NEURA (Relato)

 




       Acababa de dejar el coche en el aparcamiento al regreso de su trabajo en la oficina. A las diez y doce minutos de la noche Eufemio tomó el ascensor que lo llevaría a la planta décima en que vivía. Restregó bien los zapatos en el felpudo para no dejar ninguna marca en la tarima. Abrió con su llave como lo hacía siempre, manipulando el llavero con sumo cuidado de no rozar la puerta para no dejar marcas. Entró en el piso y, tras de saludar y cotejar con su cronómetro de pulsera los distintos relojes de la casa a la vista, metió el calzado en su armarito y se presentó en la habitación. Se desvistió y plegó con sumo cuidado la ropa, recogiendo con mimo la chaqueta en el perchero, y se atavió con un chándal cómodo para andar por casa. Por último, repasó en una ojeada general las superficies del suelo y de los muebles, comprobando su estado satisfactorio.

     Su mujer Alba abandonó la sala en la que veía un programa de variedades en la televisión. Ya en la cocina, comenzó a preparar la cena, disponiendo la servilleta y la vajilla en la posición exacta como le gustaba a él. Mientras tanto, él frotaba con esmero sus manos enjabonadas del mismo modo que lo haría muchas veces a lo largo del día. Con total pulcritud las secó en la toalla que prácticamente sólo él utilizaba porque odiaba observar cualquier manchita en ella que no hubiera detectado anteriormente.

     Con tanto afán en colmar con todos los parabienes su salud y no había podido evitar sufrir dos anginas de pecho, pensaba ella. Y, encima, los amagos de infarto no le habían hecho, no obstante, cambiar sus costumbres sedentarias ni recuperar el aprecio a sus desvelos o los sentimientos por ella.

     De la misma forma que lo hacían todos los días, se preguntaron mutuamente cómo les había ido el día. Puro formulismo, pues el matrimonio hacía tiempo que apenas funcionaba, salvo en la apariencia social. Los dos hijos, un varón y una chica más joven, pero ya con más de veinte años ambos, habían abandonado el piso familiar y cada uno de ellos contaba con su propio nido. Sólo algún domingo recomponían la imagen familiar en una comida acordada.

     Las caras de ambos, los gestos, exteriorizaban solapadamente la fricción de tantos años de convivencia, aunque habían llegado a pulir los roces innecesarios, los desacuerdos y las desavenencias. Así pues, lo mismo que se había atemperado la pasión y los enfrentamientos, la cohabitación se mantenía bajo mínimos. Tanto era así que el cansancio y la apatía, que en otro tiempo provocaron luchas intestinas, se habían relajado en un armisticio de compromiso, sobre la base de la tolerancia, los acuerdos y las renuncias. O, al menos, eso es lo que parecía a la vista de los demás. Y probablemente en eso se sustentaba su relación según su propio análisis.

     Las siete en punto de la mañana era la hora señalada para levantarse, ir al servicio, ducharse, desayunar y todo lo restante que, con desvelo y en su momento preciso, componía la disposición previa antes de marchar al trabajo.

     Aquella mañana Alba iba a acompañar a su esposo, ya que aprovecharía el viaje en coche para realizar unos encargos en la ciudad en que trabajaba él. Bajaron hasta el aparcamiento y Eufemio comenzó la rutina de revisión del vehículo, por si hubiera sufrido alguna circunstancia de la que no tuviera conocimiento: las ruedas, los cristales, la parte delantera, la trasera, los laterales. Cualquier rozadura desconocida era suficiente motivo para el enfado de su propietario, cuando no de la ira. Entretanto, la mujer esperaba pacientemente en el interior. Conocía de sobra sus costumbres y estaban de más las quejas, pues sólo conseguiría encolerizarle. Era la revisión ordinaria a la ida y a la vuelta después de utilizar el coche.

     Pero estaba decidida. Aquello tenía que acabar de una u otra manera. No había resultado fácil ni agradable mantener las formas durante tanto tiempo. Pero desde el momento en que conoció que él mantenía una aventura con su presunta primera novia, el impulso necesario cobró fuerza y la urgió a tomar una determinación. Estaba harta de sus manías, sus hábitos insustituibles, sus menosprecios y saturada por una vida anodina. Todo la inclinaba a decantarse por una decisión inaplazable.

     Había sopesado las distintas posibilidades, la separación o el divorcio, el abandono del hogar puro y simple, el suicidio… Sin embargo, ninguna opción le parecía lo bastante conveniente. Estaban además los hijos, los padres y la familia, los amigos. ¿Qué explicación podría ofrecerles? ¿En qué quedarían los muchos sinsabores, los esfuerzos y afanes? ¿En qué se había convertido toda una vida de dedicación, de renuncia a ella misma? ¿Dónde fueron aquellas promesas desinteresadas, aquel supuesto amor sin condiciones?

