EL TÚNEL DEL TREN (Relato)

 



 


       Al final del paseo una barandilla bordeaba la boca del túnel subterráneo. Al lado de la baranda, en una caseta de obras tapada con una puerta desportillada y suelta, yacía encogido un joven indigente tuerto con una barba de varios días y cubierto por cartones. Los habituales de la zona, gente con prisa, ya lo conocían y ni siquiera le dedicaban una mirada compasiva.

     Bajando veinticinco escalones, se llegaba al rellano en que una vieja envuelta en su jersey, su toquilla y abrigo vendía caracolillos (llamados “magurios” por mucha gente), pinchos morunos hechos con una freidora portátil y lotería que ofertaba a gritos. Por debajo del pañuelo de la cabeza anudado al cuello, sobresalían guedejas de pelo canoso y desmadejado.

     Descendiendo cinco escaleras más, comenzaba el túnel en sí, que atravesaba las vías por abajo, un pasillo estrecho de unos cuarenta metros de largo y con dos embocaduras de salida: una a la izquierda, dirigía a los usuarios hacia la vía del tren que enlazaba con la zona minera; y otra al fondo, que igualmente servía para acceder a la vía de sentido contrario y para la salida del propio corredor al otro lado del barrio, con su tramo de escaleras similares a los de entrada. Los apliques de luz no duraban mucho. Poco después de ponerlos resultaban dañados y acababan por ser inservibles.

     Un poco antes de la hora de salida prevista para los convoyes la frecuencia de pasajeros aumentaba, convirtiéndose en una turba, un vendaval de gente apresurada. Era la hora fugaz prevista por un joven ladronzuelo, padre de familia, para aprovecharse de las prisas y la desatención de los pasajeros y extraerles las carteras metiendo la mano en los bolsillos sin que apenas notasen nada. Eso mismo hacía en otras ocasiones mientras el gentío aguardaba en el andén. Cuando su actividad era percibida y la víctima se revolvía o comenzaba a gritar señalándole, no le cabía otra opción que correr más que el perjudicado.

     La policía ya conocía su actividad, pero pocas veces lo cogían in fraganti. Y aun cuando lo acabasen capturando, el producto del robo era de tan escasa entidad que quedaba allí mismo libre a la espera de ser juzgado o simplemente se le expulsaba del lugar, sobre todo cuando el damnificado recuperaba sus cosas y manifestaba no querer denunciarlo.

     - ¿Para qué? Si sólo sirve para hacerme perder tiempo en el juzgado- era el comentario habitual.

     También se afanaba con el mismo fin una cuadrilla de golfos que, a manera de hordas a la carrera, despojaban al personal de lo que podían y trotaban a empujones sin que nadie pudiera ponerles freno. Se trataba de la banda del Chiquito, así llamado por su pequeña estatura, aunque era el más fuerte, el más salvaje y el de peor genio, conocido delincuente menor de edad y jefe de una mezcolanza de niños procedentes de familias con escasos recursos. Si bien Chiquito sólo tenía algún mes más que los otros.

     En la camarilla sobresalían dos entre los catorce componentes: Ladilla, muchacho enteco y débil, pero muy listo y de genio vivo, cuyas tácticas y planes eran aceptados por todos; y Box, con apariencia de boxeador de nariz chata (de ahí el apodo), que superaba a los demás en medio metro, cuyos cometidos principales eran el de guardaespaldas y el de ejecutor.

     El plantel de habituales del túnel lo completaban una pareja de yonquis, Zapo y Vera, que estafaban, robaban dinero, carteras, teléfonos… Ella incluso se ofrecía para el desahogo sexual de quien se atreviera a aceptar sus proposiciones aunque se apreciaba a simple vista su condición en el rostro demacrado. El osado resultaba normalmente atracado en cualquier esquina. También acudía de forma rutinaria por allí Alma, una chica ciega muy joven y muy bella, que se desplazaba casi todos los días a su puesto de venta de lotería en la capital.

     - ¿Qué tal te ha ido la jornada? – solía preguntar a la vieja de vuelta a casa.

     - ¡Vaya…! - Era la respuesta acostumbrada-. ¿Y tú?

     Y comenzaban una conversación, como solían hacer, en la que no faltaban alusiones al tiempo y a la salud.

