LA HORA DE ATRÁS : Parte II y Final (Relato)

 





     Deambuló sin ningún destino. No conocía la urbe en absoluto. Todo le era extraño y ella lo admiraba aturdida. Los transeúntes, especialmente los varones, parecían contemplarla con aprensión y asombro, cuando no con el deseo reflejado en las pupilas clavadas en su figura. Las mujeres bajaban sus miradas esquivas, como avergonzadas. Sólo un anciano, envuelto en un atuendo similar al del Mahatma, la observó con curiosidad, con una mirada tal vez compasiva. Le preguntó solícito en inglés si buscaba alguna dirección o institución concreta. Adela no supo qué contestar. Desconfiaba incluso de aquellos simpáticos ojos.

     Prosiguió un camino sin rumbo. Atravesó un mercado. Los olores tan densos y el colorido de los objetos y las telas expuestas le impulsaron a pararse y reposar la vista. De inmediato, una caterva de vendedores se le aproximó ofreciéndole sus productos prácticamente delante de la nariz. Continuó hacia lo que parecía el final de los puestos ambulantes casi a empujones para poder salir del cúmulo de gente que la rodeaba. Volvió a sentir las miradas fijas en su paso tanto de gente con turbante como de otras personas con sayones largos y deshilachados. Al alcanzar el último tramo, un tropel de niños la estrujó hasta resultarle imposible dar una sola zancada. Un sinfín de voces le reclamaban una limosna.

     Fue el santón con el que se había topado con anterioridad quien, apartando la horda de críos, la rescató del acoso. Prorrumpió en un llanto incontenible, que sólo acariciando sus cabellos él consiguió calmar y consolarla. Después de un itinerario entre callejas cercadas por chabolas desvencijadas alcanzaron una plazuela. Adela apenas se enteró al ir encogida y protegida por los brazos del anciano sobre sus hombros.

     Allí, en el porche de un local de hostelería, él la presentó a su amigo Jerónimo, un hombre también mayor y cortés. Aunque éste vestía un traje común de caballero europeo, la tonsura y las maneras atentas y suaves delataban su pasado adscrito a alguna orden religiosa. Jerónimo dijo pertenecer a una O.N.G. dedicada a la ayuda y cooperación con la gente más humilde y desvalida, los intocables, la casta más despreciada. Haciéndose cargo de la situación, le propuso acogerla en un albergue temporalmente, mientras tramitaba su repatriación con la embajada, o al menos pasar la noche en dicho refugio. Para entonces el primer anciano había desaparecido.

     Se dio cuenta Adela de que ni le había dicho su nombre, ni le había recompensado; ni tan siquiera dado las gracias. Le preguntó a su nuevo benefactor, pero éste le contestó que no importaba, que lo importante era que ella se sintiera bien, puesto que la recompensa estaba en haberla podido auxiliar. Bendita filosofía cristiana u oriental que inclinaba a los hombres a proteger a los hombres, pensó Adela.

     Sobre las ocho de la tarde le sirvieron un arroz con pollo muy condimentado en un salón repleto de comensales miserables. Su apetito hizo que lo devorase en cuestión de segundos. Esa noche la pasó en un pabellón donde se hacinaban un montón de cuerpos malolientes de ambos sexos. La inquietud de las anteriores horas la hizo sumirse en una pesadilla recurrente y sin fin, que se reiniciaba en el preciso instante que concluía:

     Huía por calles deshabitadas. La perseguían unos ojos desafiantes, impasibles. Conocía de sobra esos párpados, esos iris sin compasión que tanto pánico y desamparo la producían. No era la primera vez que la hostigaban. Siempre acababa siendo golpeada y humillada, tras de hacerle jirones la ropa. Sonaban las sirenas de un vehículo policial. En el preciso instante en que se presentaban los agentes salvadores la secuencia se interrumpía y regresaba al comienzo, al horror.

