DE CAMPAMENTO (Relato)

 



       Aquella mañana los escolares, una marea azul de entre doce y trece años, se arremolinaban alrededor de sus familiares o se perseguían entre sí jugando en la plaza del ayuntamiento. Corrían, se hacían bromas. Pero todo delataba el nerviosismo de la próxima salida de autobuses hacia el campamento de verano. Las expectativas eran grandes, al ser la primera ocasión en que se separaban de sus padres. También lo eran las inquietudes y temores, y tal vez lo eran mayores.

     Los sentimientos de los padres oscilaban en la ambigüedad y la duda. Pasaban del recelo y la inseguridad de una especie de abandono de la prole a la alegría existente en la perspectiva de encontrarse libres de responsabilidades, al menos durante un par de semanas.

     En el margen de la plaza, aburridos, aguardaban los autobuses a la espera de que los responsables reunieran aquella marabunta y dieran la orden de salida.

     La última semana había sido un agobio de planes y acopio de material: gorras azules, camiseros azules, pantalón corto gris, playeros azules, camiseta y pantalón de deporte corto, linterna, navajilla, utensilios de aseo y toda la parafernalia que se consideraba imprescindible para pasar unos días acampados. Todo ello comprado en la tienda señalada, un local habilitado por la dirección del instituto para atender aquella demanda, y cuyos dependientes se frotaban las manos ante aquella venta no prevista y determinada quizá por intermediarios interesados.

     El ajuar se completaba con camisetas y mudas, traje de baño, otras deportivas por si acaso, una chamarra por si se diera la necesidad de preservarse ante un temporal, y, quien más quien menos, una paga extra para poder atender a la posibilidad de hacer alguna compra. Se añadía algún producto de dulce o de chacinería con el fin de cuidar de otras necesidades más suculentas.

     Al cabo de media hora el máximo dignatario del evento llamó a filas. Ordenadamente, más o menos, se formaron los grupos por colegios o institutos y por cursos. El inicial desbarajuste de gritos y despedidas se resolvió con el máximo grito y amenaza del responsable de la acampada, Don Antonio, el director.

     -O me hacéis caso o no salimos hasta mañana. Al final tendremos que suspender la salida.

     El efecto fue inmediato. Las filas se cerraron como en el mejor desfile de soldados gastadores. Formados al frente desde los más bajos a los más altos, y sin que sobresaliera una sola mano, salvo las disonancias de rigor debidas a la altura o la obesidad, todos los escolares firmes, se aprestaron cual escuadras a punto de entrar en combate.

     Fue ocupando cada quién su lugar en el autobús correspondiente y, tras los gestos finales de despedida y alguna que otra lágrima, fueron desfilando en formación los autobuses al son de las canciones guerreras de los escolares…

     >- Un estudiante a la niña le pidió, ¿qué le pidió? (bis)

         Le pidió su prenda dorada y como tonta se la dio. (bis)

         El estudiante a la niña al campo se la llevó (bis)

        Y detrás de un arbolito sabe Dios lo que pasó. (bis)

        Sólo le queda a la niña mucha tripa y mal color. (bis)

        Los estudiantes somos la hostia. ¡Viva la madre que nos parió!

        Viva el pijo que nos bendijo, que fue más sabio que Salomón<.

     Los chicos se entusiasmaron con la canción grosera, pero eficaz para estimular las risas, teniendo en cuenta que no iba ninguna niña en la salida. El Tato fue el que inició la cantinela, que fue seguida a coro por el resto. Los guardianes, monitores ayudantes, que no eran otra cosa que muchachos de más edad y de cursos superiores encargados de controlar a los demás, le examinaron al Tato con miradas entre asesinas y simpáticas alternadamente.

     La zona de acampada se encontraba en un pequeño pueblo, apartada del centro poblacional, que no era muy numeroso, y en una vega al lado del río en forma de vaguada y con bastante arbolado. La llegada a la zona de acceso del campamento, ante el que se levantaba una especie de portería con tres troncos a modo de portal de rancho y una cabaña anexa, se produjo organizadamente, es decir, un gran tumulto: nuevas carreras, saludos y reconocimientos sin orden ni concierto.

      Antes de penetrar al recinto fortificado por una cerca que limitaba el perímetro del mismo, se pasó lista por parte de los jefes de campo y de sección; en otras palabras, los tres profesores de educación física u otra materia y los monitores, que se habían presentado voluntarios para tal fin.  

     Don Antonio, calvo, delgado y bajito, despierto y vivo, era profesor de gimnasia, nombrado a dedo al proceder de las filas falangistas. Poseía una sonrisa especial y fría, que solía producir escalofríos en los tiernos infantes. Constaba como jefe supremo y sabía estructurar escuadras. Para ello necesitaba la desproporcionada cabeza que sostenía todo su cuerpo.

     Adlátere y segundo del anterior, Don Francisco, de tendencia política más progresista, pero sujeto a la subordinación del primero, permitía casi todo. Era más joven, de pelo moreno y fuerte, tan fuerte como su complexión. Siendo también profesor de educación física, no resultaba mala persona. Y para sorpresa de todos, poseía conocimientos y entrenamiento deportivo.

     El tercero en el plantel de mandos era Don Cosme, profesor de manualidades, aunque su especialidad era doblar alambres y hacerse el gracioso, se desconocía su ascendiente moral o político. Se mostraba como un tipo rubio de altura media, complexión normal y temperamento e inteligencia media; todo era medio, por encima o por debajo, depende de quién le observase.

