LA ÚLTIMA NOCHE DE EMERENCIO (Relato)

 




       Aunque Antonio nunca se había extralimitado del tiempo máximo de conducción diaria, llevaba muchas horas al volante de su camión M.A.N. y la modorra comenzaba a hacer mella en él. Sin embargo, mantenía lo más posible su atención en la carretera para intentar regresar a su casa sin tener que hacer una nueva parada técnica de descanso. Su esposa y su hija pequeña le esperaban para cenar.

     Fue el viejo el que incurrió en la vía impensadamente sin darle tiempo a reaccionar. Logró darle una ráfaga de luces largas, pero sólo haciendo una maniobra arriesgada consiguió no arrollarlo con el frontal de la cabina. Libró el morro con mucha fortuna, pero el topetazo del remolque lo lanzó a más de diez metros de distancia sin remisión. Frenó lo más rápido que pudo, apartando la mitad del vehículo al arcén. Y eso que le costó controlarlo sin volcar o sin que le hiciera la tijera.

     Cuando se apeó, no lograba determinar dónde había acabado cayendo el hombre. Un par de minutos de desesperación después oyó un quejido casi susurrado. Entre unos matorrales del descampado que limitaba la carretera pudo verlo despatarrado, hecho un ovillo y a primera vista inconsciente. No se atrevió a voltearlo. Estaba boca abajo y, si lo movía para incorporarlo o dejarlo en una posición más cómoda, podía ser peor y causarle más daños de los que ya sufriría casi con seguridad. Únicamente probó a girarlo unos grados para que respirase más libremente.

     Inmediatamente después llamó a los servicios asistenciales de emergencia. Al contestarle, no conseguía centrarse en transmitirles lo ocurrido ni determinar el punto kilométrico en que se había producido el atropello. Tanto es así que la operadora tuvo que levantar un poco la voz y recomendarle que se tranquilizase.

     - ¡No he podido esquivarlo! Me ha salido sin darme tiempo a nada… Perdone, creo que he golpeado con el tráiler a un hombre muy mayor y está tirado en el suelo… No responde… ¿Cómo? Creo que es sobre el kilómetro sesenta de la nacional uno en sentido a la capital. Manden a alguien…Sí, aún está vivo. Por favor, manden una ambulancia.

     Tras recibir como respuesta el compromiso de enviar urgentemente recursos y recomendarle que, si podía, lo asistiese y pidiese ayuda a cualquier conductor o caminante, volvió a ocuparse del señor. 

     Aparentemente y con la escasa luz nocturna, se le podía apreciar que sangraba por la boca, la nariz y el costado, y tenía rotos varios miembros del cuerpo. Vestía una simple bata abierta por la espalda con una muda por debajo y calzaba una zapatilla (la otra debía haberla perdido en el golpe), como si acabase de salir de su casa o más bien de un centro médico, pensó. A la carrera se acercó al camión para recoger una manta y echársela por encima al caído.   

       Antonio no podía aguantar ni apaciguar sus nervios. No acababa de llegar ningún medio de atención y la demora le parecía inaguantable. Los minutos parecían convertirse en horas. Apareció una dotación policial y los acompañó donde se encontraba el accidentado. Un agente confirmó por su transmisor que el personal de ambulancias se hallaba en camino, levantó el cobertor y volvió a cubrirle, enarcando las cejas y profiriendo un silbido de preocupación. Entretanto el otro policía le requirió su documentación y comenzó a hacerle preguntas sobre el suceso, cómo había ocurrido, si le dio tiempo a frenar o a tocar el claxon, cuántas horas de conducción llevaba al volante. Tanta pregunta le generó cierta ansiedad, surgiéndole la irritación…

     - ¿No pueden esperar a que le atiendan? Por favor hagan algo – les rogó mientras negaba con la cabeza.

     - Perdone, pero únicamente hacemos nuestro trabajo – respondió el agente levantando sus manos y dirigiendo las palmas hacia Antonio.

     - Y no puede esperar…

     Finalmente hacía acto de presencia el personal sanitario, encargándose del hombre.

                      ************************************

 

     Emerencio no sabía qué hacía allí. Al principio pensaba que estaba en casa, pero la luz que notaba fuera de la habitación no era la de la cocina. Recorrió un pasillo muy iluminado, seguramente el de su oficina. Ya no quedaba nadie. Pensó que se habría quedado traspuesto cuando todos habrían concluido su jornada. Bajaría a por su coche al aparcamiento y también volvería a su domicilio.