    Se desveló. Sintió cómo unas manos la sujetaban y le desabrochaban los botones de su vestido. Por un momento pensó que el sueño se repetía, aunque reproduciéndose con algunas diferencias. Abrió sus ojos para ver con pavor que aquello era muy real. Con violencia le acababan rasgando la ropa al resistirse y le quitaban la ropa interior. Un grupo de cinco individuos la sometía a tocamientos y terminaba siendo forzada por cada uno de ellos. Ni siquiera podía gritar, ya que le amordazaban también la boca. La cabeza girada hacia su izquierda apenas le permitió ver cómo una mujer mayor, que estaba acostada en la cama subsiguiente, se volvía del otro lado, ignorando su denuedo por soltarse.

     Cuando por fin la dejaron, Adela recogió su bolsa y salió tropezando, dolorida, hacia el final de la noche. Por su pensamiento únicamente pasó el fugarse de allí a toda costa. Resignada, se planteó la única salida posible, retornar al laboratorio. Desorientada, le costó ocultarse de miradas indiscretas lo que quedaba de luna. Cualquier posible encuentro era una potencial amenaza. Ya de día tuvo la fortuna de coincidir desayunando con un británico contratado por una multinacional, Clement. Comoquiera que ella tenía apuntada la dirección del centro residencial del grupo en previsión de perderse en alguna salida, él se ofreció a acompañarla en un taxi.

     Así fue como se reintegró al clan. Ahora bien, pese a sentirse aliviados por solventar el problema ocasionado por su ausencia, la amonestaron y previnieron de que, si se repetía la escapada, no la readmitirían.

     Disponían para entonces de todo el material necesario. Por ello convinieron que la prueba se desarrollaría al día siguiente sin más interrupciones.

     Los miembros del proyecto la recibieron con desconfianza. Ya estaban valorando servirse de cualquier desahuciado de la ciudad aunque su salud, resistencia y entendimiento a la hora de colaborar y explicar lo experimentado no fuera la más idónea.

     Nuevamente le resultó casi imposible conciliar el sueño, angustiada por vagos presentimientos. Recordó que varias de sus antiguas visiones oníricas habían tenido cierto contenido premonitorio. Mas no quería obsesionarse como le ocurrió en su infancia. El episodio cuando de niña amaneció en pijama en una zona del puerto con la impresión de un total cansancio tras haber sido perseguida a lo largo de la noche. Los médicos decían que seguramente padecía sonambulismo. Pero no era verdad. La silueta de un hombre entrado en los cincuenta, calvo, vestido con un gabán oscuro y con una mirada asesina fija en ella no se le quitó de la cabeza en muchos años. Tampoco la persecución como jugando al escondite por calles y hangares se le iba de la memoria. Y mucho menos el extraño crucifijo que le arranco del cuello a su perseguidor, la vez que la alcanzó y forcejeo con él hasta liberarse. Todavía notaba las secuelas del escalofrío.

     No quería ni pensar cómo aquel individuo había logrado entrar en su casa ni por qué le recordaba tanto a las facciones de su padre.

     Se sentía extraña, como si estuviera sucediendo algo suyo fuera de ella, como si en otro universo alguien le estuviera robando la vida. Y luego, aunque se resistió, no pudo evitar ingresar otra vez en la pesadilla del Amit, la quimera del Libro de los muertos egipcio, mitad cabeza de cocodrilo mitad cuerpo de hipopótamo, que devoraba las almas de los muertos.

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          La jornada del ensayo se inició de forma caótica. Los ruidos de un viento pertinaz y una tormenta inoportuna parecían querer sumarse al desorden de la actividad frenética que desarrollaban los allí reunidos y al desasosiego de Adela. Todo eran tropiezos y todo se producía a una velocidad vertiginosa. Por sus conversaciones se deducía la esperanza de que la temporada de lluvias que se avecinaba no se hubiera adelantado y les diera alguna desafortunada sorpresa.

