LA CONGREGACIÓN ( Relato)

 



      

 

 

LA   CONGREGACIÓN

                                               

 

                                                                                                                             AIRON

 

        El camino de entrada al pueblo se desviaba por la derecha en un sendero pedregoso y bacheado que llevaba hasta la gran verja de entrada a la cervecera. Acababan de abandonar la carretera del valle y aparcaron un poco más allá de esa vereda, en una pequeña plazuela cerca de la iglesia. El tramo que terminaba en la finca del local de restauración lo hicieron a pie los tres componentes de la familia en paseo animado por el grato corredor de árboles y pájaros.

     Mientras bajaban la suave pendiente todavía recordaban la última vez que habían pasado una amena jornada en el lugar. Y, en realidad, aunque habían transcurrido varios años, el solar parecía estar igual que entonces. Había pertenecido a un linaje de emigrantes indianos que se habían enriquecido en América y, posteriormente, a una empresa química que había dispuesto del lugar como una colonia para utilizarlo como centro de reunión y de solaz de sus ejecutivos. Constaba de tres edificios, el principal, una construcción de mampostería del siglo XIX y de estilo regionalista, y otras dos construcciones añadidas más modernas, anexas al primero. El conjunto lo completaba un par de casetas, la del guarda y la de sus aperos, y el almacén, que tenía adosada la leñera.

     El paraje, de una hectárea aproximadamente de extensión, se componía de un circuito de jardines, fuentes y acequias y de varios recintos deportivos: una pista de tenis ubicada en un cercado de setos, árboles y juncales, y un coqueto frontón de pelota.

     Aquella gente sabía vivir y rodearse de un ámbito idílico en el que disfrutar del placer diletante y probablemente de otros placeres. Del mismo modo, los dirigentes de la Colonial Max Chemical sabían, según parece, divertirse al tiempo que vertían productos tóxicos al río. Las aportaciones económicas que daban al valle hacían desmemoriadas a las conciencias y agradecidos a los estómagos. Sólo las plantas y animales clamaban por sus derechos ecológicos con su muerte terca.

     El niño de diez años se adelantó correteando hasta la verja entornada y penetró en la parcela. A la zaga accedieron los padres de Tito iniciando el itinerario por las avenidas de tierra con macetas, arriates y árboles. Con estrépito prorrumpió el chico en el circuito de calles del paseo cercano a la cancela de entrada. Descendió gritando y moviendo los brazos como si volase, y tropezó hasta casi darse de bruces con el estanque de peces de colores, rodeado de baldosas polícromas y vistosos alicatados. Pero al poco de rodearlo a saltos, debió de notar la extrañeza del ambiente callado y recogido, por lo que se detuvo en seco, dejando de aullar y gorjear. El canto de las aves y de las chicharras también se había interrumpido allí. Ni siquiera los pájaros parecían atreverse a entonar una mínima melodía de trinos, ni tampoco una sola conversación de un suave piar.

     Algo raro en la conducta del niño sucedió porque cogió de la mano a su madre Alegría de forma desacostumbrada y, a paso lento, se unió a sus padres para tomar el pasaje de la izquierda, plagado de extraordinarios bancales de hortensias y rosas, geranios y alegrías, parterres de dalias y pensamientos, y todo tipo de las más cuidadas flores. La primavera y la cercanía del verano estimulaban la abigarrada vestimenta vegetal y el variopinto colorido botánico que infundía vistosas promesas al alma dormida. Todo ello hacía más impactante el contraste de la ausencia de gente.

     Tal parecía que pudiera ser el día de descanso semanal o de clausura del local. Ante la puerta entornada del bar, al cabo de una breve caminata, las mesas de los veladores se encontraban vacías. Tampoco en la barra ni en el interior del establecimiento podía observarse cliente alguno. Los tres visitantes consideraron la posibilidad de pedir unos cafés o unos refrescos, pero tras entrar al local abatiendo la puerta, dudaron ante la perspectiva de que estuviese cerrado al público. No obstante, al no haber ningún acceso impedido y siendo el lugar un sitio agradable para pasar la tarde, insistieron por si sólo se hubiese ausentado temporalmente quien atendía el negocio. Pero tras aguardar diez minutos empezaron a temer que nadie les iba a servir.

     En todo caso el padre, Fernando, aconsejó inspeccionar por curiosidad los alrededores. Quizá alguien en la parte de atrás pudiera informarles si había alguna dificultad superable para pasar allí un rato o se trataba de una situación insalvable y deberían abandonar el recinto.

     Recorriendo el contorno del bonito edificio con arcos labrados y soportales de agradecidas sombras, acudieron a la parte trasera. En ese lugar una galería alta hacía de puente entre dos de las construcciones del complejo. Por ese lado se observaba una puerta abierta y junto a ella la base de una escalera que ascendía al piso superior.

     Desde allí se podía percibir un murmullo amortiguado de voces, que por el tono semejaban repetir a coro una misma frase, un mensaje o unas palabras recurrentes.