     La organización del lugar se realizaba a la manera de los campamentos Scout o de la O.J.E. (Organización de Juventudes Españolas), por secciones, jefes de sección y jefes superiores, y bajo una máxima de tres palabras que dejó desconcertados a los niños: disciplina, disciplina y disciplina.

     Una vez terminado el pase de lista y comprobado que no faltaba nadie, se determinó la adscripción de grupos de cuatro chicos para cada tienda de campaña. Y se adjudicó un jefe de sección y unos monitores para cada uno de los sectores determinados por colores, rojo, azul o amarillo. Algunos se preguntaron si se habían olvidado del verde. Pero nadie se atrevió a cuestionarlo. Seguramente tuviera que ver con que era un color poco viril, para unos corazones ardorosos como los de los chicos.

     La orden pasó de oído en oído, ya que la megafonía no funcionaba el primer día y hubo que transmitirla de boca en boca. El superjefe había prescrito que, una vez tomada posesión de su tienda (temporal por supuesto, aunque algunos las ocuparon con tanta vehemencia y tan poco respeto como si fuera para siempre), se debían reunir en la explanada central alrededor del cual se situaban todas las carpas, tanto las que servían de almacén, comedor, centro de reunión, o para actividades varias, como las asignadas a los jefes y a los chicos acampados. Mientras las primeras se hallaban casi en el epicentro del campamento, las últimas restantes conformaban el perímetro parcial, dejando cuatro espacios de entrada- salida embocados a otras tantas puertas o accesos. Se completaba con una zona descampada sin árboles en la que se realizaban los fuegos de campamento.

     Para cuando todo estuvo más o menos ordenado en la forma estipulada, llegó la hora prudencial señalada para la comida. Se oyó el anuncio de que todos debían acudir al refectorio y, comoquiera que casi nadie sabía lo que era, la mayoría de estudiantes se quedaron paralizados, no sabiendo dónde acudir, hasta que localizaron una gran caseta con mesas y bancos corridos en cuyo acceso figuraba sobre una tablilla grande de madera la palabra señalada. Tras un primer momento en que las bocas se abrieron de par en par perplejas, alguien acertó a bramar…” Es aquí”

     Nuevamente se organizó el jaleo y el caos, hasta que algunos gritos después por parte de los mandos y algún que otro cachete soltado de forma informal, consiguieron normalizar la situación y poner a todos en una línea, desfilando al interior para tomar posiciones en las bancadas.

     El personal de cocina y las camareras procedieron a surtir de viandas cada mesa, y, casi sin dar tiempo a proveer los platos y vasos, desaparecían las materias escanciadas o servidas. En lo sucesivo esta labor la realizarían con mejor o peor fortuna los monitores o escolares nombrados como ayudantes, salvo por supuesto la confección de los menús.

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     Por la tarde, terminada la comida, se entraba en una fracción temporal denominada reposo por los estadillos pegados con chinchetas al panel informativo, pero que, en realidad, quería decir café, copa, puro y siesta para aquellos bienaventurados que les estaba permitido, y que para el resto significaba más trabajo (para el personal de cocina) o fase de aburrimiento (para el resto).

     Salvado ese obstáculo, se convocó a los acampados en el círculo central como si de una secta que se acogiera a la protección del pentagrama se tratase. En el mismo eje radial se colocó Don Antonio, el Super, que procedió, según lo estipulado, a dar lectura de la normativa que regiría en el recinto. No obstante, al no poder alzar lo suficiente la voz y ante la falta de megafonía, las instrucciones que se conseguían desentrañar se pasaban de uno a otro sin solución de continuidad, perdiéndose en la transmisión parte del mensaje, como es normal. Y la otra parte del anuncio se recibía desvirtuado, dado que mientras se traspasaba el primero, nadie era capaz de oír el siguiente y así sucesivamente, con lo que la mayoría permaneció en la felicidad de la ignorancia y en la bienaventuranza de la medianía, desconocedora de la luz de la sabiduría y de las reglas (aura mediocritas que diría el filósofo).

     Tal fue el desconocimiento y los gritos de…” pero ¿qué ha dicho?”, que se tuvo que arbitrar una medida perentoria: llamar al técnico de megafonía con urgencia. Y lo peor del caso fue que se presentó ese mismo día resolviendo el problema. Pero de ello sólo se dieron cuenta el día posterior.

     A eso de las cinco les permitieron ir a bañarse al río. Esa instrucción sí que la escuchó todo el mundo sin necesidad de megáfono alguno. Rápidamente los escolares se cambiaron, poniéndose el traje de baño. Y al aviso de” tonto el último” el río era un hervidero de cabezas, risas, salpicaduras. Sólo un par de chicos quedaron en la orilla: el Yeti, así llamado por lo blanco de su piel, que tardó veinte minutos en meterse al agua, temblando por cada centímetro de su piel que iba ingresando poco a poco en el río; y el Poquito, cuyo apodo le venía por ser diminuto y por responder a todo lo que se le ofrecía…” sólo un poco”. Sobre él se corrió el rumor de que no sabía nadar y le daba pánico meter algo más que los pies, aún en la zona donde no les cubría.

     Los monitores y jefes actuaron de vigilantes gritando, haciendo recomendaciones y, en general, controlando que ninguno se pasara de la raya y de las marcas en que estaba habilitado el baño, y sobre todo procurando que ninguno se ahogase.

     El resto del día desapareció en un torbellino imperceptible de actividades lúdico-deportivas. Juegos como las carreras, el pañuelito, el burro o la olla se sucedían a velocidad de vértigo. Tan rápido fue, por lo entretenido, que sin apenas darse cuenta se les echó encima la noche sin solución de continuidad.

