EL MATADERO (Relato)


    

 

 

 

 

 

 

 

 

                         

 

 

 


 


         Era habitual oír los mugidos, balidos y alaridos en general que hacían temblar el aire a cualquier hora del día o incluso de la noche. Durante la madrugada, ocasionalmente, aquellos sonidos podían recordar a lamentos, quejas irrefrenables de gente desesperada. También se repetía el continuo trasiego de camiones y la descarga de los animales que transportaban, una enorme cadena de cintas de carne trotando o pateando en dirección hacia el olvido.

      Vivía Sulpicio en el primer piso frente al matadero municipal ubicado en el mismo centro de la población. Los olores y moscas, ambos de catadura gigante por sus desmesuradas proporciones, sobrevolaban el recinto al no poderlos contener el cercado de tapias y muretes; y se esparcía como un vaho, elevándose hasta el mismo tejado de las casas aledañas. Desde la sala de su domicilio aquella mañana plagada de nubarrones, que no presagiaban nada bueno, contemplaba el continuo desfile de voces de arreo y berridos acarreando una procesión de semovientes. Podría decirse que devanaban un mantra o una plegaria fúnebre en la que no faltaban las voces plañideras.

     Volvió a revisar los dominios que se extendían bajo su visión, sintiéndose un dios impertérrito y controlador del orto y el ocaso. Constaba el degolladero de reses de un edificio principal con dos naves laterales y una sección transversal con sus correspondientes puertas en los extremos, formando una planta de cruz latina al modo de las iglesias cristianas, seguramente para conferir una cierta idea de penitencia muy adecuada a su actividad diaria. Y parecía sugerir que la sangre se lavaba con oraciones y no con lamentos. El conjunto se completaba con una serie de cobertizos laterales consecutivos, en los que, a la espera de que les llegase su hora, permanecían atadas las bestias. Si bien, Sulpicio dudaba de a quién atribuir dicho calificativo, si a los animales por su condición o a los operarios por sus excesos y afición.

      Por las cuadras también se dispersaban el temido olor a sangre, los bramidos de aquellos que aguardaban en la fila próxima a la sección de lo criminal, los ojos desorbitados por la falta del aire, estrangulado ante lo que se les avecinaba, las pieles nerviosas y temblonas cuyos huesos no cabían en sus propios pellejos…  Presentían el porvenir inmediato, lo que acrecentaba por mil la zozobra y el sufrimiento. Al modo de una marea que progresivamente va tomando cuerpo, la letanía de bufidos y gruñidos iba in crescendo, conformando un coro lacerante y atroz que ponía los pelos de punta. El grupo de corifeos confundía un miserere insufrible con un habeas corpus implacable, salvaje e inhumano.

     Sin miramientos ni excusas el matarife seccionaba la cerviz del animal de turno con un punzón neumático o directamente a ríos de sangre con su cuchillo de dotación. Alguna vaca o cordero no era liquidada a la primera, por lo que, tras recomendarle paciencia, tenía que ser rematada una o más veces y se prolongaba su agonía. En este procedimiento se debatían igualmente a lo largo del día, aunque en papeles contrarios, los animales o brutos y los brutos animales racionales.

     Finalmente descargó una lluvia tormentosa, primero tímidamente y, por fin, un aguacero tan ruidoso e intenso que los tejados chorreaban, lavando los regueros de sangre y ocasionando caños de goteras que obligaron a suspender la actividad del personal.

     En estos lapsos de descanso, salían los carniceros a los bares cercanos con sus delantales que un día fueron blancos y con salpicones sanguinolentos por todo el cuerpo. Conversaban y se reían como todos los demás, pero no podían evitar desprender y llevar impreso el olor a muerto.