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     La última temporada, después del verano, habían comenzado a sucederse casos extraños de muertes violentas en las inmediaciones del túnel. La policía investigaba, pero no lograban dar con el autor. Respecto a los seis últimos en el plazo de año y medio, se especulaba con que probablemente se tratara de una sola persona, fuerte, que asaltaba a sus objetivos al descuido y normalmente por detrás, dadas las heridas que dejaba. Sin embargo, los cadáveres no mostraban en las autopsias otras marcas defensivas, ni roces ni arañazos, como si apenas se hubieran apercibido de lo que se les venía encima y la sorpresa fuera total. En el punto donde habían sido localizados los difuntos nada delataba a ningún autor concreto. Ni un solo resto daba indicios de la persona autora o señalaba la personalidad del criminal. No obstante, todo apuntaba a un asesino en serie diestro, premeditado, impávido y sin compasión.  

     Ahora bien, no encajaba en ningún patrón en cuanto a las víctimas, el modus operandi o el tiempo y frecuencia de los hechos. Los investigadores estaban desconcertados. Sólo podían determinar que siempre se habían producido muy cerca del túnel.

     Tampoco se podía determinar la intención final y el móvil seguido como pauta. El motivo presumiblemente fuera el robo, puesto que les había desaparecido el dinero y otros efectos de valor, y a veces curiosamente los familiares de los afectados notaban la falta de fotografías personales.

     El forense apreciaba incisiones en la nuca o el corazón, como si el arma utilizada fuera un estilete muy eficaz.

     Comenzó a extenderse el rumor de que una imagen espectral, asociada por algunos a cierto ferroviario que se tiró a las vías, se aparecía por el túnel en noches de luna llena y tormentas fuertes, y sería el ejecutor de las sentencias homicidas. Los policías hacían todo tipo de preguntas, se deshacían en situar y valorar todo tipo de circunstancias, objetos y vestigios fotografiados y recogidos en el lugar de los hechos.

     Fueron investigados los viajeros o posibles testigos diarios, Alma, la anciana, el joven ladrón, los drogadictos, la pandilla de menores y el indigente. Nada se dejó al azar. Sin embargo, no conseguían dar con él, si bien las sospechas más extendidas apostaban por el mendigo, ya que no disponía de coartada ninguna y se le había sorprendido en mentiras más o menos evidentes.                                                                                                                     

   Se interrogó a todo posible conocedor de los hechos y a los vecinos, por si en el transcurso del tiempo en que ocurrieron los crímenes hubieran visto algo extraño o una persona sospechosa, pero no obtuvieron resultado. Se publicó en medios de prensa la noticia somera de los hechos, solicitando la colaboración de quien pudiera aportar algún dato junto con un número de contacto.

     Una mañana un operario se pasó la jornada completa instalando un tendido eléctrico y cámaras. Pertenecía a una empresa contratada por el ayuntamiento ante la alarma vecinal con la intención de grabar los movimientos de todo el que pasara, por si quedase inmortalizada la figura del homicida. Aun así, el plan no cumplió su cometido ni el primer día al fallar el tendido y la señal remota. Más aún, cuando la totalidad de las cámaras resultaron destrozadas esa misma noche.

     Posteriormente se pensó en clausurar de manera definitiva el pasaje. Mas la alternativa de acondicionar un corredor elevado era muy cara y la posibilidad de establecer un paso a nivel para peatones podría estar a punto a medio plazo, y produciría más riesgos añadidos que beneficios.

     Durante el lapso de un mes la anciana vendedora no había acudido a su puesto habitual. Se empezó a temer que hubiera podido ser una nueva víctima del homicida, aunque finalmente volvió a su actividad, provocando la grata sorpresa de su reaparición. Explicó que había estado enferma en ese intervalo de tiempo.

                        **************************************

 

     El caso fue encargado al comisario Matamoros, cuyos éxitos al frente de los últimos sumarios de violadores y criminales de toda la zona norte habían sido más que sonados. No era muy considerado por la dirección de la policía, ni tampoco resultaba respaldado dentro de su propio gremio. La prevención con él retraía a todos los sectores policiales por sus tácticas demasiado orientadas a la resolución rápida de los procesos, sorteando los límites de la ley, y por sus métodos excesivamente anticuados y agresivos, que prometían resultados en poco tiempo, pero de una manera muy controvertida.

     Ahora bien, desde el momento en que las críticas contra la eficacia policial arreciaron, no hubo más remedio que llamarle.