     Acabada la cena y de forma más civilizada, se prepararon para irse a dormir. No se tuvieron en cuenta otras tareas que en lo sucesivo se repetirían sin objeción, pero que ninguna otra jornada se suprimieron y de las que tendríamos noticia más adelante.

     En breve lapso temporal, ya en las tiendas, la somnolencia se apoderó de las conciencias, colmadas las expectativas de diversión, abriéndose a un nuevo campo de ensoñaciones y deseos. Sólo unos pocos no pudieron conciliar el sueño, bien por el propio cansancio y energía que les impedía el sosiego, bien por la añoranza de su casa, de sus padres, bien quizá por la inseguridad de lo remoto y desconocido.

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     Un estampido musical se extendió por el asentamiento de estudiantes. Entonces comprendieron el porqué de la bondad de la avería en la megafonía. La diana se producía a las siete treinta de la mañana con las notas del himno del Real Madrid, club de futbol. Aquello que parecía demasiado para unos tiernos oídos de infantes no sólo no fue un mal sueño, sino que se repitió cada uno de los días en que estuvieron acampados. La mayoría de los cuerpos saltaban de las literas como resortes descontrolados.

     Los monitores fueron pasando tienda por tienda aligerando a los perezosos y llamando a filas, para que todos se presentasen en la explanada en el más breve tiempo posible, y, a ser posible, vestidos.

     Reunidos en la planicie fueron divididos por colores, secciones y grupos, y una vez conseguido se les ordenó en filas al grito de…

     -A cubrirse… ¡ya!

     Prácticamente todos conocían el sistema de mandatos para alinear a los escolares, por lo que no se tardó mucho en ejecutar la prescripción. Cada estudiante se situó a la distancia requerida levantando el brazo derecho hasta el hombro del inmediato anterior, para ponerse a la distancia estipulada. El segundo mandato no se hizo esperar.

     -Alinearse por la derecha… ¡ya!

     El personal observó la posición del que quedaba consecutivo por la derecha para posicionarse a su altura. Tan acostumbrados estaban que la composición de filas y columnas resultó casi de forma natural, como si de soldados se tratara. Cuando llegó la tercera orden sólo a unos pocos les pilló por sorpresa.

     -Firmes… ¡ya! Cantemos todos el “Cara al sol”.

      La respuesta a lo primero fue rápida. No tanto lo segundo. Pero tan de seguido como Don Antonio, Don Cosme y Don Francisco iniciaron el himno, los escolares comenzaron a remolque a cantarlo. Los monitores y demás jefes de sección empezaron a repasar los grupos asegurándose del empeño y la aplicación de los muchachos al entonar. No obstante, siempre había alguno que se negaba, aunque hacía las muecas apropiadas, y a riesgo de ser atrapado en el mutismo, al poder suponerle alguna que otra sanción.

     Seguidamente, uno de los lugartenientes del Super, designado por éste, procedió a dar lectura del orden del día en el que figuraban durante la mañana:

     - Desayuno.

     - Ejercicios deportivos genéricos.

     - Votación de delegados o portavoces por cada cinco tiendas (conforme a la numeración que consta en la tablilla colgada de la propia tienda y con relación a los colores designados).

     - Distribución y elección de equipos para la competición de futbol (clasificación para cuartos de final, semifinales y final, eso sí en días sucesivos).

     - Selección por todos los escolares de las pruebas atléticas en las que deseen competir.

     - Recogida de leña para el fuego nocturno.

     Ya por la tarde:

     -Comida en el refectorio.

     - Reposo.

     - Clases y práctica de la natación.

     - Lectura de hechos célebres.

     - Tiempo libre.

     - Ofrenda a los caídos.

     - Fuego de campamento.

     - Cena en el refectorio.

   

     Una vez que se escuchó el… “rompan filas”, y esta vez por megafonía, el total de los congregados se dirigió al desayuno. Quien más, quien menos hacía comentarios graciosos susurrados al respecto. Cuando se leyó el apartado “reposo” todos los estudiantes se rieron. Ya para entonces conocían que el referido reposo del guerrero se trataba de café, copa, puro y siesta para los mandos. Eso sí, excepto los que ya habían acudido con anterioridad a campamentos, desconocían qué era eso de “lectura de hechos célebres” y la “ofrenda a los caídos”.

     Los ejercicios consistieron en una tabla de gimnasia del tipo de las que ya hacían en el instituto. Lo siguiente, que constaba de saltos de longitud, de altura, de potro o plinto, las carreras de cien metros o de fondo, las anillas y la trepa de cuerdas con o sin nudos, proporcionaron un intervalo temporal francamente ameno. Ese período fue un continuo reír y bromear para el grupo del Tato, delgado, cejijunto y revoltoso, compuesto por seis niños procedentes de la misma clase del instituto: el Mocos, el Perilla, el Bala, el Don y Betoven.

     El Perilla, repetidor del nivel de segundo grado, con un año más que los otros y ya con unos pelillos en el bigote y la barba (de ahí le venía el apodo), hizo girar como un molinete la cuerda en la que ascendía el Mocos, cuya nariz y constipados eran proverbiales, provocando su mareo y caída subsiguiente, para deleite y risotadas de los demás.

     De mientras, el Bala, cuyo sobrenombre le fue adjudicado por su lentitud para completar cualquier actividad física (y ni qué decir tiene que por su morosidad en los ejercicios de ciencias), se esforzaba en terminar la escalada en una cuerda de nudos, siendo azotado su cuerpo por parte de Betoven, nombre dado porque tocaba el piano, con el trozo que colgaba por debajo de aquel. Sus gritos e insultos fueron de tal magnitud que se escucharon por todo el recinto, y sin necesidad de megáfono.

