RELATOS CORTOS I

 



                                                    PINTURAS DE GUERRA


                                ¿QUIÉN VA?

       Oscuridad. Un aldeano, boina calada, recorre un camino de montaña. A la distancia se oyen tiros de fusil. Va con su burra, colgado del ronzal del cuello, casi dormido. En las alforjas pan y hortalizas, patatas y legumbres para vender o cambiar de estraperlo.

     Guerra Civil. La línea del frente enemigo está cerca. Oye voces a lo lejos y se esconde con la acémila tras unas zarzas. Cuando sale sólo puede dar un paso. Tiran de él y no le permiten proseguir, cogido por la espalda de la chaqueta. Nota el tirón en su ropa.

     -Me rindo. ¡No disparéis! Quédense con todo –les dice rogando mientras levanta las manos.

     Espera la segura pregunta de “¿Quién va?”. Y no recibe respuesta, pero suena un chasquido entre las hierbas. Él piensa que han amartillado un fusil. Percibe la presión en el vientre y no puede retener un escape de heces.

     Al tiempo que se le suelta el intestino se le comprime el pecho. Y los latidos de su corazón se aceleran hasta el límite. Comienza a faltarle el aire. En la noche cerrada nada más blanco que su rostro envuelto en pánico.

     -¡No disparéis! ¡Por favor! ¡No me quitéis la vida! No he hecho nada.

     Se hinca de rodillas y ruega a Dios, a la luna, a su enemigo.

     Ya le exprime el resuello. Ya el oxígeno no le llega a los pulmones. Pierde la consciencia. El calor y el color le abandonan. Suelta la vida.

     Por la mañana unos paisanos del pueblo lo encontraban tendido al raso, más blanco que la escarcha. Helado y rígido.

     Todavía su chaqueta permanecía prendida de un espino.



                          BOMBARDEO

 La voz aguda provenía del balcón…

     -Uno, dos, tres, brrrrr.

     La madre se inquietó enseguida. Salvó casi de un salto el tramo de escaleras hasta la planta de arriba en que se hallaba la sala y la balconada. Desde allí salió al aire libre a tiempo de ver a su hijo que contaba los aviones que sobrevolaban el pueblo…

     -Cuatro, cinco, brummmm.

     Justo en aquel momento se comenzó a sentir el atronar de las explosiones y el temblor en los pies.

     De un tirón en el brazo volvió a meterlo al interior. Histérica, lo llevó en vilo hasta el sótano. Allí la abuela levantó el colchón de la única cama guardada en esa penumbra. Tendió al niño en el bastidor de muelles y puso encima el jergón. Ella se echó sobre ambos. Antes que al pequeño tendrían que matarla a ella. Y esperaron. Larga y penosa espera.



                   DISPAROS

       Madre e hijo volvían del lavadero del pueblo, junto al camino que bajaba al río. La vereda tuerce y se empina. Ya remontan al final de la espesura que desemboca en la plaza. Es entonces cuando oyen el tableteo de una metralleta.

     La mujer empuja al niño hasta hacerle caer en una zanja no muy profunda. Le dice que se tumbe, que no salga ni diga nada. Que espere allí. Y aguardan largo tiempo, esculpidos al terreno.

     Pasada la eternidad contenida en miles de momentos, pasado el miedo, le pide que asome. El pobre chiquillo aparece en el talud envuelto en excrementos. Aquel agujero es el lugar en el que los habitantes depositan los residuos y detritus extraídos de los pozos sépticos ya repletos.

     El chico está perdido de heces hasta los ojos. Ningún perfume sería capaz de disimular semejante peste a muerto. Ha perdido su dignidad y la inocencia, pero ha conservado la vida.



                           TRUENOS

       Y se hizo un gigantesco silencio. El sol crepuscular no era más que un recuerdo en la oscuridad del polvo y el humo que se iba depositando en el suelo tras el bombardeo. Pasaba completamente desapercibida la silueta de un soldado agazapado en la trinchera.