     Minutos después el rumor se convirtió en una especie de salmodia acompañada por un conjunto indeterminado de personas. Por momentos el susurro se agrandaba y le confería un grado más elevado, con sonidos que rebotaban por los pasillos y paredes hasta converger en un extraño cántico melódico repetido varias veces, sin música ninguna y sin permitir entenderse lo que decían. Ocasionalmente parecían un salmo o quizá un sortilegio que, por el número de voces, clamaba como la expresión amplificada de una oración religiosa. Algo en el interior de Fernando le impulsaba a una evocación y una antigua melodía.

     Para cuando se decidieron a aproximarse algo más a la parte superior, ya en el arranque de la escalera, una persona apareció por la puerta entreabierta a su lado.

     -Hola. ¿Querían algo? – se dirigió a ellos un hombre calvo de mediana edad, vestido con camisa blanca y pantalón negro, con aspecto de camarero -. ¿En qué puedo ayudarles?    

     - Sí, bueno. Queríamos unos cafés y un refresco – respondió el padre.

     - ¿Son ustedes de la congregación?

     - ¿La congregación? Nosotros queríamos tomar algo. ¿Está cerrado el bar?

     - Bueno…si quieren puedo servirles unos cafés de los termos ya preparados. ¿Son ustedes de la congregación?

     - ¿Qué congregación? – insistió Fernando.

     En ese instante se sumó al grupo una quinta persona, que pareció tomar la iniciativa y el control de la conversación, aparentando tener cierta responsabilidad.

     -Déjame a mí, Floro. Mi nombre es Mencio. No se preocupen, yo mismo les prepararé algo. Yo les invito. No he entendido sus nombres.

     Mientras se retiraba el denominado Floro y los miembros de la familia se presentaban, Mencio, un varón elegante de alrededor de sesenta años, delgado y con bigotes en punta curvados hacia arriba, con un gesto de su mano, denotando una amable invitación, los encaminó a la barra de la parte delantera de la construcción.

     -Siéntense aquí en una de estas mesas y díganme qué querían.

     - Discúlpenos, pero no sabíamos que el local estaba cerrado. No queremos molestarle en realidad. Únicamente que hace tiempo veníamos de vez en cuando aquí, a la cervecera, a tomar algo y pasar la tarde. Así que no queremos importunar. Nos vamos, buscaremos otro sitio donde tomar un café. Lamentamos…

     Pero el padre, sin terminar la frase, fue interrumpido por el caballero sexagenario.

     - ¡Oh! La cervecera hace mucho que se cerró. Pero les aseguro que no es ninguna molestia. Es más, ya que han llegado hasta aquí me sabría mal dejarles marchar así, sin tener una mínima consideración con ustedes. Por favor, insisto, díganme lo que quieren tomar, y si está en mi mano se lo prepararé.

     - En fin, de acuerdo. Sólo queríamos un par de cafés con leche y una Cocacola– terció Alegría, consintiendo.

     - Aguarden aquí que se lo traigo enseguida.

     Les trajo las consumiciones y, después de una breve conversación sobre el tiempo y el paraje paradisíaco en que estaba enclavada la finca, Mencio les dejó tomar lo pedido retirándose si bien perseveró en su amabilidad.

     -Si desean cualquier otra cosa, no duden en hacérmelo saber. Ahora no les molesto más para que puedan estar tranquilos. Floro o yo volveremos dentro de un rato. Y, de verdad, no se agobien, que no nos incomodan las visitas. Quédense el tiempo que quieran.

     - Gracias por su gentileza - le despidió el padre.

     Una vez que se ausentó Mencio, Alegría y Fernando comentaron lo extraño de todo lo sucedido, desde el momento mismo de su entrada en la propiedad.

     - ¡Buf! ¡Vaya gente rara! – confesó el padre.

     - ¡Verdaderamente chocante! Los cánticos, el trato, todo es tan singular que no sé qué pensar – corroboró ella.

     - ¡SÍ, ¿verdad?! Mira, vamos a tomarnos esto y nos vamos al pueblo a seguir el paseo – determinó él.

                *************************************

     Fernando se despertó con una sensación de malestar en el estómago. Se encontraba mareado, adormilado y apenas podía abrir los ojos. Además, notaba una presión en las muñecas. No supo cuántos minutos tardó en recuperarse y despertar del todo. Pero para entonces se apercibió de que estaba tendido en una mesa boca arriba y atado de pies y manos. De seguido oyó una voz que le resultó algo familiar.

     - ¡Vaya! Parece que ya se ha recuperado. No se preocupe, el somnífero no era muy fuerte – se interesó Mencio.

     - ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué es esta broma? – repuso Fernando.

     - ¿De verdad cree que se trata de una broma? ¿No se da cuenta todavía de la realidad?

     El padre levantó lo que pudo la cabeza apoyada en la cama viendo con horror que su mujer y su hijo estaban cada uno en una camilla a pocos metros, dormidos y atados al igual que él. No se lo podía creer. En derredor cuatro individuos con bata, una estancia con aspecto de calabozo y una mesa con instrumental del tipo de un quirófano le hicieron augurar los más negros presagios.

     -Tranquilo que si colabora no va a sufrir ningún daño – le dijo Mencio volviendo a acomodarle la cabeza.

     - ¿Qué quieren de nosotros?