     Y llegó la hora del experimento. La desnudaron y vistieron con el buzo. Penetró en una sala acristalada donde, según dijeron, únicamente permanecería ella durante la tercera fase del proceso, momento en que se iniciaría el contacto y puesta en marcha del equipo técnico y telemático. En aquel pequeño recinto vio dos largos sarcófagos como urnas metálicas acabadas en pico en su cabecera y unidos a dos tubos cilíndricos que parecían depósitos. Una especie de ojo de buey transparente se abría a la altura de la cara. El techo se abría al cielo sobre la perspectiva de estos cajones. Un indeterminado número de aparatos desconocidos, que dificultaban el acceso por la habitación, completaban el cuadro. Como en una película antigua de Frankenstein los ayudantes le pusieron los conectores en la testa y por todo el torso y el brazo derecho. Del otro lado del cristal apreciaba el movimiento de siluetas que debían pertenecer a Sky y los demás.

     Al ser introducida en una de las cabinas con forma de féretro tomó conciencia de que se hallaba unida a una especie de camilla con ruedas delgadas y de diseño convexo. Dichas camas se encontraban depositadas sobre rampas del tipo de una cinta mecánica. A su vez, las dos se apoyaban por los costados en unos brazos articulados.  Preguntó por curiosidad acerca de la especial delineación de las ruedas y le contestó una voz desde un intercomunicador interior. Pertenecía a Sky y le comunicaba que se trataba de una conformación diseñada para eliminar la fricción y el calor, así como la resistencia al aire. Al mismo tiempo, le señaló que se mantendrían en contacto por ese medio de audio por si fuera necesario darle alguna otra instrucción.

     En ese momento ella se percató de una aparente contradicción. Le habían dicho que no se movería del lugar, entonces ¿por qué tanto problema con la fricción? Pero justo en ese instante procedían a sedarla y lo dejó pasar.

     El interfono se había quedado conectado y mientras se dormía pudo oír retazos de la conversación que mantenía Salido con Sky…

     - ¿Estás seguro de que la refrigeración y el sellado térmico funcionarán bien en esta ocasión? No quisiera ver a nadie achicharrado como me ocurrió a mí – cuestionó Sky.

     - Tranquilo, no fallaremos esta vez. No podemos volver a cometer el mismo error que te dejó huella en el rostro – respondió el profesor.

     - Así lo espero. Confío que también actúen en la forma prevista las balizas de retorno y el control remoto. En todo caso, supongo que serán efectivos los dispositivos direccionales de regreso incorporados en los ordenadores de las cabinas, ya que probablemente fallará el contacto teledirigido en el agujero. Además, hemos invertido prácticamente todos nuestros haberes en la compra de material, en el instrumental, el local y los auxiliares. Si algo se malogra no será por no poner toda la carne en el asador.

     - Sí. Aquí hemos derrochado hasta el último céntimo. Pero con los nuevos aparatos el peligro de sobrecalentamiento está descartado. Nunca podrá reproducirse aquel desastre.

     Tras un silencio incómodo, continuó Sky…

     - Y al menos en la India el acopio de componentes es mucho más barato que en España.

     - Eso sin contar que nos quitaron la licencia allí y no podemos ejercer o experimentar en todo el país – se rio Salido.

     - Bueno, volvamos a lo nuestro. En pocos minutos la cabina estará en la fase óptima para comenzar.

     - Quizá por fin podamos mostrar al mundo que teníamos razón. Que es posible el tránsito por los agujeros de gusano si se desintegra la materia en un extremo y se reintegra en el otro.

     - Sí. Y si pudiéramos publicar nuestros resultados en las revistas científicas y llegara la aclamación universal, … Cuantos nos criticaron en el pasado no tendrían otro remedio que callarse la boca y alabar nuestros descubrimientos – se quejó Sky.