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     Con el tiempo, dada la dificultad de accesos para el transporte y las molestias a los vecinos, se cerró el matadero. El edificio pasó a desempeñar el papel de residencia para indigentes y refugio provisional de yonquis y camellos de los de dos patas. Los excrementos, pajas y restos de sangre y despiece de cadáveres se convirtieron en basura, deposiciones humanas, desperdicios y objetos varios e inservibles, arrojados allí al azar. Los bramidos y berridos se transformaron en maullidos de gatos en pos de las ratas o de las hembras, en ladridos acosadores detrás de los felinos detrás de las ratas…

     Para Sulpicio, hombre cuarentón formado y formal, que pasaba desapercibido entre sus semejantes, sólo supuso como un mal sueño la etapa de los martirios de las bestias. No le pasó inadvertido, en cambio, la evidente comparación y superposición de funciones del establecimiento de carne fresca. Para cuando dejó de ser sede de canales y chacinas, llegó su metamorfosis en parador de liquidaciones humanas aplazadas. Por allí sí se debatían auténticos muertos vivientes y no en las películas americanas.

     Uno de ellos era Joni Tenorio, apelativo que le había concedido Sulpicio por su apariencia en un principio atractiva y autoritaria. Este agraciado canalla había pasado por muy distintas fases de la marginalidad y la drogadicción. Desde el majo fanfarrón que dispendioso se llevaba a las chicas de calle hasta el deterioro humano más repelente. De traficante en pleno ascenso hacia instancias más elevadas del comercio a cliente incómodo para cualquier camello de baja estofa. Desde peligroso asaltante con verduguillo hasta asaltado por el más miserable de los quinquis. Su apostura y alzada fue mermando en pocos años en proporción inversa a la dosis que se inyectaba.

      Aquella su figura en aquella tarde de verano apenas era una sombra de sí mismo, que los ojos casi ni distinguían a ras de suelo. Una sensación de alarma presintió el vigía curioso desde el primer piso unos veinte minutos después de que Joni consiguiera entrar al recinto. El lapso transcurrido entre el momento en que alguno de sus conocidos diera aviso a los servicios de emergencia, al percatarse de que no podía despertarle, y el instante en que consiguieron sacarlo del interior del matadero, debió parecerle al Tenorio el tránsito en suspenso de una eternidad infernal. Más aún con lo que le había costado conseguir la ración necesaria para mantenerse sin soportar los dolores de la abstinencia: una fenomenal discusión con su contacto, más la paliza correspondiente por parte del guardaespaldas de éste a causa de una deuda anterior. Le había dejado tan mal parado que se había visto obligado a arrastrarse por debajo de la reja de entrada hasta un rincón de las antiguas cuadras, donde pudo meterse la heroína.

      Con mucha suerte consiguieron sacarle vivo de la sobredosis o del mal “viaje” que le provocó la mezcla impura de sabe Dios qué. El caos de ambulancia, policía y mirones había sido de tal magnitud que tuvo que ser un vecino samaritano quien puso un poco de orden y les condujo hasta el estercolero donde el pelele se debatía entre la vida y la muerte.

     La consecuencia fue que, en el futuro, el generoso Joni no conseguiría casi levantar la cabeza del suelo, dada la curvatura de su espalda. A partir de entonces, lo único que lograría dar sería pena. Por otro lado, otra secuela derivada de lo ocurrido consistió en la reparación de los boquetes en los tabiques. No obstante, la persistencia de la marea de drogadictos recompuso los agujeros a su estado de apertura anterior.

     Un tercer efecto tuvo el incidente. Este fue que las patrullas de policía pasaran por los alrededores con una relativa mayor frecuencia. Ahora bien, el resultado de una mayor presión policial, los periódicos cacheos o el más frecuente peinado de aquellas calles no trajo consigo un mayor número de aprensiones de droga o de detenciones, ni una mayor sensación de seguridad para el vecindario.

