta estancia y acaricia nuestros rostros e incluso el palpitar de nuestros propios corazones. Pongamos toda nuestra atención en oír los sonidos que nos llegan del exterior, el roce de los vestidos, el respirar del que nos flanquea y el mismo silencio. Percibid el olor de los perfumes aromáticos que se difunden desde los incensarios, el de las fragancias con que cubrimos nuestros cuerpos; recordad la esencia de vuestra casa y dejaos penetrar por el efluvio del propio aliento. Empapaos del sabor del alimento que acabáis de ingerir, del guiso que recordáis hecho por vuestra madre y que más os gusta, y también del paladar de nuestra saliva.

     Os propongo ahora que liberéis las manos que acariciamos y desechéis todo ello, los ruidos, los colores, los sabores… Comenzáis a sentiros muy bien, plácidamente, liberados de cuanto os atenaza, felices y como en un paraje de ensueño. Ya no existe otra cosa que vuestro interior y mi voz. Lo demás va perdiendo relevancia, se aleja de vuestros sentidos y finalmente desaparece. Estáis envueltos en una especie de halo en el que únicamente penetra mi voz.

     Ahora reflexionad, porque os pregunto:

     - ¿Qué hay en los demás que es parte de vuestra alma? ¿Qué podemos desechar porque no es esencial en nosotros? ¿Qué cualidades, qué elementos son básicos para vuestra identidad y sin los cuales vuestro espíritu no sería vuestro yo? En otras palabras, ¿cuál es la esencia en la que os reconocéis? ¿Qué hay en nosotros que está en todos o es digno de conferirlo al otro?

     Hermanos, nuestra fe no es un conocimiento ni un recuerdo. No es una enseñanza que haya que memorizar, no es un dogma, un catecismo ni una ética inamovible, es aquello que vive en vuestro ser más íntimo y que compartís con todos los demás. Participando de esta ceremonia sólo hallaréis quizá una ayuda para encontraros a vosotros mismos.

     Abrid pues los ojos, tanto los que os permiten mirar al exterior como los que os facultan a percibir el interior. <

     Los seguidores despegaron sus párpados y sus pupilas captaron una claridad brumosa. En ese momento unos potentes focos alumbraron el cubo cristalino y el recorrido previo al umbral de su entrada. Ludulfo dejó pasar unos minutos para que la vista de los adeptos se acostumbrara a la potente luminosidad.

     >He ahí la puerta del destino y del encuentro. Nada hay determinado en nuestras vidas, no obstante. Elegimos aunarnos al todo o conservar nuestra entidad individual. Incluso a veces de forma alterna intuimos y admitimos lo uno y lo otro, perdiendo sensibilidades y percepciones al tiempo que ganamos otras de manera inversa. Pero he aquí que en este templo se nos muestra el Alma que pervive en nuestro ser y en el ser, y se hace visible el Cid, el señor fuerte que señala el camino a nuestro corazón, el Almacid.

     Sobre la espiral laberíntica con forma de rosa que observáis en medio del cubo se abrirá el Almacid, un cielo que arrastrará hacia sí a quienes manifiesten el estigma en su faz, sean señalados por mí y acepten reunirse con el todo cuando les pregunte, cuando después se abandonen en Él y renuncien a sí mismos. En esta ocasión yo os acompañaré en este viaje y seré uno más entre vosotros. Confiad, entregad vuestro corazón y recibiréis ciento por uno.

     Os prevengo. Nadie está solo en este universo. Ni tan siquiera pueden aventurarse los límites de nosotros mismos ni del orbe. Es muy probable que existan muchos mundos paralelos que no conozcamos ni podamos vislumbrar. Seguramente además haya cosmos ineludibles, incluidos unos en otros, como las muñecas rusas, individuales e interrelacionados entre sí. Siendo unos partes de otros, se diría que fueran… ¿superfluos?, ¿accesorios? ¿Por qué no insustituibles o imprescindibles los más pequeños para la subsistencia de los grandes y viceversa? ¡Quién sabe!

