DOPO SILENZIO PIANO (Relato)

 



 

 

 

 

DOPO   SILENZIO   PIANO

 

 

 

 

 

                                                                                                                        AIRON



 

       Ahí estaba de nuevo. El sonido comenzaba siendo casi desapercibido, lánguido, amortiguado. Pero en breve tiempo se hacía monótono. Instantes después se tornaba pesado e incómodo hasta hacerse molesto. El ritmo machacón, el eco de la vibración del teclado por momentos se hacía insoportable.

     Ya se sabe que, en las casas de hoy día con sus tabiques de papel, la música se transmite con una insistencia irresistible, particularmente los tonos bajos. Pero la afición irrefrenable de Orfeo por el piano resultaba del todo desmedida. En opinión de Tito, su padre, la música estimulaba la capacidad sensorial para enaltecer el espíritu. Era capaz de hacer aflorar los sentimientos más armoniosos y elevados. Pero también podía convertir la pasión por las artes en un odio visceral, dependiendo de quien la tocase. Y si en el caso del Orfeo del mito con su lira convocaba a los oyentes a oírlo y descansar sus almas, enamoró a Eurídice y sometió a Cerbero al dictado de su ritmo, el repiquetear del piano de Orfeo Pérez producía el resultado contrario. Inducía al rechazo de cualquier melodía, a la perversión y a las ideas más retorcidas.

     ¡Cómo había cambiado la perspectiva de los primeros días, cuando todo eran parabienes y halagos! El teclado entonces causaba armonías dispares, pero penetraba por los poros de la piel y regaba el corazón seco y encogido. Al principio se permitía todo, agradaba el esfuerzo, se consentían los peores desmanes perpetrados en la ejecución de las piezas. Se perdonaba todo en aras del pronto desarrollo de una promesa musical. Con el tiempo, sus interpretaciones hubieran conseguido la ejecución contra los músicos o su propio suicidio.

     Las mejores horas para Tito, padre autoritario donde los haya, eran aquellas en que su hijo estaba en el conservatorio, en el instituto o simplemente dormido. ¡La catarsis! Y no se podía negar que el muchacho ponía todo su empeño. Más aún, cuando la orden paterna era perseverar y no cejar ni en las más negras previsiones, obligándole desde el inicio a sesiones maratonianas de ensayos. Para el progenitor también las largas jornadas en el trabajo fueron al comienzo lapsos de relajo. Pero con el paso de los meses el nerviosismo de los ensayos de casa y la falta de sueño producida por la imborrable serenata, que se perpetuaba como un eco durante el sueño, hacían peligrar el descanso.

     -Mira, papá, ésta es la partitura que nos han mandado aprender para dentro de quince días.

     - ¡Fenomenal! ¡Cómo voy a disfrutar cuando te oiga interpretarla como cuando oímos al organista de la catedral!

     Eso fue una de las veces que le enseñó la labor encomendada en el conservatorio al poco de comenzar sus estudios. Sin embargo, esa misma melodía interpretada un millón de veces acabó por forzar a Tito a comprar tapones para los oídos.

     Amparo, la esposa, solía proponer a su marido dar un paseo para evitar enfrentamientos y dar un margen de asueto a los oídos. Aportaba una cierta sensatez al problema y permitía observarlo con cierta distancia. No obstante, el sometimiento a este continuo deambular nómada y el contraste de toparse a la vuelta de nuevo con la vorágine sónica, acabaron provocando discusiones entre los cónyuges. Que, añadidos a las discrepancias y malentendidos habituales, amenazaron con colapsar las relaciones matrimoniales.

     Sin embargo, ese sonido…Tanta repetición y resonancia apabullante, tanta controversia, parecían querer demostrar la realidad atorrante de los acordes sonoros.

     Se sumaban a la contrariedad las cada vez más reiteradas críticas de los vecinos. Hasta tal punto que las reuniones de la comunidad de propietarios tomaron un cierto cariz agresivo que incidía en la saturación del disgusto. Mas a Tito, rebelde y orgulloso como nadie, en lugar de empujarle a una solución conciliadora, esto le producía el efecto contrario. Su propensión a no dejarse dominar, salvo en circunstancias inevitables, estimulaba el enquistamiento, el mandato irrevocable de la práctica continua con el instrumento por parte del chico.