     El ciclo del viaje a ninguna parte de otros tantos Jonis se iniciaba mediante el contacto con el traficante aposentado en las inmediaciones del acceso a la fábrica cárnica y culminaban con el cliente dándose un “viaje” en alguna de las esquinas escondidas de la finca. Después de las primeras discusiones sobre el precio y la calidad del material, llegaban las segundas sobre la cantidad, las deudas o los contactos falsos y sospechosos. El consumidor pasaba al interior bien saltando la pared, bien franqueando el portalón candado de hierro forjado, deslizándose cual culebra entre dos barrotes forzados de la reja de entrada, para después ingresar en la destartalada construcción acomodando el cuerpo a una de las brechas del propio edificio,

      En ocasiones, este intenso tráfico de personas, este trasiego de dinero y materias de dudosa pureza quedaba en suspenso por la aparición sorpresiva, inhabitual y entorpecedora de la autoridad presuntamente competente. Lo acostumbrado era que únicamente supusiera un breve retraso de la transacción comercial imparable. Sólo en aquellos momentos cuando fallaban los “aguadores”, que se apostaban en las esquinas y cruces para avisar de la proximidad de la policía, podía quedar sin concluir el intercambio. Y aún más, todo podía irse al traste si los agentes les encontraban algo de material encima. Peor todavía si al camello se le ocupaba una cantidad considerable que pudiera llevarle a ser detenido, ya que entonces el vocerío, las discusiones, insultos y amenazas entre cliente y pasador, entre ambos con la policía o entre todos contra todos, resultaban eternas e insufribles.

      En cualquier caso, lo normal solía ser que antes de aproximarse la patrulla, traficante y cliente ya habían escondido la papelina de heroína o cocaína, o se habían desecho de la sustancia, tirándola al otro lado de la tapia o al ajardinado, si no les había dado tiempo a otras maniobras.

     Pero aquella mañana de Julio no se había desarrollado de la manera usual y cotidiana.

      Maxi, el Cortes, era así llamado tanto por las mixturas sin número sobre la sustancia original con la que trapicheaba, conformando un coctel que recordaba lejanamente a la materia básica, como por las cicatrices que le atravesaban el ojo, desde la frente al pómulo y la quijada. Se decía que, en una pelea a navajas, instrumento que siempre portaba encima, casi había perdido dicho órgano. Había quedado con un comprador, al que apodaban el chato para pasarle una cantidad de cierta importancia. Se trataba de un cliente asiduo y de los buenos por su solvencia.

     Maxi se presentó donde habían quedado media hora después de la acordada, en el ajardinado situado a pocos metros del portalón de entrada al matadero. Allí ya se encontraba el Chato, apoyado en el plátano cuyas raíces ya avanzaban por la acera. Se hallaba acompañado de Dan el Cojo, miembro fundador de una antigua banda de macarras y delincuentes que llevaba su nombre y que había perdido la pierna al tirarse de un tren en marcha cuando era perseguido por la policía, y Pepe el Tocho, así denominado por la inmensa magnitud tanto de su cuerpo como de su necedad. Aunque en un principio se sintió intimidado y sorprendido pronto desechó cualquier sospecha al pensar que su intención sería repartirse el material.

     Sin embargo, enseguida salió de su error al suscitarse las primeras acusaciones. Le achacaban el haberles pasado unos días antes una mercancía que casi se había llevado al huerto a Joni. La discusión fue tornándose acalorada y subida de tono. Los insultos e imprecaciones pasaron a desafíos y amagos de agresión. Lo que derivó en que algún vecino, tal vez Sulpicio, temiendo lo peor, diera aviso a la policía.

     Ésta apareció en breves minutos con tres dotaciones de patrulla, encontrando a los intervinientes en plena refriega, puesto que al ser demasiado pronto en la mañana no se encontraban apostados los “aguadores”, que daban el aviso de estas contingencias. Les descubrieron además con todo encima, por lo que, viéndose aquellos sorprendidos y sin posibilidad de huida, no les quedó otra opción que intentar zafarse a puñetazos.

     Dos policías, más un tercero a la zaga, porra en ristre, se lanzaron contra el enorme Tocho. Los dos primeros salieron despedidos sin contemplaciones, con un ojo tumefacto de más o un diente de menos. Pero el tercero llegó a tiempo de pillar desprevenido al gigantón, castigándole con una patada en salvas sean las partes. Este reculó y no tuvo otro remedio que arrodillarse. Momento que aprovechó el uniformado pateador para asestarle un garrotazo entre el frontal y el occipital por todo lo alto. Con un chasquido seco, sin poder determinarse si del bastón o de la cabeza, el coloso se derrumbó de bruces, desplazando una cortina de polvo a su alrededor.