     Encogido, asustado y sollozando no podía responder a las órdenes que hacía poco, durante el bombardeo, le gritara el sargento. Sólo los bramidos de las detonaciones, las gargantas de los cañones, los truenos de una tormenta organizada a la voz de “fuego” aún permanecían en sus oídos. El temblor del suelo se sumaba a la convulsión de sus miembros. Pero los alaridos de los compañeros despedazados cesaron. Debía ser a causa del miedo a ser descubiertos, que todavía vivían. Ni un solo sonido osaba declarar su posición. Imperaba el miedo al latir del corazón. Las armas callaron, las voces se volvieron mudas, los gestos se tornaron tácitos.

     Silencio, silencio. Más insoportable que los estallidos. Tras el retumbar de los estallidos únicamente silencio.

     El soldado se arrastró para buscar alguien que respondiera. El mutismo, el secreto, no eran síntoma de la calma, era la misma crispación del miedo. La ocultación del ruido no era otra cosa que una total sordera. No podía soportarlo, la espera, tenía que chillar. Pero su voz ya era sólo parte del silencio.

     Tomó el soldado su fusil y apoyó boca contra boca. Sonó un estampido. Por fin se había callado el silencio.

                                

                                              *********************************

                                          


                                                           A TUMBA ABIERTA

       El paseante sintió golpear la verja del cementerio. Nunca en sus paseos le había pasado algo parecido. Tras la verja del recinto unas manos sarmentosas y una cara pálida le pedían que se acercase. Le solicitó ayuda, ya que se había quedado encerrada en el camposanto y no le permitían salir.

     Con presteza avisó al vigilante que procedió a la apertura de la reja. En tanto ayudaban a la vieja envuelta en un sayón hecho jirones y le preguntaban por su familia, el celador no se explicaba cómo se quedó confinada. Ella les respondió que precisamente sus parientes le impedían escapar. Apenas unos instantes pasaron el viandante y el guardián reflexionando acerca del porqué. Y para cuando se dieron la vuelta la mujer había desaparecido. El vigilante le explicó que un predecesor en el cargo que desempeñaba ya le había referido ese misterio: todas las noches de difuntos se aparecía la dama y sus hijos confesaban que tuvieron que rematarla un millón de veces y volverla a introducir en la fosa por la fuerza.

     Ahora sólo un agujero quedaba en la tumba de doña Resurrección.



                                                             ACOSO      

   Rondaba la cabaña en el descampado del bosque. La antesala, la cocina y por último la habitación. En ella los abrazos, las caricias me decían que enseguida se desnudarían y empezarían los juegos previos al sexo. Ella no estaba nada mal. Decidí esperar a que la ansiedad y la excitación les impidieran prestarme atención. Cuando consideré que era el momento y ya no podía esperar por la ansiedad, ensayé a abrir la puerta, pero no lo conseguí.

     Finalmente accedí al interior. En la habitación la pareja realizaba su acto de amor sin notar que me aproximaba, que me situaba casi encima a sus espaldas, relamiéndome de ardor e impaciencia, sacando mi cuchillo y levantándolo por encima de mi cabeza.

     Descargué un golpe salvaje, pero si les atravesé no conseguí hacerles ninguna herida. Volví a intentarlo sin resultado. Perplejo me retiré al cuarto de baño viendo un extraño fulgor en él, pero ningún reflejo.

      No me veía y sin embargo aquí estoy, sí, aquí estoy.

    


                                                     CUARTO HABITADO

           - ¡Mamá, mamá, ven rápido!

     Y la madre entró a la carrera en la habitación de la niña…

     - ¿Qué ocurre? ¿Qué te ha pasado?

     - Has tardado mucho. Ya se ha vuelto a esconder.

     - Venga, tranquila. Cuéntame.

     - ¡El monstruo!

     - ¿Qué monstruo?

     - El que ha entrado en el cuarto, el de la cara blanca y ropas negras. El que tiene esas uñas tan enormes y los dientes afilados…

     - ¡Vamos Irene! ¡Ha sido sólo un sueño, una pesadilla! Verás, enciendo la luz y te darás cuenta de que aquí no hay nada.