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     El agente de la policía municipal con número profesional 08793 encabezaba la patrulla encomendada por la central para responder a unas quejas por ruidos en el portal 23 de la calle Los Remedios. Perteneciente a la última promoción, ascendía aprisa hacia el piso B de la segunda planta, tras encontrar la puerta del vestíbulo abierta, impulsado por su juventud y sus ganas de agradar y promocionar en el cuerpo policial. Le precedía una afilada nariz, que probablemente le impelía a cierto balanceo de la cabeza y el cuerpo, muy adecuado a su natural andar chulesco. El mismo apéndice nasal que le había hecho acreedor al apelativo de “Respi” (por respingón, con su matiz de lítote sarcástica).

     Según llamada telefónica recibida en el centro de comunicaciones desde el piso 3-B de dicho inmueble se estaba produciendo un “concierto aporreante” (sic) a esas horas intempestivas de la noche en el piso inferior.

     Un piso por debajo subía resoplando el veterano agente de número 0397, cuyo peso y flacidez corporal, además de su cachaza habitual, le impedía actuar con mayor presteza. Con razón se había granjeado el recelo de sus compañeros y el sobrenombre de “Sebo”.

     Respi se cruzó con un vecino curioso que le preguntó si sucedía algo…

     - ¿No vendrán al piso 2-B?

     Sorprendido, el guardia novato dudó al contestar…

     -Bueno…

     Esto dio pie al primero a suponer que así era.

     -Ya sabía yo que esto tenía que pasar. Y será por lo de siempre, por algún tema de drogas, ¿no? Estaba claro. Es la pareja de mi sobrina que vive en este mismo portal como mi familia. Por favor no sean demasiado severos…, al menos con ella. Si es que tenía que pasar. En este bendito portal 25 tiene que pasar de todo.

     Esto último hizo frenarse en seco al uniformado y quedarse petrificado.

     -No se preocupe. Vamos, tranquilo, no es nada. Ha dicho el número 25, ¿verdad?

     Al recibir el gesto asertivo del morador volvió a quedarse pensativo y perplejo. Después de unos instantes de duda, le indicó con la mano que no se inquietara y marchase con calma.

     -Es sólo una comprobación rutinaria. Continúe, hombre, que no ocurre nada de lo que tenga que preocuparse.

     Aun vacilando, decidió el residente seguir descendiendo. Para entonces, el compañero Sebo les había alcanzado. Ya cuando se quedaron solos los policías, con un susurro le explicó el joven, parando su impulso.

     -Nos hemos equivocado de portal. Éste es el número 25, no el 23.

     - ¡No me jodas!

     Al recordar lo contado por el vecino respecto de su familiar, Respi no pudo evitar prorrumpir en una carcajada que desconcertó a su compañero. Cuando se repuso le indicó que bajaran.

     -Ahora te explico.

     Y, al iniciar la aclaración, nuevamente se desternilló de risa agarrándose la tripa.

     No se equivocarían por segunda vez. Relatada la anécdota a Sebo, tomó éste la iniciativa y resolvió llamar al portero automático con la intención de verificar quién les había requerido y de dónde provenían los ruidos. La respuesta indignada desde el tercero B no dejaba ahora lugar a dudas.

     - ¡Hace media hora que les estoy esperando!

     - Ábranos, por favor – el experimentado uniformado puso rostro de resignación.

     A su espalda el joven agente comprobó que la risa se le había vuelto incontenible al no poder reprimirla ante la respuesta del requirente.

     Ya personados en el domicilio de quien se identificó como Pedro Sordo, recibieron cumplida reseña de los problemas suscitados por el delfín de los residentes en el piso inferior. Media hora de quejas y amenazas contra el músico del segundo B. En ese instante comenzaron a percibir un fragor desparramado desde la planta de abajo. Aquello debía entenderse como el desconcierto del concierto que provocó la llamada. Comentaron al referido Pedro que lo dejase en sus manos y desanduvieron el tramo de escalera. Aproximándose a la puerta del 2-B les fue posible oír cómo una voz fuerte y airada profería una amenaza…

     - ¡Calla ese instrumento o lo hago callar sobre tu cabeza!

     - ¡Déjame en paz! – resonó una contestación destemplada.