     Tato, que había estado jugando a Tarzán balanceándose y colgándose de una cuerda a otra sin que nadie le molestase (cualquiera se atrevía con el genio que tenía), se hallaba tendido en la hierba junto a Don, quien parecía odiar sudar demasiado y dormitaba boca arriba con una pajita en la boca. Éste, de pelo rojizo, era llamado así por ser el líder de la cuadrilla y porque mandaba más que el personaje de las películas, patriarca de los mafiosos.

     Poco después, llamaron los jefes de sección a los que dependían de su mando con el fin de votar a los delegados y portavoces, para, seguidamente, seleccionar equipos de futbol y apuntarse para las pruebas atléticas. Mocos y Bala avisaron a Don y Tato de la convocatoria…

     -Eh, tíos, que están llamando para elegir equipo e inscribirse en algún deporte –les apuró Bala.

     - Sí, joder, que hace rato que lo han dicho por el altavoz, y el Rata, el chulito de sexto que está de jefe de sección, está que trina – rubricó Mocos.

     - Pues que se la pique un pollo. Votad por mí. Y ni se os ocurra apuntarme a nada. O mejor, apuntadme a lo que queráis. Total, no voy a hacer ningún esfuerzo – y continuó amodorrado Don.

     - Pues a mí elegidme de delegado que os lo vais a pasar de cojones. Ah, y me apuntáis a la prueba que os dé la gana porque os voy a dar caña a todos, y sin esforzarme – fanfarroneó Tato.

     Por suerte para todos no pasaron lista y cada cual se registraba en la actividad y el equipo que quería. Un tanto más problemático fue el votar a los delegados. No obstante, con la gresca y la confusión de gritos, burlas y payasadas, nadie, salvo los que estaban alrededor, reparó en que Mocos y Bala levantaban ambos brazos a la vez en el momento del recuento.

     Después de tal embrollo, al levantarse Don y Tato de la pre-siesta, les llamó uno de los responsables de la acampada, Don Cosme, viéndolos aparte y tan ufanos, en previsión de que se les hubiera olvidado que debían recoger papeles, leña y hierba seca para el fuego de campamento.

     Don y Tato se miraron entre sí haciendo caso omiso y con ojos somnolientos, evidenciando el poco interés en satisfacer tal demanda. Pero al ser instados a ello de malos modos decidieron avenirse poco más o menos. Optaron por recolectar cuatro o cinco ramitas cada uno y fingir que ponían la máxima disposición. Seguidamente, Don le hizo a Tato una observación al oído. Alejándose un tanto del recinto cercado, recogieron abundantes papeles. Los rellenaron con boñiga, excrementos de perro y hierba verde haciendo pelotas con envoltorios de periódico y depositándolos luego a la vista del responsable.

     La hora del refrigerio llegó sin darse cuenta. Cuando todos pretendían entrar en tromba, fueron nuevamente aleccionados con órdenes a gritos y pitidos de silbato de los monitores, que, si no conseguían llamar a la disciplina y dominar a las masas, sí al menos proporcionaban la sordera y aturdimiento necesarios para dejarse conducir y formar las consabidas filas.

     Ya en el interior, las primeras protestas acerca de que lo servido no les gustaba o los lanzamientos de trozos de pan como salvas de soldados fueron inmediatamente reprimidos por los responsables con discretas pero efectivas collejas y coscorrones. Parecía que la consigna para los mandos estaba clara: no permitir ningún tipo de protesta o desmán. Del aprendizaje para el orden y concierto, para la sumisión y el amén, se trataba. El futuro de la especie y del rebaño rendidos al mandato del dirigente de turno estaba en juego.

     Durante el reposo, unos cuantos, incluidos los seis del grupo, convocados por Tato, se ausentaron del recinto junto con Berto, el Mafias, de quien se decía que ya había pisado el reformatorio (con el asombro de tanta boca abierta de estudiante al saberlo), para fumarse un pitillo y contarse anécdotas y chistes. El tabaco pasaba de mano en mano y de boca en boca, ya que no había suficiente para todos. En esa reunión se dejó caer el bulo de que cierto estudiante llamado el Monje, quien además de conducirse de forma un tanto amanerada y muy sacerdotal se apellidaba Monje, era homosexual. La sorpresa fue general, por cuanto se suponía que todos los escolares eran muy viriles. Ya para entonces comenzaron a oírse voces de que había que hacer algo al respecto.

     Se dedicaba cierto tiempo a las clases de natación. Un par de monitores se esforzaban en instruir a los infantes con más pena que gloria, pero acabó consistiendo en un lapso de permisividad para el barullo, las aguadillas y las carreras, nadando por encima o por debajo del agua, un paso fugaz por el disfrute y el recreo. Resultó tan insuficiente por corto y tan engañoso como el capote rojo corneado por los astados.

     Pese a la insistencia de los instructores, Poquito seguía resistiéndose a meterse a una profundidad más allá de los tobillos. Le instaron, le ofrecieron el premio de comer y cenar con refrescos y le animaron de todas las formas que se les ocurrió, sin ganarse su confianza ni cosechar éxito ninguno. El propio Super tomó cartas en el asunto, convirtiéndolo en una cuestión personal, y le recomendó hacer un intento con un “vamos o te quedas sin comer”. Tan evidente fue su ansiedad y duda que incluso algunos chicos le alentaron con un” tú puedes” y le jalearon repitiendo a voces su apodo…

     -Po-qui-to, Po-qui-to, tra, tra, tra –coreándolo con aplausos

     Finalmente, pareció aunar las fuerzas y valor necesarios, y dando un paso, se tiró de bruces al frente. Se atrevió a arrojarse al agua, aunque con tan mala fortuna que amerizó en un punto en el que a modo de escalón había una poza. Si bien no superaba su altura del todo, fue suficiente para que pensara que le cubría. Y no ocurrió como es habitual en los animales que, braceando y pateando, comienzan a nadar, aun sin saber.