     Su fórmula no fue una investigación más profunda de los hechos ni un estudio individual de cada detalle. Tampoco aceptó la ayuda de un psicólogo criminalista, que le ofreció preparar un dossier con el perfil psíquico del autor junto con los fundamentos éticos, imperativos etiológicos, causas finales y motivación de la esencia criminal. Su dictamen jamás hubiera estado influido por la consideración del ejecutor como un caso clínico que era necesario desactivar. No le interesaba para nada la evolución de la personalidad delictiva. Le traía sin cuidado si se trataba de un componente de una familia desestructurada, si la ansiedad constituía el acicate para delinquir, como satisfacción de un apetito morboso, o si se trataba de una fascinación por la muerte. Tampoco creía en fantasmas y apenas en locos sádicos.

     -El proceso de construcción y deconstrucción de la mentalidad homicida me la trae floja – solía decir a sus colaboradores y subordinados-. Me interesan los resultados y la pesca de todos estos cabrones que se dedican a joder a la población dónde, cómo y cuándo sea.

     En eso consistía su lema y, sin duda, se afanaba en esta fórmula.

     Comenzó aislando a su posible presa con el fin de presionarla hasta conseguir forzar una confesión, o, al menos, extraer toda la información disponible. En el peor de los casos amenazaba a la persona investigada con procurarle un seguimiento tan exhaustivo que “no podría ni ir a mear sin que le viesen sus agentes”.

     Reservó al indigente para el final por ser el candidato número uno y encomendó a sus ayudantes que trajeran a su presencia a los toxicómanos, eso sí de forma “voluntaria”. Los subalternos ya sabían con ese término hasta qué niveles de coerción podían llegar.

     Les confinó en unas dependencias antiguamente utilizadas como almacén y abandonadas para tal fin por la humedad y las condiciones sanitarias, dado que no permitían conservar con una mínima garantía documentos, objetos y efectos de prueba. Lo cual no impedía que fueran utilizadas para otros menesteres.

     -Estos yonquis ya están acostumbrados a las ratas y las cucarachas. No son más que otras cucarachas de distinto pelaje. Se llevarán bien entre ellos – le dijo al cabo Calixto Sayón cuando le objetó que llevaban ya ocho horas en el cuchitril.

     - Pero, señor, ahora mismo se estarán dando contra las paredes por el síndrome de abstinencia – le advirtió el cabo.

     - Pues por eso. Mándalos a mi despacho cuando se cumplan las doce horas. ¿No habrán solicitado la presencia de su abogado? ¡Ja, ja, ja! – le preguntó como si le importase, aunque no pudo reprimir la risa.

     - No se han atrevido, señor.

     - Mejor.

      Cumplido el plazo señalado los subieron a la planta en que se hallaba el despacho del comisario. Sin embargo, pese a acosarles y acusarles no lograron una confesión del crimen. Eso sí, al menos consiguieron esclarecer otros quince delitos, propios de ellos o ajenos. Según intuía el cabo, incluso habían confesado algunos hechos que desconocían o en los que no habían participado en absoluto.

     El segundo convocado en audiencia fue Chiquito. Más bregado y acostumbrado a tales situaciones, no soltaba prenda. Se negaba a contestar a cualquier pregunta. Matamoros decidió tomar personalmente cartas en el asunto. Bajó hasta el almacén y pidió que lo esposasen y le dejasen solo con él. Le constaba que no había cámaras en el acceso a esa zona y se había asegurado de que fuera trasladado a ese lugar sin ser observado por nadie, cubriéndole con su chamarra.

     Después de los primeros cachetes y golpes con la guía telefónica seguía enfrentando la mirada desafiante. Con los primeros porrazos y el sometimiento a la clásica bañera pareció ablandarse un poco. Para cuando le aplico los electrodos en los genitales, tras amarrarlo fuertemente, se derrumbó y preguntó con insistencia qué querían saber. Matamoros forzó un tanto la situación, volviendo a aplicarle los terminales de los cables, para asegurarse de que recibía las contestaciones adecuadas.

     Pero entonces Chiquito comenzó a convulsionar y a sufrir ataques de actos reflejos sin ningún control. Aunque en principio consideró que se trataba de una triquiñuela, la persistencia en tales reacciones le hizo tomar sus precauciones. Llamó al cabo, que era su mano derecha y personal de confianza. Éste a su vez solicitó la presencia de un agente adiestrado en enfermaría y en recuperación cardiopulmonar al que habían aleccionado previamente, puesto que el delincuente parecía no respirar ni notársele el pulso.