     Eran las palabras cruzadas de padre e hijo. De seguido una vocecita más cortés y reposada reclamaba un poco de orden y comprensión. La madre intentaba calmar los ánimos. Los agentes creyeron entender…

     -Pero, hijo, si son las tantas de la noche. Deja ya el piano, que la gente tiene que descansar.

     Ese fue el momento elegido por los policías para pulsar el timbre. Al poco, una señora de cerca de la cincuentena que dijo llamarse Angustias les abrió entornando la puerta.

     - ¿Qué desean? ¿Ocurre algo?

     -Sí. Perdone, pero hemos recibido una reclamación por ruidos procedentes de este piso. Y hemos comprobado al acercarnos que, en efecto, de aquí surgía una música ciertamente alta – reprochaba severamente Sebo con rictus de contrariedad.

     - ¡Oh, ya puede disculpar! Es cierto. Eso mismo le estábamos diciendo a nuestro hijo, que es músico y no se había dado cuenta de la hora. Pero no se preocupe, que no volverá a ocurrir.

     En ese preciso instante, apareció en el umbral Tito, que otra cosa no, pero autoritario y susceptible lo era donde los hubiera. Les interrogó cabreado…

     - ¿Qué se les ofrece? ¿Pasa algo?

     - Bah, deja. Que ya les atiendo yo. Vamos, vamos, luego te cuento – trató la madre de mediar quitándole importancia.

     - Es por el piano, ¿no? – perseveró el padre.

     - ¡Pues, hombre, no venimos para hacerle una encuesta! – sonó por detrás del primer guardia la garganta atiplada de Respi.

     Visiblemente escamado e irritado por la contestación, Tito estuvo a punto de mandarle al joven a freír espárragos, pero se contuvo. Sabía de lo incómodo de la situación y de la causa. Así que únicamente insistió…

     - ¿Qué?, ha llamado el puñetero vecino de arriba, ¿no? ¡Ya le voy a decir yo cuatro cositas sobre sus saraos de los fines de semana!

     - ¡Bueno, bueno! ¡Vamos a tener la fiesta en paz! Pasa adentro, por favor, que ya lo resuelvo yo – dirigiéndose ella a su marido -. Y a ustedes ya les digo que no se inquieten. No volverá a pasar.

     - De acuerdo. Le ruego que ponga calma y silencio en la casa. Lo cierto es que no son horas para este alboroto – intervino Sebo.

     -No se inquiete. Así será.

     Descendieron hasta las cercanías del portal, mientras Respi aún no podía contenerse y le decía a su compañero …” ¡A cualquier cosa le llaman música!”, cuando se desataron nuevos gritos. Reconocieron el vozarrón de Tito que profería advertencias desafiantes contra su vecino.

     Aceleradamente subieron otra vez los agentes a tiempo de oír el tono amenazante de Tito reforzado con un dedo acusador dirigido a su vecino…

     - ¡Como vuelvas a denunciar a mi familia o llamar a la poli por algo relacionado con nosotros te voy a romper la crisma!

     - ¡Tú me vas a comer a mí el nabo! – le contestaba Pedro, que a bravucón no le iba a la zaga.

     Cuando ya se abalanzaba a por él Tito, irrumpieron en escena los uniformados…

     - ¡Quietos, calma, que todo el mundo deje las amenazas! – ordenó Sebo.

     Indecisos, al cabo de unos segundos de miradas desafiantes, los dos residentes depusieron su actitud.

     -No quiero volver a repetirlo. Más vale que se atemperen los ánimos porque si no, alguno o los dos van a llevarse una denuncia que van a tener que empeñar la dentadura postiza para pagarla. ¡Vade retro!

     Más la expresión desconocida que la prevención anterior produjo el milagroso efecto de dejarles suspensos a los intervinientes. Unos instantes después, Tito reculaba y regresaba a su domicilio malhumorado y con la sensación de no haber resuelto nada. Y encima con la inquietante pregunta acerca del ignorado insulto que acababa de proferir el policía.

     Los dos guardias permanecieron un rato en el vestíbulo en previsión de un renovado altercado. Sin embargo, ya no se suscitó otra vez, por lo que abandonaron el barrio con la impresión del deber cumplido, pero con la corazonada de que no sería la última vez que se produciría el conflicto.