     Sus afanosos esfuerzos y manoteos por lograr sacar la cabeza fuera de la superficie fueron tan aparatosos que pronto se dieron cuenta de que o lo sacaban o se ahogaba. Los dos monitores se lanzaron de inmediato al agua y lo extrajeron enseguida. Pero para entonces se había bebido medio río y les costó que expulsara el agua y recuperara una respiración en principio nerviosa, pero que al cabo de dos minutos se normalizó.

      El comentario de uno de los rescatadores no se hizo esperar…

     -Serás patoso.

     Pero lo que en definitiva más le dolió a Poquito fue el apelativo que le dedicó Don Antonio voceando…

     - ¡Nenaza!

     Después del incidente, se convocó a todos a la gran carpa de actividades varias. En la mesa presidencial Don Antonio, con un micrófono, tomó la palabra. Llegaba el momento de la “lectura de hechos célebres”, que se basaba en la leída de acontecimientos de la reciente guerra civil u otras guerras anteriores, o bien la reseña hagiográfica de vidas de santos, monjes, anacoretas y religiosos, supuestamente heroicos; pese a que eran más bien sucesos un tanto peregrinos (y no sólo en el sentido devoto).

     Afortunadamente la cuadrilla se hallaba en los bancos de atrás y se dedicó a bromear o mirar a las musarañas. Bien es verdad que el resto, incluidos los jefes de sección y monitores, soportaron el envite con la mayor de las paciencias, pero sin prestar la más mínima atención.

     Aquella tarde, finalizado el acto farragoso de la lectura sobre héroes y tumbas, Betoven se encontraba tan aburrido que, aunque la gimnasia no era para nada su pasión, se acercó solo a la zona de carreras y saltos, y a la barra que servía de soporte a las cuerdas y anillas colgantes.

     Los aparatos como el potro se hallaban encerrados en una de las carpas de almacén, por lo que no pudo jugar al jinete cabalgando solo en la llanura, y decidió acometer la costosa prueba de trepar por la cuerda a pulso los seis metros que separaban el suelo y el tope superior. No logró, sin embargo, ni ascender los tres primeros. Se diría que no estaba dotado de fuerza para ello.

      Pensó que tal vez lo suyo fueran las anillas. Hizo un salto perfecto para subir y equilibrarse en posición de sentado con apoyo de manos. Pero tras un instante de gloria en que controló la inestabilidad, se descolgó de nuevo al suelo, quedándose enganchado por los brazos y aguantando los vaivenes de atrás para adelante con resignación. Cerró los ojos y, enfadado, lanzó las anillas con fuerza hacia el frente. Suspiró y pensó que quizá tenía talento para la música, pero no poseía el vigor y la aptitud para esas otras proezas. Finalmente, se dio cuenta de que, si bien gozaba de capacidad de inteligencia, no se había dado cuenta de que hacía un par de segundos antes había lanzado las anillas. Se dio de seguido la vuelta, pero no se había apartado. No obstante se giró con presteza abriendo los ojos, fue demasiado tarde. Siquiera le dio tiempo a esquivar el impacto pleno y directo. Pese a todo el golpe en la boca, aun de costado, fue brutal.

     Sangrando y muy dolorido, se apartó a un lado de las barras de sujeción de las cuerdas; se pasó la mano por la boca y en ella escupió algo que notaba en el interior de la boca. Dos trozos pequeños de los incisivos superiores quedaron a la vista en su palma entre espumarajos sanguinolentos.

     Se propuso nunca más hacer una estupidez tal. No sabía bien lo que decía. Y también prometió no contar jamás lo que le había ocurrido. Como comprendió que el morro se le estaba hinchando y no podría comer en condiciones durante unos días, decidió contar que se había caído en un pedregal, no pudiendo evitar golpearse en la boca contra una piedra.

     La alternativa de contar la verdad estaba descartada. Jamás hubiera soportado la vergüenza de quedar como el mayor de los imbéciles, cuando se presuponía que era muy listo. Aquello le hizo reflexionar en lo pronto que el ídolo se cae del altar. Así que el incidente quedaría entre él y él.

 

     Después del reposo, en el que, al no poder evadirse como durante la siesta, tuvieron que pasarlo jugando a cartas o contando chistes, llegó la hora de la ofrenda a los caídos. En formación salieron del cercado hasta una zona apartada en la que había un túmulo a modo de santuario, con una leyenda grabada sobre la piedra que nadie se molestó en leer.

     En dicho sitio y sin abandonar la disposición en filas e hileras el director dio la orden de…

     - ¡Firrrrrrrrr……eis!

     Que para aquel no bregado en esas lides quería decir “firmes”.

     Los escolares adoptaron con mayor o menor firmeza la posición, en espera del siguiente mandato.

     -Cantemos todos a una “Montañas nevadas”. Conmigo…- y comenzó a entonarla.

 La mayoría ya conocía la tonada por haberla repetido en el instituto. Así que el efecto no resultó mal, con la salvedad de los remolones habituales y de quienes simplemente se negaban, si bien se resguardaban por si acaso de la reprimenda componiendo con muecas una imitación que resultaba todo un poema.