     El Cortes no se defendía mal. Tenía muchos años de escuela. Amagaba el golpe y retrocedía. Golpeaba al cuerpo y esquivaba. Notó como una sombra por su flanco izquierdo y miró de soslayo torciendo ligeramente el rostro. Esa fue su perdición, porque la última finta la hizo tarde. Y quien no actuó tarde fue el cabo Galones (así llamado por aparentar tener más de uno, dado lo que mandaba), su oponente, que le acertó un bastonazo en la rodilla derecha, obligándole a encogerse. Ese fue para Maxi el último error consciente de esa mañana. Un rodillazo preciso en el ojo no marcado lo trasladó a un cielo brumoso y paradójico, por estar plagado de estrellas.

     El Chato, cobarde y débil, intentó escabullirse entre el barullo, mas no le dio tiempo al ser zancadilleado, cayendo de morros contra el árbol en que se apoyara. A partir de entonces el apelativo de el Chato le quedó como un guante, de tan hundida que le quedó la nariz.

     Entretanto el Cojo había logrado someter a su contrincante. Tras lanzarle una muleta, se había abalanzado a por un cuitado de uniforme que no conseguía repeler la agresión. Atenazado el cuello por Dan con las dos manos, comenzó a congestionarse, poniéndose primero rojo, luego morado y definitivamente fundido en negro. Y lo habría dejado pálido y quizá cadáver si no llega a ser por la intervención de uno de los adversarios del Tocho, que liberado de su rival se situó a su espalda, descargando con su tranca un “home run” perfecto contra la cabeza del tullido, ocupada en otras tareas. Y la hubiera conseguido lanzar fuera del terreno de juego, si no fuera porque en el último momento el Cojo barruntara algo y se encogiera de hombros.

      La superioridad aplastante del cuerpo policial decantó la contienda del lado de éstos, acabando detenidos los demás, y con el resultado de varios heridos leves, o de pronóstico cuestionable, por ambas facciones.

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      Pasaron quince días de aparente tranquilidad. Únicamente se producían las discusiones de costumbre y las nimias disputas por el reparto de la “farlopa” o del “caballo”, que ahora tenían que ir a buscar decididamente lejos de sus dominios. Por lo menos, al extrarradio de la ciudad, a todo un kilómetro de distancia. Fuera de su ámbito natural se transformaban en víctimas propiciatorias de otros yonquis, en títeres manejados por manos ajenas. En su zona también lo eran, pero se hacían fuertes como si se tratase de los amos del lugar. El círculo de su esfera habitual les daba seguridad, les espantaba el miedo. Solamente las caras de aburrimiento o perdidas en el infinito delataban que el trasiego seguía su curso y que la dosis había llegado a la vena correspondiente.

     El inquilino del primero había abierto sus ventanas, desparramando sus carnes fláccidas al sol. Necesitaba airear su cuerpo y desecar el sudor, que corría haciendo afluentes que competían por quién llegaba antes hasta el alfeizar, donde confluían en un riachuelo cristalino, pero maloliente.

     Sulpicio vio pasar la sombra de Joni y reunirse con su camarilla. Alguien le había soplado que Cata, el Plomos (su padre había sido plomero), tenía material de primera. Sus ojos rebrillaron con la intensidad de antaño al discernir su presencia. Estaba sentado en una esquina del banco a la entrada del parque, el mismísimo Plomos al que hace años defendió de ser linchado por sus amigos del alma después de navajear a la Petri, estimada mensajera y conocedora del portador del mejor “jaco”. Más encorvado que de costumbre, se dirigió Joni hasta aquel en actitud suplicante, solicitándole un “pico”. La negativa continuada no se hizo esperar, pese a que Tenorio le recordase la vez que le salvó la vida. Comoquiera que ante la insistencia persistiese en la denegación, acabó acordándose también de su padre y de su madre y no en términos muy laudatorios.