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     Como un barco sin mar, el patio no contenía ni una ola de los habituales grupos de alumnos navegando de acá para allá, ni en marcha ni a la carrera. El solitario acristalado del frente del instituto no reflejaba más que el perfil de algún chico desperdigado. Salvo los rumores del paso de los coches y las resonancias de las fábricas distantes no existía otra percepción en los oídos. Momentos previos a la salida del personal y de los educandos. Los ruidos de la calle eran el único acompañamiento de fondo. Y tal parecía que los instrumentos afinaban sus timbres ante la inminente salida a escena del director. No obstante, el presentimiento de la explosión que se avecinaba comenzaba a ser palpable en el ambiente. Un largo movimiento orquestal apuraba sus últimos instantes de silencios, murmullos y pausas.

     Segundos después, el pífano del timbre de salida señaló la hora de la partida, del final de las clases. El conserje, cual patrón del anclado edificio, soltó las amarras de la puerta principal. Al modo de un rector de orfeón extendiendo el plegado de la carpeta con su partitura en el atril, empujó los portones para facilitar el desalojo. Golpeó con el pie la cuña que fijaba la apertura de la puerta al suelo como si traqueteara con su batuta y se ayudara del soniquete del zapato para marcar el ritmo. Una cadencia incontenible de tensiones y relajaciones anunciaba la inminente galerna de los muchachos de primero, el tifón de sus discusiones, carreras y retos. El eco de su adagio ya se sentía en las plantas altas, la cacofonía de las prisas, las promesas y la algarabía del fin de semana que se avecinaba.

     Con la urgencia de no ser arrastrado por la marea se apartó el bedel hasta la garita del recibidor para atrincherarse. La morosidad de la cadencia creció en su ritmo hasta convertirse en un andante maremoto con la unión de la dotación del curso segundo. Los ruidos, golpeteos y estruendo aumentaron en calidad dinámica. La armonía del moderato tornó a un contrapunto perfecto con la intempestiva salida de los chavales del primer piso, los mayores. El alboroto alcanzó tonalidades preocupantes. Retumbaba la batería del calzado en los escalones de descenso (a esa hora los peldaños no acostumbraban a repercutir el sonido de pies en ascenso). Los sonidos del metal y la percusión producidos por las manos y mochilas contra la barandilla, las cajas de ritmo de sus teléfonos móviles junto al rasgueo de las cuerdas vocales en pleno arpegio se aunaron en una dinámica musical de tal altura que se sentía en la vibración de los propios cristales. Aquella era la gama tonal perfecta del estallido del trueno.

     Para cuando el solista, Orfeo, se dignó a contemplar el sol crepuscular, las hordas de las tropas rápidas, las de los más jóvenes, estaban abandonando el campo de batalla del patio. La armonía de su solo, un grito destemplado, destacaba apenas entre el vivace de un coro que se aceleraba hasta el clímax de un tempo vertiginoso, tornándose en presto. La escala melódica del caos se había completado con su intervención…

     - ¡Por fin, llegó el finde! ¡Preparad vuestros oídos para mi sublime interpretación al piano!

     A paso lento y cuando únicamente quedaban cuatro almas en los alrededores, manos en los bolsillos y auriculares en las orejas, bajo de la acera al paso de peatones, morosamente. Sin percibirlo nadie, un coche que se encontraba en segunda fila arrancó con el característico ruido del derrapar de las ruedas sin tracción. Alcanzando una velocidad desmedida, atravesó la distancia que le separaba de Orfeo y le asestó un topetazo que lo lanzó a varios metros.

     Un profesor que salía tras de Orfeo le atendió un instante después de caer dolorido en el asfalto. Alcanzó a ver un coche gris de la marca Ford alejándose a toda velocidad. Le extrañó que no parara, puesto que el sonido del golpe, semejante al batir de una caja de resonancia metálica vacía, había hecho girarse incluso a un par de señoras cuando a cierta distancia se dirigían a hacer las últimas compras del día. De inmediato llamó al teléfono de urgencias.

     Por suerte, el chico tuvo tiempo de dar un pequeño salto hacia atrás, evitando que le ocasionara un daño irreversible con un golpe directo. Un moretón oscuro entre el muslo y el costado derecho y quince días ingresado en observación, mientras se le hacían las pruebas necesarias, fueron suficientes para recuperar su integridad física.