     - ¡Cielos, la demostración de los viajes a través de los pliegues del espacio-tiempo! Quizá la comprobación de los márgenes en la teoría de la relatividad. Tal vez la evidencia teorética o incluso potencialmente empírica de los mundos paralelos y confirmar que unos influyen en los otros. ¿Y si pudiéramos inferir que la ya formulada expansión acelerada del universo se detiene en las formaciones cósmicas del tipo de los agujeros negros…?

     -Pero bueno, si aún no estamos seguros de haber resuelto el problema gravitacional. En fin. ¡Vamos, vamos, contengamos estos pensamientos utópicos! Yo me conformo con la mostración de que existe la posibilidad de los saltos temporales. Y no será nada sencillo encontrar el túnel de ese agujero e impedir la absorción sin control. Suponiendo que sea correcta la hipótesis de que dicho orificio se encuentra siempre en el lado contrario a la tierra respecto de la elíptica solar y tropecemos con él y con la fórmula de trasvase que de sentido a todo esto. Y en realidad, globalmente, parece como buscar una aguja en un pajar.

     - Es cierto. ¡Ojalá no resulte ser como un pozo sin fondo! Llevamos tanto tiempo detrás de la consecución de algún elemento probatorio que sustente nuestras ideas que es mejor tener paciencia y perseverar, aun a costa de nuestra salud y de la del sujeto del experimento. Es muy posible tener que repetir los ensayos hasta lograrlo- vaticinó Salido con una mueca de resignación.

     - No creo que nuestra financiación nos permita muchos errores.

     - ¡Venga, ten fe! ¿Está todo listo, chicos? - dirigiéndose a los operarios, que gestualmente lo confirmaban -. Ya está todo a punto. Te cedo el honor de darle al On – le ofreció a Sky.

     Y el aludido conectó el dispositivo. Al poco un runrún confirmó el inicio del sistema.

     -Allá va el asalto al tiempo, el salto, el salto, el salto…- una voz mecánica entro en un bucle.

     Entretanto Adela creía ver el interior de un cuerpo, sus elementos mínimos, unos quietos, otros moviéndose a tal velocidad que casi no se apreciaban, unos del pasado, otros del futuro.

     La somnolencia era total. En su mente se abrió un cielo con una playa al fondo. Se hallaba tumbada en la arena. La sensación de placidez y calor, la luz que reverberaba en las olas... Notó una molestia bajo la toalla a la altura de la cabeza. Se volteó para retirar una supuesta piedrita en esa zona. Se dio cuenta entonces que había un pedregal que llegaba casi hasta la orilla. Levantó la piedra que le incomodaba y bajo ella halló un pequeño alacrán negruzco. El susto fue tremendo. Se incorporó de golpe.

     El sol se fue haciendo insoportable. Ahora percibía que se encontraba en un desierto. Los brillos en las olas a lo lejos eran tan solo reflejos de algo parecido a los espejismos. En aquel páramo impenitente que quemaba su piel el alacrán alzó su ponzoñosa cola y hundió el aguijón en el brazo de Adela. El batir de las partículas de arena producto del viento amenazaba con tragarse su cuerpo, mientras notaba cómo el veneno letal iba haciendo efecto en su organismo.

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     Despertar entre sobresaltos, mareada; la sensación de encontrarse como en otro contexto. No sabía qué había pasado. Y esos ojos que no cesaban de venirse a la cabeza de Adela. Abrió por fin los suyos para intentar situarse en la realidad. Mientras se proyectaban en su mente imágenes inconexas consiguió mirar alrededor. Forzó la tapa del sarcófago para liberarse. Percibió que el laboratorio parecía completamente arrasado. Todavía debía estar aturdida porque creyó haber salido de la segunda cabina. Se preguntaba dónde estaban Sky, el profesor y los otros, pero comprobó que no había rastro de ellos.

     Con mucha dificultad logró salir al pasillo exterior apartando objetos que ni recordaba y empujando puertas que trababan los accesos. Pretendía recobrar la dirección de salida a la calle para escapar de aquella edificación semiderruida y bajo la amenaza de desplomarse sobre su cabeza. Cuando por fin lo consiguió, descubrió que aquella parte de la ciudad estaba en ruinas, como si hubiera sufrido los impactos de un bombardeo.