     Mas ya era demasiado tarde. No quedó otra opción que dejarle tirado por la noche en un solar donde lo encontraría cualquiera y seguramente nadie se alarmaría en exceso. Así fue, con el tiempo en los medios policiales y de prensa se extendió la versión de un posible ajuste de cuentas. Y ni siquiera su familia se preocupó en aclarar lo sucedido. Descartó convocar a Ladilla y a Box. En todo caso, si manifestaban alguna prevención, les daría un repaso que no se les olvidaría nunca. Sólo el primero sospechó que los policías podían tener algo que ver. Sin embargo, era lo suficientemente inteligente como para no ocurrírsele abrir la boca por las seguras represalias. Le pareció más oportuno cambiar de aires junto con el resto de la cuadrilla.

     Por último, una vez descartado el joven ladrón, y lo mismo Alma y la vieja, debido a la más que segura imposibilidad de cometer los delitos, se trajo al indigente. Mostró cierta reticencia a colaborar en la investigación, pretextando que su declaración no les valdría de nada, porque no poseía datos ciertos acerca de los hechos, ni conocía detalles o aportes útiles.

     Esto hizo a la policía aumentar sus reservas y desconfianza. Los recelos se acrecentaban con las respuestas evasivas. Aun así, acabó por mostrar su conformidad en colaborar. Prestaría declaración en cuanto hiciera falta tras recibir una llamada a un teléfono de contacto concreto.

     -Es listo el muy cabrón. Ha realizado una llamada a su hija delante de mis barbas cuando lo traíamos, diciendo dónde le llevábamos y que estaba perfectamente de salud por si le ocurría algo – informó el cabo Sayón a su jefe.

     - Me da igual, le pienso sacar la confesión a hostias si es preciso – respondió Matamoros.

     - Tenga cuidado, señor. Ha tenido la desfachatez de hablar con la regente del bar cercano a donde duerme, que parecía conocerle, insistiendo en que se fijara sobre su estado físico, aparentemente bueno, y que temía por su integridad.

     - No te preocupes. Aunque habrá que buscar otro acicate para hacerle hablar.

     - Ya sabe que tiene pendiente un robo con intimidación y una orden de alejamiento de su ex – le documentó el cabo.

     Veinte minutos después se entrevistaba el comisario con el indigente Alfredo Covarrubias, si bien ahora en una sala de interrogatorios bien acondicionada y equipada.

     -Y bien, señor Covarrubias, ¿le apetece un café o un cigarrillo? – ofertó el comisario, aparentando un talante amigable. - ¿Qué me puede decir de los asesinatos? – le espetó ya sin más miramientos.

     - Escuche, no poseo apenas información de los casos. En todo caso, como ya le dije a su subordinado, colaboraré en todo lo que pueda – se reafirmó Alfredo.

     Matamoros cambió de inmediato su registro dialéctico por un tuteo más directo y amenazante.

     - Más te vale que digas todo lo que sepas y que confieses si tienes algo que ver.

     - Ya le digo que no he participado en nada ilegal, salvo…

     - Salvo el robo con violencia y la orden de alejamiento. Más otras cosillas que no nos han pasado desapercibidas por mucho que tú lo niegues.

     - ¿A qué se refiere? No tengo nada más pendiente, se lo juro.

     - Como te digo, más te vale que confieses tu participación en los robos aunque tal vez no hayas tenido nada que ver en los asesinatos. Pero lo dudo. Coopera en todo lo que sepas. Siempre se pueden perder los expedientes del robo y demás. Todo contribuiría a tu favor.

     - Se lo juro por mi hija, que es lo que más quiero. No tengo ninguna participación en los homicidios, pero…

     Y comenzó a referirle algunos pormenores inquietantes: el día posterior al del penúltimo asesinato, el de un empleado de banco, oyó una conversación entre Alma, el novio de la invidente, la vieja y el hijo de ésta última, que solía ayudarle a recoger la mesa y lo que no había conseguido vender ese día. El diálogo concluyó con un tenso enfrentamiento verbal y algunas voces elevadas y gritos. Sin embargo, no consiguió entender el motivo de la disputa. Informó también que el día anterior, el del propio crimen, fue él quien descubrió al muerto cuando ya se acercaba a la caseta que le sirve de cobijo y avisó. Pudo ver al oficinista tendido entre la hierba y el seto del ajardinado existente unos treinta metros más allá de su refugio. Confesó que cuando él se acercó esa persona ya no respiraba. Únicamente recogió los cinco billetes de cincuenta euros que habían quedado en el suelo junto a su cartera abierta.

