RESOÑACIÓN (Relato)

 




     

 

 

 

                        R  E  S  O  Ñ  A  C  I  Ó  N

 

 

                                                                                                                       AIRON

 

       Acechaba la noche y nadie parecía querer aguardar su ataque ni recibirla a pie firme. Los transeúntes apresuraban sus pasos para guarecerse, como queriendo no verse sorprendidos por las sombras.

     Me aproximaba al callejón y no terminaba de acostumbrarme a la progresiva extinción de la luz solar. En los bares y garitos las lámparas y el neón pugnaban por imponerse a la penumbra. Los propios colores rojizos y amarillentos debilitados se correspondían con la progresiva estrechez cicatera del pasaje, que, según se avanzaba, adelgazaba su perfil hasta convertirse en un exiguo y asfixiante cajón.

     Con la mirada recorría desde la puerta el interior de los locales buscando a mi camella, la que me aprovisionaba de hachís y alguna que otra sustancia con mayor poder de olvido. Lo importante era pillar un buen material y un mejor colocón. Al cabo la distinguí entre otros tipos curiosos en uno de esos antros donde las tinieblas proporcionaban el camuflaje, cuando no la invisibilidad necesaria, para ejercer su profesión. Focos brillantes al modo de flashes intermitentes impactaban en los ojos impidiendo la visión nítida de algunos rostros marcados por gestos insensibles y abotargados, ebrios o agresivos, o incluso de auténticos indeseables. Pero, de todos modos, ninguna imagen ni semblante, ningún movimiento respondía a la conducta que asomaría a la mañana siguiente, descubiertos por la claridad del sol. En aquellos confusos establecimientos los gestos febriles, percibidos intermitentemente a causa de los destellos secuenciales, se acompasaban como a cámara lenta al ritmo musical que hacía danzar a las siluetas de forma macabra.

     El entorno semejaba un ámbito de ensoñación irreal, amenazador. Así se desarrollaba la escena que se repetía de forma pertinaz en mis sucesivos y largos periodos de pesadillas. Y no paraba ahí la inquietante sugestión; no acababa todo en ese encuentro.

     Conseguido lo que buscaba, consideré oportuno buscar la puerta de salida. Pero en esos momentos se encontraba cegada por un personaje singular: delgado, bajito, pelo rizado cortado a trazos longitudinales y teñido de diferentes colores, ojos pintados, piercings en ceja izquierda y labio inferior, varias cicatrices en la mejilla izquierda; vestía una camiseta negra, una sudadera roja con capucha y cubierto con un chaquetón negro hasta los pies, leotardos verdes y falda escocesa roja con rayas verdes y amarillas, y completaba su atavío con unas oscuras botas altas de tipo militar. Discutía acaloradamente con otra persona por una deuda relacionada con la droga al parecer. Intimidado, sólo cuando se apartó me atreví a retomar mi camino.

     Desembocaba el trayecto plagado de bares en un largo y lóbrego túnel de paredes húmedas, suelo embarrado lleno de desperdicios y olor nauseabundo. En él se desarrollaba una actividad frenética, parejas en pleno acto sexual en las mil formas posibles, un par de individuos amenazando a otro, navaja en cuello, para sonsacarle todo lo que pudieran; despojos humanos caídos o inconscientes, borrachos o vomitando. También pude adivinar la silueta de algún yonqui intentando conectar la chuta con su vena ayudándose de la luz de un mechero, prostitutas de oferta con sus clientes, camellos trapicheando, unos macarras dándole una paliza a un pusilánime por el puro gusto de dársela…

     Tras aquel tránsito a oscuras que atravesaba por debajo una vía urbana muy concurrida por el paso de vehículos y que producía un ruido atronador a los transeúntes del paso inferior, el sinuoso pasadizo se abría a una explanada usada como escombrera. Montículos de residuos, objetos, enseres depositados sin ningún concierto y tierra removida en la que crecía hierba y maleza irreductible conformaban una mezcolanza sólo salvada por una vereda que desembocaba en aquel edificio deshecho. Cinco plantas sin apenas paredes se elevaban en lo que debió ser una antigua fábrica o un bloque de viviendas abandonado. Pero ahora se perfilaba ocupado con nuevas vidas o lo que quedaba de ellas. Así lo denotaban las hogueras cuyos resplandores matizaban con huecos de luz el tenebroso espectáculo de nuevos despojos, sólo que en este caso eran humanos.

     Con angustia, emboqué el portal sin puertas del bloque en ruinas. Resultaba complicado ascender por aquellos peldaños inseguros o más bien por lo que quedaba de ellos. Ya arriba, basura, restos de comida, de excrementos humanos, utensilios estropeados, piezas y muebles destartalados, mochilas y bolsas con pertenencias… se almacenaban allí donde hubiera un sitio libre. En grupos abigarrados sin número, borrosos y diseminados, en todos los niveles donde el firme del piso todavía estaba verdaderamente firme y no cabía la sorpresa de hundirse junto con sus huesos, se escondía gente misteriosa y ambigua. Las sombras albergaban indigentes dormitando o quizá a punto de fallecer en cualquier esquina, desaprensivos distribuyéndose el producto del reciente robo, seres desarraigados y marginales, y todos revueltos, componían un conglomerado de historias sin historia.     

     Y la pesadilla y el delirio que tan frecuentemente habitaban aquellas imágenes oníricas reiteradas no se detenían ahí, volvían a mí con la insistencia del entorno conocido y la secuencia reproducida hasta la saciedad.

     En un rincón a la luz de unas brasas, descubrí al sujeto estrafalario visto en la puerta del bar, acompañado por otros de similar catadura, que se repartían algún tipo de sustancia envuelta en papelinas de plástico, metiéndose ya un pico o tirados aparte después de chutarse. A su lado, un muchacho se debatía en temblores febriles y convulsiones seguramente a causa del mono. Al mismo tiempo pude vislumbrar a una chica joven, morena aunque con cresta roja, con varios piercings repartidos por toda la cara y tatuada en cuello y brazos, que portaba una raída camiseta gris, una chamarra de cuero negra surcada por gran cantidad de cadenas, faldones al estilo indio americano y mallas agujereadas por todas partes y bajadas hasta los tobillos, rematadas con botas de caña alta. Gemía como si acabase de ser violada, a juzgar por los lamentos quejumbrosos que profería.

     En ese segundo rellano de aquella equívoca e incierta construcción, en una esquina protegida por un tabique para que no me asaltasen, me senté para disfrutar de un porro de costo que comencé a liar y con la intención de esnifar un poco de farlopa que me habían ofrecido como canela fina. Más relajado y en mitad del viaje, se acercó el tipo de la falda escocesa que me había visto perderme hacia el vértice opuesto. Con el simple gesto de la mano extendida hacia mí, entendí que me pedía lo que estaba consumiendo. Le pregunté si quería fumarse un peta o pegarse un tirito y dejarme en paz. Su respuesta fue inmediata. Comenzó a golpearme con puñetazos y patadas sin medida, pero perfectamente dirigidos a puntos vitales de mi cuerpo, cabeza, pecho, hígado y riñones, entrepierna… Prácticamente inconsciente me registró hasta encontrarme todo el material y el dinero que llevaba. Por último, sacó de un bolsillo de su chaquetón una herramienta con la que me cortó la cara y el cuello con una sonrisa de satisfacción. Sin ningún miramiento, lentamente, se volvió al lugar que antes ocupaba, dejándome al borde del colapso.

     No habría manera de recuperar lo guindado y casi no sería capaz de regresar al mundo de los vivos. Y lo peor de todo era… que no podía despertar.

 


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