     La trifulca estaba asegurada. Sonaron palabras altisonantes y maldiciones irreverentes que hubieran hecho persignarse al mismísimo Satanás. No obstante, el saludo de una cara conocida, pero que no se mostraba por la zona hacía mucho tiempo les dejó tan perplejos que detuvo en el acto la algarada. Precisamente entonces el Rata tenía que hacer su aparición. Se suponía que éste fue el chivato que había delatado al Duque en persona, un traficante histórico que había dado con sus huesos en prisión. Presuntamente en el propio “talego” había pasado a mejor vida, ya que peor era difícil ganársela.

     Tal fue el desconcierto ocasionado que la indecisión les duró un par de minutos. Por último, todos se acordaron de su traición, todos coincidieron en convertirle en la diana de su violencia. Se le acercaron rodeándole, sin importarles las palabras de descargo ni reparar en sus disculpas. Si era inocente, en esos momentos importaba menos que nada. El comienzo y el final de la paliza no quedaron muy claros, por cuanto, una vez abatido en tierra y sin conocimiento, siguieron pegándole con lo que podían, pateándole y haciéndose hueco a empujones entre el cerco de agresores.

     Tal fue el barullo y la tángana que las sirenas de los coches patrulla no se hicieron esperar. Quién sabe quién dio el aviso. Si bien, para cuando accedieron al lugar del tumulto, la mayoría de los contendientes había desaparecido de allí o huía en desbandada. Y si el Rata hubiera podido, también se habría esfumado, pero su única vía de escape consistió en una camilla de ambulancia, que él no podía conducir.

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     Al cabo de pocos días aparcaba Sulpicio su coche en las inmediaciones del matadero y por allí reapareció Joni, justo en el instante en que atravesaba el portalón entre los barrotes. Y también apareció el Cortes, seguramente tras una corta estancia entre otros barrotes. Una hora después, también se asomaba a la ventana el vecino del primero, debido al calor sofocante. Probablemente, el movimiento en la cristalera de ese piso hizo que Maxi, al pasar por la calle, levantara la cabeza, distinguiendo al morador que se asomaba de la forma usual. A él atribuía el camello el chivatazo a la policía que le había hecho trasladar su residencia habitual a la cárcel. Tras señalarle con el dedo, comenzó a dirigirle una mirada salvaje, a injuriarle con la peor retahíla de insultos que se conocieran desde la época de las cavernas y a prevenirle para que se metiera en casa, salvo que quisiera abandonar este mundo. Remató su desafío e intimidación con un gesto de advertencia claro dirigido hacia Sulpicio; se pasó el pulgar de su mano derecha por el contorno del cuello.

     En la siguiente jornada sí se produjeron novedades dignas de mención. Sobre las cinco de la tarde Maxi abandonaba este mundo víctima de una sobredosis de su propia droga. En la trena se había aficionado demasiado a ella y una “papela” de caballo muy pura, reservada para sí mismo, lo había dejado pegado al séptimo cielo. Ni se dio cuenta de que, en realidad, debía ser el primero o tal vez el mismo infierno. Casualmente, la ambulancia tardó una eternidad en aparecer. Seguramente los vecinos hastiados y los colegas del Cortes, que ya no le reverenciaban ni les importaba un comino, ni se molestaron en dar aviso a los servicios de emergencia.

     A Sulpicio se lo encontraron alrededor de la misma hora con su coche volcado y empotrado contra el pretil de hormigón de la autopista, su cabeza contra el cristal partido de la luneta delantera, el pecho abierto con el volante incrustado. Los investigadores policiales del letal accidente anotaron en su hoja de conclusiones que la pérdida del dominio del coche y el posterior choque con vuelco se había producido por el tajo longitudinal de tres de las cuatro ruedas del automóvil producido por un instrumento cortante, causa de su baja presión y estallido posterior. También ayudó a la fatalidad el mal estado del cinturón de seguridad y de los airbags ya defectuosos. El personal de emergencias no pudo hacer nada.

 


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