PROMETEO (Relato)

 



       El teatrillo de la universidad era un lugar muy especial para mí. Pequeño y coqueto, disponía de la equipación imprescindible para ejercitarse en las prácticas histriónicas. Su tenue luz, sus cortinajes, sus arcos de medio punto de antigua construcción, me producían un efecto sedante y una especie de tristeza sentimental rayana en la añoranza. El lugar ideal para reflexionar, para rebuscar entre los recuerdos y para matar el tiempo, el deseo y las promesas. La búsqueda del fuego eterno, la quimera de antiguos actores, había concluido con la acostumbrada inclinación de cintura de los personajes, la postrera reverencia falta del aplauso final.

     Subí al proscenio por la escalerita lateral que unía el pequeño patio de butacas con el escenario. Sobre la marca del foco cenital di media vuelta cara a los espectadores perdidos. El vacío de nadie ante los ojos y un solo actor ante las butacas, un único yo…Las manos en los bolsillos. La dicción sin vértigo…

     - ¿Quién habrá pisado esta tarima? ¿Cuántas ilusiones y sueños se habrán esfumado aquí? ¿Cuántos nervios?

Perdido en la bruma pregunto…

¿quién, estrella de la noche, pudiera

perderse en cada broche de tu firmamento

y ser

la quimera del viento inerte por ti hallada?

Responde al corazón estéril…

¿quién, princesa desterrada, pudiera ser

la tierra fértil y el juglar

sobre el que construir

tu castillo de azahar y entonar

tu canto de siembra?

¿Quién pudiera morir en el pozo del olvido,

en el mapa herido de la isla hallada

en tus ojos?

Soy Prometeo, soy el fuego que emana

del gozo vivo de tu mirada.

     Muchos sentimientos reales y ficticios habrán desempeñado su papel en este lugar apoderándose de los actores. Cuántas vidas falsas y auténticas habrán girado como una rueda que se lo traga todo.

     Otros trece pasos hacia atrás. Me encaminé hasta el telón de fondo sobre el que gravitaron un sinfín de cuadros escénicos. Con una medida genuflexión y haciendo mutis por el foro, por uno de sus laterales, fijé mi vista en el conjunto de objetos vacíos y abandonados que, como un sucedáneo de vida y muerte, daban fe de que fueron sin existir algún día, y ya ni tan siquiera eran: anuncios de funciones, trípodes, instrumentos rotos, un cuadro de focos apagados para siempre, baúles de atrezo, cajas, sillas, un franco amasijo procaz. Y una carta amarillenta de despedida dirigida a un hombre desdeñoso, indiferente. ¿De quién sería? Y ¿a quién dirigida?

Por detrás de la cortina y el lienzo final, entre bambalinas, apoyé la frente y no pude detener las lágrimas de soledad oscura y desaliento, de rencor callado ante la indiferencia, que tanto gritaba dentro.

     En ese instante entraba ella al teatro, más parecida a François Hardy que ella misma, ojos ambarinos, nariz respingona, esbelto cuello, con su risa cantarina y melodiosa, acompañada del apuesto director, fuerte y moreno, bien parecido…a un buitre rondando la presa. Se apoyaba éste en un bastón de utilería, empapado de su papel de director de cabaret.

     Palabras melosas, susurradas, miradas golosas, selladas caricias, donde la proximidad de los cuerpos se convertía en unidad, en roce íntimo y beso.

    Los tres formábamos parte de un grupo de teatro surgido en la universidad al calor de las inquietudes literarias y artísticas. Llevábamos algunas semanas ensayando una obra nueva en aquel escenario. En su interior también habían ido creciendo los impulsos sentimentales y los inevitables celos.

     Una única lágrima nueva se despidió sin recompensa, mientras mis ojos se amparaban en los ojos del cortinaje perforado, para espiar con miedo a ver. Los abrazos y carantoñas fueron reemplazados por manoseos y respiraciones agitadas. Las manos del director buscaban sus nalgas, se enredaban en el cuello, los hombros, los pechos. Los pezones erguidos respondían a la experta fricción y al pronunciamiento del sexo masculino.

     No podía despegar la vista de los agujeros troquelados, y salir del refugio hubiera resultado sospechoso, por mucho que en un principio no fuera un acecho intencionado. Las ganas de desviar la vista con despecho se veían rechazadas por la curiosidad y el deseo.

     El director inició la maniobra de desabrochar los botones de la camisa de ella. Protegiéndose ella con sus manos rechazó esta operación. Él intentó manipular la blusa por el costado, sacándola de su cintura e introduciendo la mano. Una vez conseguido probó a desabotonar el pantalón. Pero ella no se lo permitió. Aquellos dedos, aquel deseo insistía en sus maniobras, aunque sin conseguirlo, otra vez rehusado.

     Al poco el asedio persistente provocó que ésta interpusiera el brazo, con la intención de decirle que no se iba a plegar a sus deseos e intentando rehuir el apretón. Contrariado, volvió a ceñir sus caderas; la abarcó estrujándola. Nuevamente ella repelió el embate opresivo, más y más agresivo, asfixiante. Por último, le dio un bofetón. Él se lo devolvió, empujándola contra la butaca en la que estaban apoyados. Ella recuperó su equilibrio y levantó una vez más la mano. El empellón en esta ocasión fue tan fuerte que cayó desmadejada, golpeándose en los reposabrazos de las butacas. En esa misma posición la golpeó violentamente con el puño cerrado. Un puñetazo más y quedó aturdida, prácticamente inconsciente, con un hilillo de sangre que se descolgaba por la comisura de sus labios.

     No podía creer lo que veían mis ojos. Decidí intervenir abandonando el cubil, pero una inmovilidad incontrolada y nerviosa me impedía moverme. Petrificado pude observar cómo atenazándola por las solapas, desgajó los botones superiores de la camisa. Hecho esto, manoseó libidinosamente los pechos apartando el sujetador, y comenzó a desabrochar el pantalón. Me sentía paralizado, si bien, agitando con vehemencia la cabeza, me pareció que me despejaba y recuperaba la movilidad. Asomé por el lateral en dirección al patio de butacas.

     Ella pareció empezar a convulsionar al haberse dado un fuerte golpe entre la nuca y el cuello. En esa tesitura percibió el director mi aparición. Viéndose descubierto, volcó toda su atención en mí. La expresión de ira en su cara, rechinando los dientes, se irguió y con paso rápido se fue aproximando a mí. Reconocí un no sé qué bestial, feroz y sádico en su rostro. Lo cual me hizo detenerme en seco, temiendo por mi integridad.

     Reculando marcha atrás tropecé con el desnivel del escenario. Giré en dirección a las primeras filas de butacas de nuevo, intimidado. De un salto salvé la altura que me separaba del proscenio, rebasando al momento la esquina del telón y buscando un lugar como refugio para ocultarme. Por fin vi un montón de tablones tras los que podría esconderme. Descontroladamente corrí hacia allí sin pensar que seguramente me encontraría y me atenazaría. Intenté llegar, no obstante, casi volando. Mas tropecé con una silla. La pierna derecha se me quedó atrás en un escorzo innatural; no me obedecía, quizá se me habría roto. Manoteé intentando apoyarme en algún asidero, pero fallé. El golpe en la cabeza contra un trípode fue brutal y me dejó definitivamente lisiado. La última imagen en mi recuerdo fue su sonrisa de satisfacción al acercarse a mí con su bastón enarbolado.

    

 


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