      Entregada a la ocupación denominada oficialmente como sus labores, había llegado el momento en que no podría desempeñar otra ocupación fuera de su domicilio. Y, por encima de todo, no era feliz.

     Reflexionaba en todo ello mientras se conducía como un autómata imperturbable, y en tanto era conducida, además, por su marido en el vehículo propiedad también de él. Porque en el fondo nada le pertenecía. Casi ni ella se pertenecía a sí misma.

     Se bajó en el centro y dedicó la mañana a realizar las compras previstas y a tomar las decisiones finales que llevaba rumiando hace mucho. En la cafetería de siempre, donde consumió un café y un bollo, elaboró un plan incómodo, repetitivo y prolongado en el tiempo. La alternativa decisiva estaba resuelta.

     Ocasionalmente esparciría polvo y suciedad en los rincones y encimeras después de pasar la aspiradora y los numerosos trapos, no sin dejarle claro mediante alusiones lo mucho que se esforzaba en dejarlo todo inmaculado. Iría cambiando de vez en cuando las horas de los relojes del hogar, volviéndolos a su medición precisa al poco de que él se diera cuenta de su desfase. A determinadas horas en que supiera que estaba ausente o durante la noche, puesto que prácticamente nunca se despertaba, realizaría marcas en el vehículo o desinflaría las ruedas. Rayaría los discos de música que más apreciaba unos días después de haberlos oído él.

     Dejaría en ocasiones abiertos los grifos, las cerraduras… y se añadirían a los desajustes apreciables por parte de su esposo. Cada una de estas perturbaciones las conformaría de modo aleatorio. Se buscaría coartadas irrebatibles para cubrirse las espaldas. Con el fin de eliminar las sospechas sobre su persona, sería ella misma la que le haría notar los desórdenes y desarreglos incoherentes. Incluso se atrevió a preguntarle a él por tales circunstancias, insinuando que le estaba tomando el pelo.

     En unos pocos meses comenzó a apreciar en su marido ciertos tics en los ojos, movimientos involuntarios en su cabeza y en sus manos parecidos a los del párkinson. Detectó así mismo que cada vez hablaba más y más alto en sueños, mientras sufría extrañas sudoraciones y convulsiones.

     Eufemio se puso en manos de un psiquiatra que lo atiborró a pastillas. Como consecuencia de ello, en determinados momentos actuaba como un lelo.

     Una noche, a la vuelta del trabajo, él se cambió de ropa, se lavó a la perfección y se secó con su toalla exclusiva. Cenó según su costumbre a las diez y cuarentaicinco minutos; eso sí, una cena ligera como exigía. Después de ver su programa favorito en la sala, se echó a la cama porque dijo sentirse algo mareado. Ella, solícita, le ofreció una manzanilla, que le solía mejorar los problemas estomacales y, al parecer, le relajaba. Pero él la rechazó. Quince minutos después un quejido le hizo acercarse a la cama en que el marido respiraba ansiosamente. Desde el umbral lo vio levantar el brazo hacia ella como suplicando algo. Mas ella no se inmutó. Parada en el mismo lugar únicamente le preguntó “¿te duele?”.

     Breves instantes después Eufemio rezongaba y abría la boca con desmesura como queriendo atrapar todo el aire de la habitación, los ojos en blanco, la tez amoratada y temblando espasmódicamente. Al cabo de un cuarto de hora pareció ceder toda resistencia por su parte y dejó de debatirse. Cuando entendió que el colapso era inminente, se atrevió a llamar al teléfono de urgencias. No se podía arriesgar a que la acusaran de no hacer nada ante el estado del cónyuge. Aquel llamamiento angustiado y nervioso le salió a la perfección. Lo tenía muy ensayado.

     Sin embargo, desde el instante en que llegaron los recursos asistenciales y le hicieron un reconocimiento general sus integrantes ya le comentaron que estaba muy delicado y la cosa pintaba mal.

     Los últimos años de su vida el marido los pasó en una institución dedicada a personas que se hallaban en un estado casi vegetativo. Ella dio por bien empleado el gasto de parte de sus ahorros para sufragar el internamiento.  A partir de ese momento se dedicaría a pensar y llevar a cabo los mil y un proyectos soñados que nunca había podido realizar.

     Sólo con preparar las maletas ya le apareció en sus labios una notoria sonrisa, un suspiro y un estremecimiento agradable en su interior.

 

 

    

 

 


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