     Entretanto, todas las pesquisas acerca de la autoría del atropello no obtuvieron ningún resultado. A Tito, no obstante, se le metió entre las cejas la posibilidad de que tuviera algo que ver aquel vecino con el que había discutido en torno a los padecimientos musicales ocasionados por su hijo. Más aun, cuando al cabo de unos pocos días apareció su flamante Ford Taunus gris, el clásico, impecablemente pintado.

                                ************************************

     La temporada de exámenes para los alumnos del curso de Orfeo representó un impasse de cordura y alivio en la comunidad. La preparación de los ejercicios supuso para él la necesidad de invertir mucho tiempo estudiando y, por tanto, verse imposibilitado de tocar su música. Muchas horas tiradas a la basura en opinión del chico. Pero esa tregua fue tan breve que quedó diluida como una gota de agua dulce en el océano.

     En el domicilio del estudiante se recibió una llamada de teléfono apenas perceptible, al quedar amortiguado su timbre por la intensidad del piano. Angustias cogió el aparato y respondió al comunicado de Amparo, la tutora de su hijo en el instituto, la cual les convocaba a una reunión con el director del centro. Al interesarse por el motivo de esta cita y acordar fecha y hora, se les informó que todo obedecía a un problema ocasionado por el chico. No quisieron desde tutoría avanzarle más datos, ya que, según decía, era un asunto delicado que más valdría tratarlo en persona. Aquello no pintaba bien, en opinión de la madre. La previsible urgencia contenida que destilaba el anuncio hizo que a las cinco de la tarde del día siguiente quedasen para entrevistarse con don Catalino, alias Catón, en correspondencia con su rigor como rector en funciones.

     Y allí estaban a la hora señalada tras de pasar una noche en vela, haciendo cábalas acerca de la cuestión que los llevaba al despacho de dirección. Atravesadas las puertas del centro, se acercaron al acristalado del conserje, que les atendió enseguida.

     - ¿Qué sscaban? Qurían aguna cosa en croqueto?

     Genaro les recibió con cordialidad y con una dicción muy particular. Algunos bienintencionados decían que le habían operado el paladar. Otros peor intencionados aventuraban que, simplemente, por su escaso sueldo se tenía que comer hasta las palabras.

     - ¿Cómo? – preguntó Tito, pensando que el ruido del centro le impedía escuchar con claridad.

     - ¿Que sistán cetados con agún profisor?

     -Ah, el director nos ha convocado para comentarnos cierto asunto… - intervino Angustias, que al instante se percató de la dificultad de articulación del hombre.

     - Primera planta a la derecha.

     Esto lo dijo con perfecta dicción, probablemente a causa de haberlo repetido mil veces.

     Hasta ese lugar subieron los padres. Después de presentarse en su estancia y cumplimentadas las formalidades de costumbre, Tito, visceral y directo como pocos, no esperó a más preámbulos y le preguntó…

     -Y bien. ¿Qué es ese apuro y contrariedad que urge tanto?

     - Verán. Tampoco quiero que se alarmen desorbitadamente. Todo exceso sin medida trae muy malas consecuencias…

     -Vamos, hombre. Ya nos hemos dado cuenta de que pasa algo grave. Si no… no nos llamarían con tanta prisa. Desembuche, por favor.

     -La verdad es que los hechos apremian – admitió Catón, abriendo los brazos en actitud de súplica y con intención de sincerarse.

     - Entiéndanos. Conocemos a nuestro hijo y somos conscientes de que puede dar lugar a algún conflicto, pero créame si le digo que es un buen chico en el fondo – disculpó la madre.

     - No lo dudo. Pero también debe entender la posición del centro escolar. Orfeo ha provocado un sinfín de controversias menores, más o menos disculpables. Sin embargo, el lunes pasado suscitó un altercado que no se puede obviar o menospreciar. De hecho, podría dar lugar a que la junta de coordinación, urgida por el claustro de profesores determinara la expulsión, al menos temporal, o el traslado definitivo a otra institución. Incluso podría inducirnos a recomendar su inclusión en una institución tutelada por monitores de la diputación.

     - ¡Ay, por favor, ¿qué me está diciendo?! ¿Tan importante ha sido lo ocurrido? – cuestionó Angustias muy angustiada.