     Sin embargo, aquí y ahora ya no será necesario delegar nuestra entidad en una fe espuria, extraña a nuestras raíces y nuestra energía. No habrá que descargar la culpa en un ser perfecto y en la confesión de aquello catalogado como pecado por una ética abstracta. Nunca reconozcáis una moral basada en una convención egoísta y egocéntrica que nos premia o fustiga atendiendo a puras confabulaciones y convencionalismos en muchas ocasiones interesados, definidos e ideados por una élite de jerarcas. Éstos son los que imponen sus privilegios, los que plantean su propia impotencia manteniéndonos como corderos en un redil por medio de la creencia en una falsa igualación, la aceptación que impide rebelarse y desarrollarnos a lo más elevado de nuestra potencia, a la culminación del espíritu.

      Hubo un tiempo en que reconocer la falta, ser castigados y admitir una penitencia eran la fórmula imprescindible para hallar el eterno. Ahora sólo se os pide que os desprendáis de lo superfluo y dejéis absorber lo sustancial a vuestro yo, que os impregnéis de vacío y expulséis cuanto sea una rémora a vuestra espiritualidad para poder ser llenados de la Entidad, del Almacid. La capilla es un recinto que os puede favorecer al tránsito. Lo mismo que tal vez os auxilie a componer un estado óptimo la lectura del decálogo y de los riesgos o peligros que os impiden acceder al espíritu. Procedamos, pues, con dichos mensajes…   <

     Santo Nomás se situó en uno de los púlpitos comenzando la enumeración de enunciados del decálogo: “-Nadie es perfecto. No pretendas serlo. Aprende a quererte… -No intentes comprender…” Y así hasta el último de los epígrafes.

     Terminada esta exposición, San Ferdinando, desde la otra tribuna, les relató las advertencias que denominaban peligros: -Peligro de sufrir pensamientos paralelos (los acordes a nuestra ética y a las antiguas creencias) … -Obcecarse en perseguir lo efímero y lo empírico…

Acabada la admonición, el Intuidor se dirigió de nuevo a ellos…

     -Hermanos ahora pasaré ante vosotros y señalaré a varios. Os pido como respuesta que me digáis los aludidos si aceptáis o no la designación.

     Así lo hizo con unos cuantos varones y mujeres hasta un número de diez, los cuales admitieron con alegría su elección, a excepción de uno que intentó justificarse aduciendo su fe, pero también su inseguridad por dedicarse al cuidado de sus padres impedidos.

     -No necesitas explicar nada ni disculparte. Tu testimonio y tu opción es tan válida como la contraria – le consoló Ludulfo poniéndole la mano en el hombro.

     Con Ludulfo al frente, los seleccionados rodearon el cubo hacia el inicio del pasaje iniciático. Ante las piletas de arena se despojaron de sus hábitos y, tomando un puñado de arena húmeda, dibujaron en su pecho el símbolo del conjunto vacío. Seguidamente entraron en los largos aljibes, sumergiéndose en ellos y lavando sus cuerpos. Saliendo por el extremo opuesto la cálida brisa originada por los ventiladores secó las gotas del líquido. Unos pasos más adelante percibieron la fragancia de una mixtura de olores que llameaban consumiéndose en los pebeteros. Abriendo y agitando los brazos aventaron las nubes y vapores perfumados para dirigirlos hacia sí.

     Tomó de nuevo la palabra Santo Nomás para rogarles a todos los presentes que sin pronunciar ni una sola voz prorrumpieran en un murmullo, haciendo vibrar las cuerdas vocales y sólo permitiendo salir el aire por la nariz. La intención era generar un rumor, una suerte de música que a modo de oleadas con mayor o menor intensidad acabaran acompasándose y compilaran una melodía hipnótica. Al ritmo de esa cadencia los elegidos penetraron en el cubo transparente observados por el resto de los prosélitos.

     Transcurridos unos minutos la hilera procesional de acólitos surcaba el laberinto de pasadizos separados por setos y que componían la silueta de unos pétalos abiertos. El tempo de la armonía sonora iba produciendo en los electos una urgencia nacida en las vísceras que les convocaba como una llamada y les enfocaba hacia el centro, cual esporas lanzadas por el viento hacia la parte femenina de la flor, al tránsito por su estigma y estilo hasta el ovario.