     - Eso es porque ya se ha marchado.

     - Venga, te dejo la luz y verás cómo no pasa nada. Yo estoy aquí en la habitación de al lado. ¡Vamos!, tranquila.

     Y la niña acabo durmiéndose. Ni ella ni el padre, no obstante, consiguieron quitárselo de la cabeza.

     Pero cuando esa situación se repitió un ciento de veces la madre se preocupó y empezó a considerarlo obsesivo. Muchas noches se quedaba con ella a dormir. Sin embargo, como aquello se convirtió en una histeria de todos los días consultaron a un psicólogo.

     Éste la sometió a una entrevista cuidadosa, a un test de interpretación de los propios dibujos de la niña y a la asociación de ideas. También probó con ella con una especie de escritura automática, a su nivel adaptado a los cinco años. Pero sin resultados.

     El psicólogo les habló de la posibilidad de una terapia de choque. Aunque no se lo aconsejaba por el peligro de causarle un trauma mayor.

     Finalmente, la madre, absolutamente desesperada con una situación que se perpetuaba, resolvió una noche de tantas que la niña lloraba y gemía sin consuelo encender todas las luces del cuarto. Con la cría de la mano miraron detrás y debajo de la cama. Inspeccionaron bajo la cómoda y tras la puerta. Hasta que la niña dijo…

     -Está en el armario.

     - Pero, cariño, es sólo un zapatero. Ahí no cabe nadie.

     - ¡Pero está ahí!

     - bueno, vamos a mirar y te convencerás.

     La nena se resistía. Así que se adelantó ella. El estrecho y alto zapatero apenas tenía veinticinco centímetros de ancho. Lo abrió y no había nada, salvo una especie de papel oscuro que no recordaba que cubría el lateral derecho del mueble,

     - ¿Ves? – le dijo dándose la vuelta hacia la niña y abriendo los brazos.

     De espaldas al armario no vio cómo eso que era como de papel se desplegaba a lo ancho y a lo alto, tomaba cuerpo. Unos dientes afilados, unas largas uñas que se incrustaron por su espalda, entre las costillas, y que seccionaban su corazón.

     La cría, aterrorizada, alcanzó a decir gritando…

     - ¡Ves, te lo dije!

 

                                                      COBARDE

      Nunca se rebeló contra sus padres. Jamás respondió a los desprecios de los amigos ni a las imposiciones de su jefe de equipo en el hospital quirúrgico. Únicamente levantó la voz contra su esposa y castigó severamente a sus hijos por cualquier motivo. Así que dijo basta. Cogió el revólver y dejó una mujer de mediana edad y dos niños sin vida dentro de la casa. Finalmente sonó otro estampido seguido de un silencio pegajoso.

     El facultativo que lo atendió, tras certificar la muerte de los tres primeros, no salía de su asombro, cómo un tiro en el pecho no había interesado ningún órgano vital.



                                             EL RETROALIMENTADOR

Aquel descubrimiento había sido la mayor revolución de la historia de este siglo. Cualquier equivocación, cualquier error, y la máquina retrocedía en el tiempo y corregía el problema. Al momento se oía la voz  mecánica del aparato…

     -“Error reparado. Todo en orden.”

     Y lo mismo sucedía ante un supuesto fallo o acción incorrecta. Todo se rehacía hasta dirigirlo al éxito. Por todos lados se escuchaba la retahíla metálica…

     -“Conducta reconducida. Puede continuar.”

     Con el tiempo ya nadie se preocupaba de estudiar o de hacer las cosas a conciencia. Incluso se perfeccionó la invención. Se consiguió que avisara ante cualquier yerro acontecido…

     -“Se ha producido una imperfección…”, advertía el mecanismo.

     El anciano inventor pensó que se había equivocado. Tomó el revólver y apuntó a su sien. Acababan de darle el premio Nobel, pero ya nadie sabía qué significaba, ni siquiera él. Sonó un estampido.

     -“Se ha producido una imperfección. Prepárese para retroalimentación.”