     Nadie de los presentes tomó la palabra. Unos segundos después, que a Fernando le parecieron horas, volvió a contestar Mencio.

     - Poca cosa. Pero empezaremos por el principio, que es premisa obligada en todo proceso. Dígame… ¿quién les envía?

     - Que… ¿quién nos envía? Le aseguro que no entiendo.

     - Sí, hombre, claro que lo entiende. La cervecera hace casi dos años que está cerrada. ¿A qué iban ustedes a venir si no es a espiar? Pues bien, ya nos han encontrado. Somos la fraternidad, pero no va a tener oportunidad de contarlo a nadie. Mañana mismo ya nos habremos ido. Habremos desaparecido de esta zona y no dejaremos ningún rastro.

     - Le juro que no sé de qué me habla. Verá… parte de mi familia es originaria de este valle. Pero hacía mucho tiempo que no habíamos regresado. Desde que se murió mi padre…

     - ¡Cállese! No intente menospreciarnos. Nuestra congregación lleva siglos en su labor mesiánica. Y nunca hemos cometido el error de que se divulgue nuestra labor. Así que le repito… ¿quién le envía y para qué?

     - Escuche, por lo que más quiera. No sé de qué me habla. Suéltenos y jamás diremos nada de lo sucedido. Tiene mi palabra. No pretendemos hacer ningún mal a nadie.

     - Bien, bien. Si lo prefiere así…- y dirigió un gesto con la cabeza a uno de sus ayudantes.

     De inmediato dos acólitos cogieron cierto instrumental de la mesa y un instante después su mujer gritaba de dolor. Fernando irguió otra vez la cabeza para contemplar espantado cómo con un escalpelo uno de los operarios cortaba el pecho de Alegría y con un fórceps abría la cavidad pectoral. Comprendió por los alaridos y lamentos que lo estaban realizando en vivo. Él se sumó a sus gritos. Pero en balde. Al cabo de cinco minutos extraían el corazón de la mujer.

     Fernando chillaba, sólo podía gritar de pánico ante aquella monstruosidad.

     -No, espere. Por favor, se lo suplico ¡No! ¡No! ¡Socorro! – y prorrumpió en sollozos incontenibles.

     - ¡Vamos, vamos! Como le he prometido, a usted no le hemos hecho daño ninguno… todavía. Pero le aseguro que si no empieza a hablar se arrepentirá. Por otro lado, tanto la redención como la revelación sólo surgen a través del dolor. Bien, ya tenemos un corazón para la ceremonia de hoy. No nos haga asegurarnos una provisión extra con el de su hijo. ¿Nos va a decir qué le trae a nuestra fraternidad?

     - Dios mío, se lo suplico. Créame que ha sido una casualidad que viniéramos aquí. Por favor, por favor, no nos hagan más daño. Se lo imploro. Si cree en un dios no puede seguir con esto.

     - ¿Creer en Dios? – los ojos de Mencio comenzaron a expresar un rictus de ira, de odio, un gesto de fiereza bestial. Las pupilas adquirieron un tinte rojizo.

                                             

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   Apenas transcurrieron unos minutos, pero de forma súbita el rostro de Fernando fue transfigurándose con una sonrisa maliciosa y cruel. Así mismo, en sus ojos emergió una mirada animal y despreciativa. Sin un movimiento de sus labios articuló sonidos guturales y palabras que parecían regurgitadas desde lo más profundo de sus entrañas…A su vez, en la cara de Mencio comenzó a descubrirse una sorpresa mayúscula y extraña, que, poco a poco, fue transformándose en una mueca de pánico.

   - ¡Estúpido ignorante! No tienes ni la más remota idea de lo que has hecho. Pero no te faltaba razón en lo referente a que no habíamos llegado aquí por casualidad. La hembra a la que acabáis de dar muerte y extraído el corazón es algo más que una mujer. En realidad, su cuerpo es el huésped y la reencarnación de aquella a la que profesáis vuestra adoración y a la que dirigís vuestros ruegos y cantos. Algunos la llaman Gea, en otras culturas Cibeles o Dione. O debo decir que lo era…porque habéis aniquilado su receptáculo y tardará años, quizá siglos, en volver a tomar forma humana. Pero vosotros, vuestra comunidad, no quedará sin el oportuno castigo como merece el magnicidio…

   De inmediato un fulgor oscuro rodeado de llamas surgió de cada una de las paredes de aquel sótano. Su fuego fue devorando uno a uno a los prosélitos entre sus espasmos y alaridos.

Para cuando se presentaron los servicios de emergencias y los bomberos no quedaba nada del edificio central de la cervecera, como si se hubiera consumido sin afectar ninguna de las construcciones aledañas ni agostar una sola brizna de hierba cercana. Un año después nada recordaba lo ocurrido. Nadie sabía a dónde se había dirigido la familia aquel infausto día ni distinguió aquel coche que el día del incendio salió de estampida con un hombre y un niño en los asientos delanteros.

   La cervecera, reconstruida en un estilo más moderno e informal, volvió a abrir albergando a nuevos propietarios y a nuevos clientes que disfrutaban de sus instalaciones.

 

 

 


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