CRÓNICA DE CUATRO HISTORIAS (Relato)

 

 

 

CRÓNICA DE CUATRO HISTORIAS

 

 

 

 

                                                                                                                     AIRON

  

 

      Once de la mañana en el cementerio. Una mujer muy mayor llora desconsoladamente la pérdida de su hijo Lorenzo, el menor de sus tres hijos. El desamparo se mezcla a porciones variables con la rabia y la impotencia.

     -¡OH Dios, ¿por qué?!...¡Maldita sea! ¿Es venganza contra mí o desalmada crueldad? ¡Acaba conmigo, no tienes piedad! ¡Maldita sea!

     En la localidad cercana donde residía Remedios, la capital de la provincia, se ha consumado la tragedia. Se ha cansado de gemir durante todo el día anterior, cuando conoció la noticia del fallecimiento. Pero aún le quedan fuerzas para suspirar e hipar entre las últimas lágrimas. Al principio sólo le dijeron que se había ahogado. Sin embargo, en un periódico local de la residencia en la que moraba pudo leer la noticia donde se recogía al detalle el suceso.

     La pareja de Lorenzo, que vivía con él en la calle, había caído a la ría. No se sabía bien si había sido producto del mareo por efecto de la droga o queriendo suicidarse tras una fuerte discusión con el varón. El chico se tiró a salvarla, pero la mala suerte hizo que su frente chocara contra una roca cercana a la superficie en la orilla. El golpe fue fatal. Otras versiones apuntaban a que la hipotermia y la debilidad manifiesta por los años de dedicación a la heroína se sumaron para culminar la desgracia. La madre, en cambio, suponía que la verdadera razón estaba en no saber nadar y en su mala cabeza. Para cuando los servicios lograron sacarle era un cadáver. Por el contrario, ella, seguramente empujada por un deseo febril de supervivencia, había conseguido alcanzar los peldaños de una escalera salvadora.

     Al lado de esta tumba reposaban los restos de otro hombre querido, Amado, el mayor de su prole. Su linaje se extinguía. El mayor de su estirpe fue encontrado en un chalet en ruinas que se quedó permanentemente a medio hacer. Se desconocía si terminó casi derruido por falta de fondos o porque se enclavaba en un lugar junto a las vías del tren sin acceso fácil, salvo por un sendero estrecho de escaleras y pasarelas.

     Un amigo suyo había dado la voz de alarma al encontrarlo sin respiración, blanco y con una jeringuilla en el brazo. En realidad, debía llevar varios días así, ya que el olor pestilente era característico de un fiambre con más de una jornada de espera. De hecho, los policías intervinientes tuvieron que ponerse pañuelos untados en colonia, pese a estar acostumbrados a estas situaciones. Al darlo la vuelta se derramaron ya los fluidos internos. Incluso se apreciaba el movimiento de gusanillos de su boca y sus fosas nasales. El forense certificó su muerte. Así se lo contó un cruel ayudante del centro donde vivía.

     Un poco más allá una lápida con el nombre de Ángela Lázaro, la hija más joven y la segunda en fallecer. El apellido Lázaro era el de su padre, que resultó un alcohólico y murió joven de cirrosis. Eso sí, legándole la fortuna familiar, que había sido en cierto modo la perdición del clan. El dinero sin control ni esfuerzo y la falta de un rigor y una dirección paterna les hicieron presa fácil de la droga. Los despojos de Ángela, la que fuera una criatura tierna y muy bella, aparecieron tras inspeccionar el interior de un domicilio abrasado por las llamas los policías y bomberos que acudieron a un incendio.

     En una habitación convertida en ceniza descansaban sin ninguna paz los restos carbonizados de la joven, recostada en una cama con sábanas que debieron ser blancas. Al parecer le había vencido el sueño o había terminado insensibilizada a causa de la última dosis de heroína y con el cigarro encendido en la mano, según las palabras del médico forense. Las brasas del tabaco debieron prender en los desperdicios almacenados y en la ropa de cama tan fulminantemente como luego lo hicieran las llamas en sus entonces ya delgados brazos y su escuálido cuerpo, agostado.  Debieron resultar pasto seco para las llamas.

     Los vecinos que se arremolinaron a contemplar el fuego rumoreaban entre el fulgor de la hoguera, el calor de la lumbre y la bruma del humo y las cenizas. Murmuraban que había sido una buena peluquera, pero, incitada a consumir heroína por su novio, acabó siendo mucho más dependiente e insaciable que él. Según se musitaba en los corrillos de los residentes, incluso la denuncia del robo del ajuar de peluquería (los aparatos de secado, los lavabos y elementos de perfumería) ante la policía era falsa. Únicamente habían tenido por objeto cobrar la indemnización del seguro y luego venderlos al mejor postor para sufragarse su adicción.

     Así que, en definitiva, la madre siguió arrodillada sollozando amargamente hasta que un hombre vestido con bata blanca la levantó y se la llevó hasta la salida del camposanto. Allí una ambulancia esperaba para trasladarla al manicomio donde estaba recluida. Sólo le habían permitido salir de la institución para asistir al sepelio de su hijo menor.

   Por los pasillos de dicho sanatorio se contaba cómo una tarde en que fue a orar por sus dos primeros hijos difuntos tan reconcentrada estaba en sus divagaciones y plegarias que no oyó los avisos de la hora de cierre del cementerio por la megafonía y se quedó allí encerrada toda la noche. A la mañana siguiente la encontraron desquiciada, temblando en posición fetal ante la tumba de su hija. Aquella jornada su juicio inició una caída imparable, resbalando hacia el abismo, acosada por un sinfín de fantasmas que la llamaban como a uno de los suyos, como a un alma más entre los muertos.

    

 


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