     Después de una larga caminata se topó con un tropel de gente inmersa en sí misma, en sus pensamientos y quehaceres. Nadie parecía preocuparse por ella, pese a que su vestimenta y actitud difería por completo de la de los demás. Al poco de tropezar con personas de muy dispar catadura y aspecto, vislumbró los tenderetes de un mercado. Llegó allí tras otro paseo sin norte, sorteando construcciones en las que también se apreciaban daños considerables. Entre tantos cientos de personas fue a tropezar de nuevo con el viejo envuelto en su dhoti. El destino parecía querer protegerla ahora.

     - Sí. Necesitas ayuda. Acompáñame – le dijo con su voz cariñosa.

     - Gracias – solamente fue capaz de contestar Adela.

     Ella se dejó conducir hasta una zona de la ciudad en la que no se notaban los estragos de antes.

     - ¿De dónde eres? – se interesó él.

     - Soy española – apenas le salió una vocecita meliflua.

     Tal era su estado de desfallecimiento que no podía casi articular palabra y mucho menos mantener una conversación normal.

     - Pero qué falta de cortesía la mía. Mi nombre es Satnam y el tuyo creo que es Adela.

     -  Sí, Adela.

     Estaba desconcertada. “¿Cómo sabía su nombre?”, pensó. Pero no tenía ganas ni de preguntar.

     -Oh, no te asustes. Conozco tu nombre y lo que te ocurrió por amigos comunes como Jerónimo. Yo mismo te llevaré hasta el consulado donde puedas tramitar tu repatriación. Te preguntarás qué ha pasado para tanto destrozo en los edificios. Pues te diré que es producto de unos temblores de tierra en un radio de siete kilómetros alrededor de la ciudad y que no son nada frecuentes.

     “Bien”, recapacitó Adela, parecía tener noticia de sus problemas. Pero, salvo que leyera su pensamiento, “¿cómo descubrió lo que ella se cuestionaba y por qué conocía su identidad?”.

     -Oh, yo conozco tantas cosas…, y el origen de otras muchas. Pero no es el momento de dar las explicaciones oportunas -repuso él.

     Definitivamente leía el pensamiento, consideró Adela. Así que se dejó llevar.

     En muy breve tiempo le consiguieron un alojamiento y un medio aéreo de regreso a casa. Durante el intervalo apenas se atrevió a salir de la habitación para alimentarse y realizar los trámites imprescindibles. En la oscuridad del cuarto nocturno la estancia se llenaba de visiones y pesadillas con cejas pobladas y pupilas que la inspeccionaban fijamente.

     Adela se sumergió en un sueño angustioso. En la plaza del castillo se celebraba el habitual mercado mensual y los muchachos competían con el arco a acertar a la diana ubicada bajo uno de los arcos de la muralla.

     Entretanto las niñas jugaban a la gallina ciega. A Adela le correspondía el turno de ponerse el paño sobre los ojos y localizar a tientas a los demás. Otros ojos saltones y orgullosos permanecían fijos en ella. Adolfo, el primogénito de los Malasaña, señores de la fortaleza, se puso delante de ella. Ella trató de adivinar la identidad del capturado, pero al notar la interrupción de las risas de los otros niños se quitó la venda. No era la primera vez que él la perseguía y abusaba de ella llevándola al silo, por lo que optó por la huida hacia las caballerizas. Adela pasó a todo correr por donde jugaban los chicos. Sin embargo, al pasar él, la flecha de Umberto, un amigo de Adolfo bisojo y malcarado, se desvió incrustándose en el cuello de éste. No se pudo hacer nada por salvar su vida. La saeta le había seccionado la carótida.

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     Todo fue tan rápido que en sólo cinco días se encontraba de nuevo en el aeropuerto de Barajas.