     - Pero, bueno, ¿tan gordo es que nos previene con un castigo como ese? ¡Parece que hubiera causado un crimen! – recriminó Tito -. Díganos qué ha ocurrido, que no puede solventarse con una buena reprimenda y un mes sin salir como sanción.

     - Sí, claro que depende de ustedes y del punto de vista. Pero digamos que…Verán. Lo acontecido en este instituto por la ocurrencia de su hijo no sólo es gravoso para el devenir y el natural transcurso de las actividades de este centro, sino que incluso es oneroso para las arcas del estado. Lo cual puede ocasionar que se les inste para una cierta reparación o compensación monetaria. Como decía, el lunes pasado Orfeo, con el permiso de su profesor, entró en el laboratorio de comunicación y audio-visuales. Dispuso de los ordenadores y sistemas de audio a su entera conveniencia. El objetivo era, al parecer, confeccionar un trabajo musical aplicado a una base de diapositivas al que se pretendía superponer un texto. No sabemos cómo, pero lo cierto es que desvirtuó y alteró el sistema operativo de los ordenadores, ejecutando un programa que anuló la base de datos y estropeó la mesa de mezclas y aparatos de reproducción de cine y audio. Con ello se ocasionó el consiguiente perjuicio para el desarrollo futuro de todos los talleres de informática y audio-visuales.

     - ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo es posible? – se lamentó ella amargamente.

     - La verdad es que nadie se imagina cómo fue capaz de organizar tal estropicio en tan breve tiempo. Ni tan siquiera los técnicos se lo explican. Y su hijo dice no haberlo hecho o no conocer de qué manera se ha ocasionado tal desaguisado y...

     - ¿Entonces? – cortó el padre -. ¿Por qué se le atribuye el desastre a él?

     - Les aseguro que se han tenido en cuenta todas las posibilidades… Y no hay duda.

     - ¡Será condenado! ¡Me cago en…! - explotó Tito.

     - Le pedimos disculpas de parte nuestra y de la de Orfeo si es que él ha sido el culpable de lo sucedido. Le ruego que, en todo caso, lo investiguen para determinar con seguridad la autoría del asunto. Y quizá, si tienen a bien, les suplico que no sean demasiado severos con él. Estoy segura de que todo obedece a un malentendido o que, en el peor de los casos, se ha producido por accidente y sin su voluntad.

     - ¡Déjate de súplicas! ¡Ya hablaré yo con él! – prometió el padre.

     - Les aseguro que el hecho inequívoco e indiscutible es que el profesor referenciado entró en el laboratorio al poco de realizar su hijo lo que quiera que hiciese. Y para entonces ya nada estaba en condiciones.

     -Y entonces, ¿cuál va a ser el proceso y cuándo conoceremos la resolución definitiva? - preguntó Angustias.

     - En una semana les comunicaremos el dictamen final de la comisión que estudia el caso y decide sobre el particular. Si bien podrán apelar al delegado de educación. Entretanto, dado el colapso suscitado y la animadversión provocada, les ruego que Orfeo permanezca ausente en las clases de forma provisional.

     Transcurrido un minuto sin decir palabra, durante el cual los padres trataron de digerir las consecuencias del encuentro, se despidieron cabizbajos y muy preocupados.

     En el umbral de acceso al instituto les saludó el conserje.

     -Spero que tenan u ben día.

     Pero Tito y Angustias ni siquiera le oyeron. Tan ensimismados marchaban. En el trayecto de regreso ella intentó rebajar la tensión y el desánimo, quitando importancia al suceso.

     -Ya verás cómo ha sido una equivocación y todo sale bien. Seguro que…

     - ¡Déjalo ya! –truncó él la exculpación y el desahogo de la madre.

     En un negro mar de silencio volvieron a su domicilio.

                    **************************************

     Desde el mismo rellano de la planta de su morada el matrimonio pudo oír la dinámica instrumental intempestiva que fustigaba los oídos debido al elevado volumen y al tañido exagerado de las teclas del piano. Orfeo estaba grabando su interpretación, por lo que ponía toda su energía. El eco del vivace agitato retumbaba hasta hacer vibrar el propio piso de madera del descansillo.