     Los datos aportados coincidían punto por punto con las fotografías que tenía en la carpeta el comisario sobre el suceso. Como consecuencia, al no disponer de otras pruebas al respecto que señalasen al mendigo, lo dejó ir. Tampoco le pareció digno de tener en consideración la alusión a Alma y los demás, de los que casi tenía la seguridad de no estar involucrados. Aunque tal vez para asegurarse llamase a declarar a la pareja de la ciega y al hijo de la veterana vendedora.

      -Bien. Puedes irte a la calle. Pero te aconsejo que no te ausentes o desaparezcas del lugar habitual donde duermes. Avísanos si recuerdas cualquier otro detalle acerca de todo esto. Y estate presto para acudir cada vez que te llamemos. ¿Estamos?

     - No se preocupe. Así lo haré - contestó sumiso Covarrubias. Había oído hablar de cómo se las gastaba el comisario y era mejor estar a buenas con él si no quería perder el otro ojo.

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     Un nuevo asesinato se había perpetrado en la plaza situada a la salida del pasaje. El asunto parecía enredarse sobremanera, ya que el finado resultó ser el propio hijo de la anciana. El cadáver se encontraba al borde de la carretera, entre el coche con el que recogía a su madre y sus enseres y un banco en que ésta solía esperarle. Se daba además la particularidad de que el vehículo se encontró arrancado, con la puerta del conductor abierta, y que el joven presentaba inesperadamente las órbitas de sus ojos perforadas.

     El comisario estaba decidido a hacer traer al novio de la minusválida para interrogarlo. No obstante, le pareció oportuna la idea propuesta por su lugarteniente Sayón. Consistía en realizar antes algunas vigilancias, dado que los sucesos se habían acelerado y podría darse el caso de sorprender al autor con las manos en la masa.

     Llevaban dos tardes con sus noches respectivas husmeando por la zona a pie, desde bares y portales cercanos, o desde el coche camuflado por ver si les sonreía la fortuna y daban con él. Pero sin ningún resultado. Durante el tercer crepúsculo ya estaban aburridos a causa de la frecuencia de pasajeros progresivamente menor con el final del día.

     Con las sombras del ocaso creyeron notar otra sombra huidiza aproximándose al corredor, amparándose en los recovecos de las paredes. Tomaron sus linternas como habían hecho al oscurecer las tardes anteriores y siguieron al escurridizo contorno espectral. Una tiniebla quimérica y difusa aportaba un tono fantasmal al escenario, en parte debido a las luces indirectas de los pocos focos que quedaban en funcionamiento y también por las de sus propios dispositivos. La silueta parecía además portar una especie de bastón. Una vez apagadas sus luces para no denotar su presencia, cuando se disponían a echarse encima de ésta subrepticiamente, distinguieron la presencia de Alma, asustada por la irrupción por la espalda, que se había apercibido por los pasos y roces de tejidos producidos por los policías.

     Tras apaciguarla y conseguir que dejase de temblar, les explicó ella que se había demorado en tomar el convoy habitual por la avería originada a causa de una falta de fluido eléctrico. Lamentando haberla asustado y antes de despedirse, el comisario le comentó…

     -En cualquier caso, deberíamos tener una conversación con tu novio y contigo luego en torno a las muertes recientes.

     - Me parece oportuno entrevistarnos y, además, confieso presentir o intuir quién puede estar detrás de todos estos crímenes. Aunque no puedo anticiparles nada hasta tener una cierta seguridad para no hacer acusaciones en falso de las que luego me tenga que arrepentir – contestó ella.

     - Aun así, al menos podrá avanzarnos por dónde van los tiros para estar prevenidos – insistió Matamoros-. O al menos acordemos citarnos mañana a alguna hora para no demorar la solución ni el peligro.

     - Lo siento, pero no. No puedo señalar a nadie sin un mínimo fundamento. No se preocupe que dentro de un par de días quedaré con ustedes, y probablemente podré aportarles en cierto modo alguna evidencia.

     - De acuerdo, pero no se olvide.

     - No se preocupe. Hasta pasado mañana, entonces.

     - Hasta entonces.

                     ************************************

     Los vecinos recrudecieron sus murmullos y comentarios en relación a que el fantasma del ferroviario había vuelto a aparecerse porque se habían percibido fulgores extraños los últimos días.