     Concluido el himno y cuando todos esperaban el “rompan filas” de rigor, la misma voz autoritaria indicó…

     - ¡José Antonio Primo de Rivera!

     Tras unos primeros segundos de duda, en que todos se miraban entre sí encogiéndose de hombros al pensar que convocaba a algún escolar así llamado, y sin saber qué hacer, resonó de nuevo la voz.

     -Se dice “pre-sen-te”, ¡coño!

     A lo que la mayoría, estimulados por los jefes segundo y tercero, y por los jefes de sección corearon…

     -Pre- sen- te.

     Menos mal que a nadie se le ocurrió añadir la coletilla final porque el efecto hubiera sido demoledor.

     En cualquier caso, parecía que el día tenía por obligación que ser consagrado a Dios, a la patria y al caudillo y acólitos, y no necesariamente por este orden.

     Una vez finalizado el acto y rotas las filas en desbandada, quien más, quien menos se resistía a contemplar con seriedad aquello.

     Tato no pudo reprimir su impulso y soltó a voz en grito…

     -Y ¿para esto nos han traído hasta aquí?

     El premio de un duro capón no se hizo esperar.

     Por la noche, sobre la diez, se reunieron en la zona apartada designada para el fuego de campamento. Los estudiantes ocupaban el perímetro acotado por troncos largos que servían para sentarse, mientras los mandos se sentaban en sillas plegables.

     Se comenzó prendiendo una pequeña fogata que confería aires de intimidad al mágico acontecimiento. Tanto los que previamente se habían registrado prestándose a actuar, recitar o cantar, como los voluntarios fueron pasando al círculo reservado como escenario y llevando a cabo su función entre risas, aplausos y vítores. Con el continuo sucederse de las actuaciones el ambiente fue poco a poco decayendo como la euforia inicial.

     Al ser notorio este decaimiento, los jefes sugirieron echar el montón de leña y papel sobrante recogido al final cuando aún se desarrollaban las últimas intervenciones, con el fin de crear una gran pira que reavivara los ánimos. Sin embargo, se produjo tal cantidad de humo y tal peste que los ojos irritados y las narices laceradas y agraviadas no pudieron soportarlo. Todo el mundo huyó lo más lejos posible, con la excepción de los jefes de sección y ayudantes nombrados para extinguir la fogata, gente sufrida y de confianza de los mandos superiores seleccionados para tal fin.

     Ese fue el final apestoso de una divertida noche.

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     Los días de aquella primera semana se sucedieron sin apenas notarlos. El orden del día se cumplía a rajatabla y muy pocas novedades jalonaban su monótono discurrir, a excepción del domingo que tuvieron misa de campamento por la mañana, y por la tarde los llevaron al pueblo a hacer alguna compra y dar un paseo. Al menos allí gozaron de cierta libertad de movimientos.

      Durante esa semana únicamente se salieron de lo acostumbrado tres cosas: la tarde cuando se empeñaron en que aprendiesen a cocinar una paella (algún escolar jamás había probado una tal con el arroz tan duro), cuya finalidad era confeccionar una por los componentes de cada tienda e invitar a sus padres; las trastadas y perrerías que se le hicieron a Monje (bajarle  los pantalones en público, cortarle los vientos a la tienda que ocupaba mientras él solo estaba dentro), aunque más merecían el apelativo de putadas; y las enseñanzas de levantar una tienda de campaña y la confección de nudos marineros, que prácticamente ninguno entendía para qué, cuando en el ánimo de casi nadie estaba el dedicarse a la pesca.

     En el desorden del día siguiente, pues tales fueron las interrupciones en la lectura pública de las disposiciones para ese día que el caos fue total, fueron aludidos, sin poder especificar quiénes, los autores del desaguisado de la tienda (seguramente más por los daños materiales que por el espiritual) con la advertencia de que se identificaría a los culpables. En las cabezas de los del grupo se debatían el orgullo de la temeridad hecha pública y el miedo de ser descubiertos, cosa harto difícil si no había delaciones. Y no las habría entre otros motivos porque el temor al Tato era mucho mayor.  

      Eso sí, los encuentros de futbol eran de categoría y patadas extras. El equipo del Don estaba en semifinales y era uno de los candidatos para la final.

     La semana sucesiva estuvo jalonada de determinados actos que componían un margen o un acotado en el devenir rutinario y latoso.

     El lunes se presentaron unos operarios con una pantalla de cine portátil, ya que entre las actividades del orden de ese día estaba la proyección de una película. Consistía en uno de los consabidos films de vaqueros, pero hubiera sido igual si se tratara de una de Tarzán o de romanos. El regocijo, la hilaridad y el buen humor camparon desde la primera hasta la última fila. Aún más, esa noche, ya acostados, casi todos soñaron con duelos y ataques de indios.

     El miércoles fue la jornada señalada para la salida nocturna. Linterna en mano se decía que se intentaría capturar un “gamusino”, que, al decir de los entendidos, era una especie de roedor entre conejo y cerdo. Se transmitió la máxima de tener cuidado porque era un bicho salvaje capaz de revolverse contra sus perseguidores. Por supuesto que se trataba de una broma, pero sólo se enteraron al cabo de una hora en la que los partícipes de la burla no pudieron reprimir las risotadas y acabaron por delatarse.

     Por otro lado, muchos estudiantes no las tenían todas consigo, ya que se había extendido el rumor de que los acampados en un asentamiento situado a pocos kilómetros del suyo, campamento de la O.J.E., estaban cabreados porque estaban utilizando unas instalaciones de su organización. De hecho, el día anterior se habían cruzado con una marcha de miembros de esa organización en que se oyeron gritos repetidos a coro de…

     -Escolares, pum.