                                               EL VALLE

         Ninguno recordábamos la marca del navegador que nos había determinado a llegar a aquel lugar. Nadie se atrevía a preguntar al otro cómo había acabado allí. No obstante, ya éramos seis las familias atrapadas en aquel pequeño valle.

     Pasaban los días y no conseguíamos encontrar la calzada que nos había encaminado hasta aquel pasaje. Y se nos estaban acabando las provisiones que llevábamos para un prometedor fin de semana. Y nos propusimos explorar el contorno y encontrar una salida a aquella cuenca.

     Pero cada vez que lo intentábamos, atravesando las laderas, y creíamos hallar un paso entre las crestas, nos dábamos cuenta de que habíamos dado vueltas en círculo, acabando en el punto de salida, una cabaña desvencijada de madera en la que nos refugiábamos hacía una semana. La choza estaba flanqueada por un cercado de varas gruesas y rematada en la parte trasera por una pila de troncos amontonados sin ton ni son.

     Ni amparándonos en la posición del sol éramos capaces de discernir la ruta de evasión de aquel círculo mágico, el norte del sur, el este del oeste.

     Se desató una tormenta inmisericorde, que presagiaba acabar con la paciencia y la resistencia de nuestras fuerzas. El firmamento se rasgaba con continuas lanzas quebradas de luz, hiriendo los árboles más altos. Se derrumbaban relámpagos atronadores con el retumbar infernal de las siete trompetas del juicio final. Y descargó un mar de agua. Y el cielo vomitó música blasfemante por los contornos de las nubes, insultos ensordecedores y amenazas contra natura, que prometían suprimir nuestras vidas de la faz de la tierra.

     Alguien, no consigo acordarme de quién partió la idea, percibió que las torrenteras habían formado el bramido de una corriente imparable. Y propuso una idea de lógica aplastante. Ya se sabe que los arroyos van a parar a otros ríos mayores hasta desembocar en el mar o en un lago.  Recomendó que se uniesen con cuerdas y tensores de los coches los maderos apilados, conformando un par de almadías. Con un tablón ancho a modo de timón y largas tablas por remos quedaron listas las barcazas en pocos minutos. Asimismo, acordamos que los hombres y mujeres más fuertes se atasen a los niños para que no salieran despedidos con los embates y fueran arrastrados por el torrente.

Por último, subimos a un peñasco que sobresalía del margen de los rápidos y, tras subir las lanchas y encaramarnos en ellas, empujamos con todas nuestras fuerzas, logrando ingresar en el torbellino del cauce.

     Nunca supimos cuántos gritos y llantos, golpes y saltos dimos sin control. Lo más probable es que todo sucediera en apenas media hora tan veloz como el propio caudal de agua. Mas al fin, después de perder la mitad de los hombres, mujeres y niños tragados por remolinos impetuosos, sólo quedaron violentas lágrimas derramadas sobre lágrimas de lluvia.

     Entre picachos de un desfiladero embocamos a otro valle. El vendaval se disipó tan abruptamente como había aparecido, tan repentino como la aparición de un sol renovado que permitía ver con nitidez los perfiles y formas de otro valle que se parecía misteriosamente al que acabábamos de abandonar.



                                              EN EL DESVÁN

       Le preocupaba mucho la obsesión que tenía su hija por sus amigas del desván. Cuando trató de convencerla de que podían ser fruto de su imaginación aquellas amigas imaginarias, ella le contestó que estaba equivocado, y acercando su boquita al oído le confesó…

     - Viven ahí arriba, y desnudas.

     Hablaron sobre el asunto la esposa y él. Decidieron que la próxima vez que se lo dijese la acompañaría hasta la buhardilla para hacerle evidente que era producto de su fantasía, como un sueño.

     Y así fue que cierto día padre e hija ascendieron por las escaleras, entraron y le señaló con su dedito en una dirección. ¡Menuda sorpresa!

     La niña bajó y su madre le preguntó…

     - ¿Dónde está papá?

     - Oh, se ha quedado a jugar con ellas.

     Y del padre nunca más se supo.


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