      La noche siguiente volvieron a verse las luces fantasmagóricas de focos y linternas. Matamoros y el cabo rebuscaban por las inmediaciones del pasadizo alguna pista, algún resto o algún detalle que les aclarase en las investigaciones. Tomaron la decisión de pasar nuevamente por el túnel atendiendo a cualquier figura o perfil que se pudiera vislumbrar.

     Al no obtener resultado ninguno, decidieron posponer su investigación hasta el siguiente día en que tenían previsto entrevistarse con la invidente. Cuando ya abandonaban la boca de salida, repasaron con la vista el corredor oscuro que acababan de dejar. En ese instante el comisario creyó ver un brillo como de un papel o una bolsa en el rellano donde acostumbraba ponerse la vieja. Más por curiosidad que por intuición volvió a descender los escalones, recogiendo un bolso que pudiera ser de un pasajero o de la misma vendedora. Rebuscó en su interior y descubrió una mezcla variopinta de pañuelos, cajitas, potingues, llaveros, dinero y fotografías, pero no portaba documentación alguna.

     Aquel fue el momento en que la vieja, aproximándose a la boca del corredor iniciaba el descenso al rellano, hasta que notó los reflejos de las linternas y se paró en seco. Resultó claro que dudaba y giraba la cabeza de derecha a izquierda, negando, rechazando u oponiéndose a algo. Inmediatamente se giró y, con una agilidad que les sorprendió, comenzó a subir nuevamente la escalera a saltitos.

     En ese momento los policías se miraron mutuamente y parecieron caer en la cuenta de que habían pasado por alto varias cosas sin prestar demasiada atención. A la carrera la persiguieron hasta darle alcance. La resistencia que demostró tampoco la esperaban y eso les costó algún que otro golpe. La anciana era puro nervio. Al fin lograron someterla y pedir la presencia de una patrulla de agentes uniformados.

     Según dedujeron, presumiblemente buscaría ese bolso, seguramente el suyo, en el que, además de lo ya visto, aparecían fotos de varias de las víctimas. A la mañana siguiente, determinaron con el forense que las incisiones en los cadáveres se podían corresponder con las agujas y punzones de los pinchos morunos.

     Una rápida conversación con Alma incidió en el hecho de haber creído percibir su voz, o haber notado el olor a ropa usada de la anciana en las cercanías del lugar de alguno de los crímenes ocurrido poco antes de su vuelta a casa. E incluso tal vez escucharle reírse, gritar y chillar como una posesa, si bien de forma contenida, esos mismos días en esos mismos lugares.

     Refirió, por otro lado, una ocasión en que la anciana se le acercó impensadamente, sin advertirle de su presencia, y en el momento en que empezó a notar su olor apareció otra persona que, al parecer, apartaba a la señora de forma muy brusca, como interponiéndose entre ellas dos.

     Por demás, según dijo, días antes de que se halló muerto al hijo de aquella, habían interrogado a la señora ella y su novio por todo ello, discutiendo airada por tales acusaciones. Luego, cuando ya se marchaba con su hijo, creyó oír a éste que él en persona la había visto y que debía entregarse.

     Después de agradecer la información acordaron citarla para una declaración más formal.

     -Y ¿cómo no me di cuenta de todo esto antes? - se preguntaba el comisario -. Por supuesto, su hijo sufrió la acometida en los ojos porque “lo había visto todo”. ¿Cómo no me di cuenta? Pero claro, ¿quién hubiera pensado que una señora tan mayor…?

     Ya en comisaría y ante el juez confesó los asesinatos con una risita escalofriante. Incluso añadió haber cometido otros muchos de los que nadie tenía constancia porque se burlaban de ella por su aspecto. Lo cierto es que muchos de esos crímenes parecían más una invención que otra cosa, por lo que confirmaron sus sospechas acerca de su estado mental.

     A nadie se le pasó por la cabeza que Alma odiaba a toda persona que le ofrecía su brazo para acompañarla. Más aún, cuando alguno de ellos, como el hijo de la anciana, se había intentado sobrepasar con ella. Tampoco supusieron que portara en su peineta un estilete de unos diez centímetros ni que reconociera fácilmente aquellos lugares solitarios por los cuales transitaba en ocasiones.

     - Sin duda, el haber dejado en el rellano el bolso de la vendedora con los efectos de los muertos había sido una buena idea- se dijo para sí.

 


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