     Aunque casi nadie entendía si se trataba de un “escolares ni fu ni fa” o del ultimátum referido al tiro “pum”de un arma.

      Al parecer habrían prometido hacerles pagar por tal abuso y se suponía que en cualquier momento les iban atacar, y quizá harían prisioneros. Sólo unos pocos eran de la opinión de no permitirles tales amenazas y tropelías, y eran partidarios de hacer una incursión al amparo de la noche, descolgándose del resto de acampados, para destrozar sus tiendas o quemarlas a mechero limpio. En principio, claro, se hablaba de las tiendas…

     -… aunque si alguno permanecía dentro en el ataque peor para él – llegó a justificar Don.

     - Tampoco hace falta ser tan bestia – apuntó una voz desconocida.

     La mirada intimidatoria del Tato no se hizo esperar, si bien todo quedó en eso.

     No obstante, salvo el grupo de Don y unos quince selectos voluntarios con más temor que deseo de gloria, prácticamente nadie secundó la propuesta.

     Así que esa noche muchos escolares apenas pegaron ojo, a la espera de Dios sabe qué asalto.

     Y llegó el viernes, jornada de la visita de los padres. A eso de las once de la mañana se presentaron en autobuses o vehículos particulares con cara de pesar y culpabilidad por haberles dejado presuntamente a su libre albedrío y lejos de su protección. En la expresión de los escolares se manifestaba la duda de quienes casi pretendían volver con ellos por añoranza y quienes hubieran preferido que aquello durase un poco más, dado que no lo estaban pasando tan mal. Tampoco faltaban los que hubiesen dado dinero porque no hubiesen venido sus progenitores.

     El convite a comer la paella hecha por los escolares no estuvo mal. Algunos críos se mostraban orgullosos por poder ofrecerles el producto de sus propias manos. Otros no tanto al notar el problema de algunos padres para tragar el duro arroz. Sin embargo, sus esfuerzos fueron meritorios y no se recibió una sola queja. Así que todo el mundo parecía satisfecho.

     Con todo, fueron bien recibidos por el conjunto de los acampados. Tanto fue así que algunos padres, engañados en tanto les enseñaba las instalaciones, dirían que el Super parecía simpático. No le conocían como ellos.

     Por la tarde se conoció un pequeño problema añadido. Alguno de los estudiantes se quedó en cama sujetándose las tripas y sin poder siquiera ir a gozar de las aguas del río. Pero fue un sufrimiento pasajero.

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     El sábado llegó con una efeméride muy esperada, la final de futbol. Previamente se habían celebrado los certámenes definitivos de las carreras de velocidad, de fondo, los saltos de longitud y de altura, los de potro y plinto. Pero ninguna prueba tenía el éxito y la afición del futbol, que se pospuso para la tarde. A ella llegaron, por una parte, el equipo de Don y Tato, y, por otra, un conjunto muy experimentado de chicos que ya se conocían y habían competido con anterioridad en equipos locales alevines de la villa de los escolares. Éstos últimos, por la escasez de componentes, fueron complementados con dos monitores de quinto curso, el portero y el delantero centro, alias Mendo (porque todos se preguntaban ante su arrogancia…” ¿quién es este menda?”). Arbitraba Don Francisco.

     La contienda se inició con una superioridad manifiesta de los segundos. Manejaban muy bien el balón y combinaban a la perfección, aunque una vez que llegaban al área no conseguían desbordar la defensa impenetrable de los de Tato. La ventaja de la experiencia y el dominio de la pelota era compensada con el esfuerzo, las ayudas y la concepción de equipo como un bloque. En uno de los contraataques bien llevado por los primeros consiguieron sorprender a la férrea muralla orquestada por Don, pasando el balón al delantero y marcando gol.

     Con ese marcador llegó el final del primer tiempo y el descanso. La consigna de Don para la segunda parte fue asignar dos jugadores para que no dejaran ni a sol ni a sombra al delantero y a un jugador de medio campo que hacía circular concienzudamente la pelota y distribuía el juego con inteligencia hasta dar un buen pase al goleador.

     Al poco de comenzar el segundo acto del combate, Bala quedo algo tocado por un encontronazo con el portero en un saque de esquina. Cuando ya regresaba a su posición, el fino jugador de medio campo contrario perdió el balón ante el acoso de su sombra, Perilla, el cual despejó con la buena fortuna de proporcionar un pase franco a Bala. Este, que en situaciones normales se apocaba y solía ser muy lento, le hizo al último defensor contrario un regate insospechado, plantándose delante del portero y logrando un gol curioso tras el rebote en el cuerpo del guardameta.

     Conseguido el empate, Tato se bregó como nadie tanto en la defensa como en el ataque. Se diría que estaba en todas partes. A tal punto llegó su omnipresencia que, tras un pelotazo de Betoven, se presentó cara a portería, con un eslalon que hubiera firmado Maradona; amagó a la derecha y al final descargó un fuerte chut a la izquierda, marcando un bonito gol.

     Los contrarios estaban desconcertados. Su evidente supremacía no les estaba sirviendo de nada.

     La fase siguiente fue una pelea de poder a poder. Y no sólo en sentido metafórico. Las patadas por parte del delantero contrario y de alguno de los jugadores defensivos amenazaban con causar alguna lesión. Y, en efecto, lo consiguió Mendo, ya que en una disputa de balón arreó tal codazo a Tato que tuvieron que sacarlo del campo inconsciente.