     Nada más bajarse del avión comenzó a sentir nauseas. Ya ante el taxi contactado en el acceso al aeropuerto para trasladarla, los amagos de vómito fueron insoportables y se derrumbó perdiendo el conocimiento.

     Lo siguiente que recordaba Adela era un despertar perturbador en la cama de un hospital. Una enfermera le preguntó si ya se encontraba mejor. Ella no supo qué contestar.

     - Ahora la atenderá el doctor Lázaro Redivivo. Ya verá qué pronto se recupera – le informó aquella -. Es un gran profesional… ¡Quien pudiera…! – continuó, diciendo en un murmullo lo último.

     - ¿Dónde me encuentro?

     - En el Gregorio Marañón de Madrid, en la sección materno- infantil. Y no se preocupe, únicamente ha sufrido un desvanecimiento. El futuro bebé se encuentra en óptimas condiciones.

     - ¿Cómo?

     - Tranquila, mujer. Todo está dentro del proceso natural de la vida. Y ya le digo que el feto está en perfecto estado – le retiró el termómetro que previamente le había colocado y le dio unas palmaditas en el brazo para calmarla.

     Para cuando se fue la enfermera ella no se había recuperado del estupor.

     - ¡No, no! ¡No me lo puedo creer! Esto no es más que otro mal sueño.

     Pero la vía en su brazo izquierdo conectada a una bolsa de suero no dejaba lugar a dudas. Unos minutos después hizo su aparición un hombre en bata blanca que dijo ser el doctor Redivivo.

     - ¿Cómo se encuentra?

     - Eso me lo tendrá que decir usted a mí, doctor. Todavía no me hago cargo de mi situación, ni sé qué ha ocurrido – repuso Adela.

     Él se sonrió. Su apariencia le resultó agradable y simpática.

     -Pues vera, sus constantes son normales. La situación de la criatura que espera es absolutamente perfecta. Respecto a la última cuestión, lo que le ha ocurrido, sólo usted la conoce. Como digo su estado es normal… Salvo que padezca pérdida de memoria, en cuyo caso habría que mirarlo.

     - No, no, doctor. Déjelo.

     Él volvió a esbozar el gesto que, a ojos de Adela, era una atractiva curvatura de la boca sonriendo.

     Ella comprendió lo absurdo de decir que no recordaba casi nada de lo sucedido para estar embarazada. Por tanto, no dijo nada más.

     -Bien. Supongo que es primeriza. Hasta que sea dada de alta yo la visitaré a diario. Usted me dirá si siente alguna molestia o desajuste reseñable. Esta misma tarde le haremos una lectura monitorizada de las constantes del feto. Aunque hasta el momento todo parece correcto. Ya cuando acuda a visitas ambulatorias le seguiremos haciendo pruebas y sobre los tres meses le haremos una ecografía. Pero todo eso con el tiempo. Tranquila, todo va bien- y recuperó la sonrisa de su cara.

     - Gracias – intentó también sonreír, pero una lágrima incontenible cayó por su mejilla.

     Al cabo de la visita médica, se esforzó en liberar su cabeza. Trató de arrumbar con todas sus fuerzas cuanto había oído sobre los pliegues y saltos temporales, los mundos oníricos o paralelos y todas aquellas teorías absurdas citadas por Sky y los demás. 

     El día transcurrió apaciblemente. En la radio de Carmen, su compañera de habitación, se anunciaba el ajuste horario. Aquella noche, a las tres de la mañana serían las dos en punto. “Ella sí que sentía un desajuste horario”, pensó. Al oscurecer, Adela logró relajarse y olvidar la coyuntura a la que le abocaba lo vivido aquellos últimos quince días. Se sumió en un ensueño inquieto. Su bebé lloraba. Lo sacó de su cuna y, tras comprobar que no se había hecho caca, liberó su pecho al pensar que tendría hambre. Efectivamente succionaba como si le fuera la vida en ello. Todavía adormilada giró la cabeza para ver reflejarse su imagen y la de la criatura en el espejo de la consola.