     - ¡Ese maldito ruido infernal que se clava hasta el fondo del laberinto del oído! – se quejó con amargura el padre.

     Tito hizo girar la llave y atravesó el quicio del vestíbulo. Los tímpanos pedían clemencia desde el mismo pasillo. Pronto el acompañamiento de barítono paterno nombrando a su hijo, jurando y gritando se resolvió en una tonada atronadora. El trompeteo de la voz de Angustias, que temía lo peor, se afinó hasta convertirse en un aullido de penitente súplica de soprano. Tal bullicio de sones, aquellos rugidos y gimoteos, componían un contrapunto desconcertante de graves y agudos. La gama tonal armónicamente compensada, aun con el delirio pianístico, no pasó desapercibido al muchacho. Sopesando sus opciones y el riesgo que corría su salud en manos de la furia de su padre, efectuó un ritmo de fuga galopante. Con pasos acelerados repiqueteó hasta el excusado, donde encontró refugio. Sólo con el segundo movimiento, en el que aseguró el pasador, se consideró a salvo.

     No pudieron los requerimientos de sus ascendientes hacerle desistir de su encierro. Orfeo valoraba la oportunidad de que un compás de espera hiciera posible las variaciones de tensión oportunas en el ánimo de sus progenitores. No obstante, dudaba de que la pausa y el intervalo de silencio obraran su poder terapéutico. También evaluaba la opción de la huida cuando el cansancio obligara a dormirse a la ira paterna. Sobre todo, por la demora añadida, puesto que Orfeo se propuso no abrir hasta que el mismo albor de la mañana sosegara las sombras con su luz. Más aún, la liberación del enclaustramiento sólo se produjo finalmente al confiar en la palabra de su padre, asegurando que no actuaría de forma violenta. A tal decisión ayudó el verse urgido éste último por la utilización del único inodoro de la casa.

     Acordaron suavizar el enfrentamiento en tanto se determinaba la sanción del estamento docente. Pero el silencio paterno se hundía en las conciencias como un escalpelo en la mantequilla. Sólo la madre se atrevió a preguntar a Orfeo por lo sucedido aunque negara el joven toda intervención en los hechos. Entre sollozos le comentó Angustias que estaban a la espera de la resolución del instituto sobre el desaguisado. Como contrapartida, el piano permanecería callado mientras Tito estuviera en la casa, y únicamente permitirían un par de horas diarias de ensayo musical.

     Al cabo de siete días, citados otra vez por la dirección del centro educativo, conocieron la sanción acordada contra su hijo. Seguiría cursando estudios en un centro próximo como un simple traslado administrativo y sin dar cuenta de lo acontecido a Delegación de Educación, siempre y cuando se comprometieran a hacerse cargo de los daños ocasionados. Los padres no tuvieron otra opción que aceptar entre aliviados e indignados por la coacción.

     No habían pasado ni veinticuatro horas cuando Tito llegaba del trabajo al domicilio y sentía de nuevo la vibración sónica en el rellano.

     - ¡Ese penetrante sonido otra vez!

     Abrió, entró y cerró la puerta de un portazo. Angustias había salido. Con estrépito, resonó un juramento. Masculló un grito.

     - ¡Lo mato!

     El piano dejó de latir unos segundos y al poco volvió a restallar. A toda prisa se aproximó a la habitación del músico amenazando...

     - ¡Por última vez te digo…!

     Pero desde esa habitación sin nadie sólo se irradiaba la grabación que efectuó Orfeo más de una semana atrás. Apagó el aparato de grabación.

     Orfeo había reflexionado. Decidido a vengarse de tanta bronca y menosprecio, de tanto rechazo y abuso paterno con su madre y contra él, y en recompensa a la protección dada por ella en su defensa, determinó acabar con esa situación. Él era menor de edad y saldría bien librado.

     Absorto, Tito no pudo contemplar la sombra que se le cernía por detrás. Hasta que el fragor sordo del metrónomo contra su cabeza le impidió notar cualquier otro son que no fuera el estallido de su cráneo.

                        **********************************

Pasaron meses del funeral de Tito. Los pocos vecinos que acudieron a las exequias fúnebres comentaban entre murmullos la buena nueva.

     -El señor Tito debe estar orgulloso desde el infierno. Al fin su hijo ha aprendido a tocar maravillosamente.


 


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