     Le sustituyó otro chico voluntarioso, aunque más inexperto, pero el equipo ya estaba para entonces con las fuerzas justas y la moral menguada, por no decir acobardada, y recibieron dos goles en seis minutos. Poco después el árbitro puso fin al enfrentamiento con el sonido de su silbato, dándose el resultado de tres a dos en contra para los de Don.

     Por lo menos, Tato se recuperó del todo instantes después de la conclusión y no se juzgó necesario llevarlo a un centro médico.

     Con la consabida ofrenda y la cena se atemperaron todos los rencores, salvo cierto resentimiento del Tato con el monitor de quinto, que había jugado de delantero y fuera de los límites nobles de la buena lid.

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     El domingo amaneció con una bruma muy sugerente para el espíritu confuso de los escolares, que se debatían entre la alegría de la vuelta a casa prevista para el lunes y la tristeza de verse obligados a abandonar a los amigos y el disfrute de alguna de las actividades.

      Por suerte para ellos, después de asistir a la misa oficiada por el párroco del pueblo en la gran carpa de reuniones, el sol dispersó las nubes hacia mediodía y se les permitió, al ser la última jornada, variar la planificación estricta del orden del día. Se accedió a las peticiones de los chicos interesados en darse un buen baño previo a la comida. Dando su supuesto perfil bondadoso, Don Antonio consintió en ello con la finalidad de que los acampados no se llevasen una mala imagen de su estancia y de él.

   El más absoluto solaz en el agua sirvió de desahogo de las malas conciencias y de la pena por tener que marchar.

     Para la hora de la comida las cocineras habían elaborado un menú especial a base de alubias con sus tropiezos respectivos, cordero y postre helado, permitiendo además regar las viandas con refrescos. Reinaba el buen humor después del remojón. Para sorpresa de sus amigos, Tato también adoptó una buena disposición con todo el mundo e, incluso, se presentó voluntario como ayudante de cocina para servir los platos. Luego supieron por qué.

     Tato había acordado con el resto de ayudantes de cocina que él llevaría los peroles del primer plato para poder luego sentarse con sus amigos a disfrutar del segundo y el postre.

     Y así lo hizo. Con mejor o peor destreza se esforzó en la tarea comenzando por las mesas más alejadas de la presidencial, las de la cuadrilla y anejas, con el fin de terminar con las de los monitores, mandos y la del director.

     Siendo jaleado por sus amigos al servirles, Tato adoptó, sin embargo, una actitud seria, exceptuando una medio sonrisa exhibida casi al azar. Con una sensación de extrañeza en los rostros de los colegas fue desarrollando su labor.

     Cuando ya se encontraba a la altura de la mesa de los mandos, al llegar al plato del presumido delantero Mendo, pareció como cansado el tiempo justo para hacer un rápido juego de manos y sacar del bolsillo trasero del pantalón una bolsita de plástico con algo en el interior. Los comensales de esa mesa no se percataron de nada, tan ocupados como estaban haciendo bromas a su costa y celebrando la gran victoria en la final. El grupo de Don sí percibió un gesto raro, pero sólo lo desentrañaron después que su amigo se sentó con ellos, ya que hasta entonces no había dicho nada a nadie.

     Contó Tato que en la bolsita del pantalón llevaba un excremento de perro y que al fingir que tenía que reposar el perol en el suelo por cansancio, lo depositó en el cazo con el que sirvió el plato de Mendo. Las risas fueron incontenibles, sobre todo cuando relató que completó su actuación con un “que aproveche”. Ya en el momento en que volvía pudo oírle al embromado el comentario de “¿no saben raras estas alubias?”. Las risotadas al mencionarlo arreciaron.

     Ya por la tarde estaba previsto un paseo por el pueblo para adquirir las últimas compras y visitar la iglesia y el centro del municipio. Don y sus amigos prefirieron desviarse y cambiar la contemplación de la iglesia por la inspección del único local de juegos recreativos existente en el lugar. El futbolín tuvo un trabajo fuera de lo normal.

     La vuelta al campamento para pasar la última noche fue un tanto triste.

     Más triste resultó, no obstante, la entrada al recinto. El personal de cocina y Don Francisco, que se habían quedado para atender a la cena y al cuidado del propio campamento, salieron a recibir a todos los que regresaban con caras compungidas y absoluta desolación.

     En pocas palabras narraron que les había alarmado las voces de socorro de un aldeano que retornaba a su alquería desde las huertas de su propiedad en la vega del río. Atravesándolo por un vado cercano al campamento escolar, percibió un bulto retenido en las piedras que servían como apoyo para pasar. Cuál no fue su conmoción al comprobar que se trataba del cuerpo de un chico de poca edad con un golpe en la frente. Resultó ser Bernabé Rodríguez, el que todos conocían como Poquito.

     Nadie se había tomado la molestia en pasar lista de los escolares que se iban a desplazar al pueblo. Este hecho debió aprovecharlo el chaval para hacer un último intento en soledad conforme a su determinación. Con audacia se retrasó de los demás cuando abandonaron el campamento y resolvió que daría cuenta de su valentía a su vuelta. Dominaría su miedo y, de ser posible, demostraría cómo había logrado dar unas brazadas nadando, exhibiéndose. Pero algo debió salir mal.

     Esa misma noche sus padres se presentaron sin saber a ciencia cierta qué había pasado. Fue un anochecer lleno de rabia, de llanto y de reproches, sombras y tinieblas de un recorrido crepuscular tras el que nadie pegó ojo.

 

 

      

 

    

    

 

 

 

 

 

 

                                          

                          


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