     -A este crío habría que cortarle las uñas enseguida – pensó -. Le crecen a una velocidad increíble…

     Los pelos se le pusieron de punta al observar en el reflejo un extraño engendro con garras pegado a su pecho. Y también podía vislumbrar entre una especie de bruma los cadáveres de Sky y Salido tirados por el suelo…

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     El día transcurrió apaciblemente. En la radio de Carmen, su compañera de habitación, se anunciaba el ajuste horario. Extenuada, Adela penetró en un mundo onírico.

     La pesadilla habitual se adueñó de su inconsciente. El hombre del gabán la acosaba hasta un pabellón abandonado del puerto. Ella probó a convencerlo de que no le hiciera daño. Le dijo que estaba embarazada y que por favor la dejara vivir en paz junto con la vida que llevaba en su vientre. Pero eso sólo consiguió encolerizar aún más al agresor. Insultándola, al grito de “¡zorra!”, le rebanó el gaznate.

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     El día transcurrió apaciblemente. En la radio de Carmen, su compañera de habitación, se anunciaba el ajuste horario. Adela se resistía a dormir; sabía que resurgirían entre la bruma de la pesadilla esos ojos amenazadores, desafiantes y desalmados. Pero le acabó venciendo el cansancio de tres días con apenas sueños ligeros.

     El hombre del abrigo largo la persiguió hasta el depósito de mercancías de carga. Ella se desmayó. Cuando recuperó la conciencia vislumbró la imagen de sus familiares. Allí estaba el señor perseguidor del gabán, que, después de un lapso temporal imposible de recordar para Adela, la había recogido y llevado hasta su casa, su padre.

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     El día transcurrió apaciblemente. En la radio de Carmen, su compañera de habitación, se anunciaba el ajuste horario. La enfermera le recomendó que descansara. Deslizándose en una modorra que se debatía en los límites del sueño, entró en una nueva visión.

     Unas pupilas ya conocidas la hostigaban e intentaban acorralarla, en tanto continuaba viaje en la cinta de traslación hacia la planta ciento cuarenta y dos, donde residía. Los navíos estelares de transporte y de pasajeros sobrevolaban su cabeza en dirección al hangar de destino. Ya se aproximaba a la estación de teletránsito. Sacó del bolsillo de su buzo el sintonizador con la intención de llamar a casa. Él sacó del suyo un instrumento antiguo, un afilado cuchillo, mientras se acercaba a toda prisa acortando camino en la cinta. Adela no pudo decir una sola palabra por el intercomunicador. La cortante hoja la seccionó el cuello.

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     El día transcurrió apaciblemente. En la radio de Carmen, su compañera de habitación, se anunciaba el ajuste horario. Entre las sábanas del lecho en el cuarto del hospital se acurrucó queriendo iniciar un sueño reparador. El fluir insensible del reloj, el latir de la vida, la rodeaban como amparándola. El sopor hizo que cedieran sus defensas y la alucinación la arrebató del mundo consciente.

     La gente se dirigía a sus labores rutinarias con desgana. Las miradas adoptaban una señal inequívoca de aburrimiento y resignación.

     Pero pronto la secuencia del devenir de las personas que la rodeaban adquirió una velocidad de vértigo, un movimiento progresivamente acelerado, del mismo modo que le había ocurrido en un laboratorio que vagamente recordaba. Sus cuerpos ya sólo se mostraban como un borrón ante la vista, cual haces de luz, hasta consumirse y diluirse en una líquida mancha blanca. Por último, como después de un descanso, volvieron los perfiles de figuras, calles y objetos, pero nada se movía. Todo eran siluetas y cosas inmóviles… para siempre.  

    

    

                     

              

    

 

    

 

 


 

 

 

 

 

 

 

LA   HORA   DE   ATRÁS

 

 

 

                                                                                                                            AIRON



 




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