     El tono y la intensidad musical experimentaron una aceleración que iba in crescendo. Como conducidos por la sugestión de una orden que penetrara en sus conciencias, un impulso determinaba sus pasos y les hacía avanzar hacia un punto, hacia un eje radial. Aquella repetición mimética del sonido interpretaba una cadencia única, pero con tonalidades individuales que variaban por momentos, disgregándose y uniéndose alternadamente. Tal perseverancia se integraba en los oídos y hacía girar al ritmo las cabezas. Abducidos por la música, eran inducidos a un trance que confería una especial comunión de las mentes y que les hacía reaccionar como un solo organismo.

     En el ambiente se extendió, por otro lado, un sonido aislado, discontinuo, desacompasado. Semejaba un rumor hueco y gutural, como un ronquido gástrico o un eructo resonante y que tan pronto parecía acercarse como alejarse. La reverberación cobró la magnitud de una fricción impelida por una pulsión intestina. Esa resonancia de murmullo ventral alcanzó la fuerza del estruendo producido por un ventarrón, por un tifón gaseoso. La mente de Ludulfo se pobló de un pensamiento inevitable y persistente: Esto es fin terminal. Un cierto olor pestilente se dispersó hasta acrecentarse y hacerse irrespirable. Temblaba el telón del techo y su celosía, compuesta por dos partes de colorido carnoso que concentraban y aumentaban su tonalidad cárdena. Sus convulsiones resultaban progresivamente más espasmódicas hasta hacer vibrar incluso las paredes acristaladas. Finalmente, el cielo raso se abrió abruptamente convirtiéndose en un remolino calidoscópico fluctuante y errátil, con centelleos y refulgencias inestables. Aquello debía ser el Almacid. Lo era, sin duda.

     Y he aquí que allí estaba. Una vez se entraba en el centro del hexaedro y elevaban la vista encontraban un techo convertido en el reflejo de un cielo acuoso, hecho de ondas concéntricas de luz y sombra que se escalonaban sin fin, un sinfín de espejos que lo reflejaban todo sin perfilar una sola silueta, el Almacid. Y en esa espiral de brillos concéntricos no era posible detener la mirada. Cualquier intento de perseguir el vórtice invariablemente derivaba hacia dentro y hacia afuera, perdiéndose en anillos de hipnótica belleza. Y aquel torbellino de irisados arabescos lo mismo alcanzaba un fulgor en forma de cénit errático, variando continuamente de posición, que se desplomaba en un abismo de grises y negros perfilados como por destellos de tormenta. Así aparecía aquella vorágine de luminiscencias tornasoladas cual bóveda celeste envuelta en un remolino de resplandores.

     Ludulfo se vio asido por ese ciclón de fluorescencias. Sintió el entusiasmo de una nueva gama cromática, de una desconocida tonalidad de pigmentos. Experimentó como si un fuego fatuo iluminara el término fallido que atina a definirlo todo, la frialdad de una noción exacta pero sin el calor del matiz. Apuró el sinsabor de una aurora dormida, la viveza de la lágrima en el rostro del ausente. En pleno bucle giratorio percibió con algún temor que sus pies se separaban del suelo. Estaba siendo succionado, pero le animó encontrar la refulgencia en la neblina que oculta las estrellas titilantes.  Como en un serpentín se vio empujado en un súbito movimiento rotatorio. Notó un salto que surcaba paredes de una superficie blanca y pulida. Al mismo tiempo que se izaba hacia el espacio su pensamiento, se abría y expandía. Era el impulso a una epifanía. Comprendió que había verdad en aquello que sólo parecía ser real: mundos e inframundos, unos dentro de otros, cosmos interrelacionados y habitados por otros ínfimos; uno, dos universos mínimos inmersos en un tercero… Aquello era el ascenso que tantas veces había visto impulsar a otros.

     Elevándose, se sumergió en un ámbito acuoso de relampagueantes llamaradas. Pudo por fin contemplar a alguno de sus acompañantes flotando a su alrededor. Y he aquí que descifró todo al cabo; lo entendió definitivamente. Nadaban en una especie de taza blanca ceñidos por reflejos fluctuantes, como en un inodoro de su propio orbe. Se atrevió a reírse y gritar hacia ellos…

     -Mañana estaremos juntos en lo absoluto.

     Una carcajada resonó por el vacío formando un eco que cobraba progresivamente más fuerza. Hasta que una espiral de agua y luz lo envolvió tragándolo en dirección a otros espacios, otros tiempos.

 

 

 

 

 

 

 

 


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