     -Bueno, pues me voy. ¿Estamos? ¿Dónde está esa cosa para abrir la puerta del garaje? ¡Vamos, la que me va a montar mi mujer! Llego muy tarde. ¿Estamos? Bueno le diré que me he liado con un informe. Bueno, bueno…

     No encontraba la puerta de acceso al estacionamiento. Ni tampoco la llave de arranque del coche. Al menos ahí estaba el ascensor.

     - ¡Vamos! ¡Pues sí que estamos buenos!

     Entretanto la enfermera se dirigió a la habitación 504 con una jeringuilla desechable y una dosis de heparina para administrar al paciente. Se le había hecho un poco tarde por la larga conversación con el neurólogo y prácticamente le había dado la hora de salida.

     -Chico majo, este médico. Está de muy buen ver. ¡Si tuviera diez años menos…! –reflexionaba dirigiéndose a su última labor.

     Penetró en la estancia oscura y dio la luz. Pero el enfermo no estaba acostado en la cama. Llamó repetidas veces con los nudillos a la puerta del servicio, mas no obtuvo respuesta. Abrió y comprobó que tampoco se encontraba en el interior.

     -Pero ¿dónde demonios se ha metido este hombre? No me digas que va a estar en la máquina de café. Si no puede tomar nada de eso y menos a estas horas.

     Se aproximó con parsimonia al recibidor en que estaban las máquinas surtidoras de bebidas y tampoco se hallaba allí. Más apresuradamente ya, fue al mostrador donde estaba la auxiliar para preguntarle por el paciente. Ésta se desperezaba en la sala anexa.

      -Oye, Angustias, ¿has visto al de la 504?, el viejillo viudo y demacrado - le dijo tan pronto como la vio.        

      - ¡Ay, no me digas! Yo qué sé. ¿No está en la cama o en el baño? - repuso la auxiliar abriendo y cerrando impulsivamente los ojos.

      - Y ¿dónde te crees que he mirado?

    - ¡Yo qué sé! Yo sólo espero que mi relevo no se retrase como de costumbre – adujo, moviendo nerviosamente la cabeza y las manos.

     Desde luego el nombre le venía que ni pintado, pensó la enfermera, Leona. Algo inquieta fue al interfono del recibidor para llamar al celador, que estaba a punto de salir de su turno. Tampoco sabía nada.

      Preocupada, tras mirar en el libro de altas y bajas y recorrer toda la planta, se fue al vestuario a cambiarse de ropa, deseando que todo fuera un equívoco. Probablemente le habrían dado el alta o le habrían derivado a otro hospital.

     -Como funciona tan bien la sección de administración. Seguro que no me lo han comunicado.

   Pero no era así. Su remplazo de noche, Nieves, acababa de presentarse. Así que le comunicó las novedades del servicio y le puso al día sobre la ausencia del paciente.

     - ¡Pues vaya! Y dices que has mirado por todas partes. ¿Le has preguntado al vigilante de la planta baja si ha visto algo? – repuso ésta.

     -No. Pero me creo que estará medio dormido como de costumbre y no habrá visto nada.

     - Tienes razón. En cualquier caso, ya le preguntaré yo. Tú vete a casa, que ya es hora. Si no lo localizamos tendré que llamar al jefe de servicio, como comprenderás.

     Ya. Bien. Hasta mañana – se despidió-. Ésta siempre tan insensible como un témpano – pensó al irse.

      Nieves llamó al vigilante y, en efecto, no sabía nada. Revisó los expedientes por si constase en algún sitio el alta. Volvió a buscarlo por todos los lugares posibles que se le ocurrieron. Pero al cabo de una hora de idas y venidas ni por asomo aparecía.

     -Estos pacientes con patologías de senilidad no dan más que problemas - aventuró.

                ************************************

 

     En urgencias acababa de llegar una persona politraumatizada, tras el aviso telefónico al hospital desde la central de asignación de recursos, y gran parte del personal de noche disponible en esa planta se dispuso a atenderle. No era un hospital grande y en el turno nocturno el servicio era escaso. Los recortes económicos y de plantilla lo dejaban bajo mínimos.

     La camilla atravesó el pasillo del vestíbulo de emergencias. El enfermero del centro médico, que apenas llevaba cuarenta y cinco minutos en su puesto, ya había recibido unos minutos antes el comunicado interno del servicio de coordinación, indicándole la proximidad de una ambulancia con un accidentado grave. Les atendió y dispuso en qué box debía ser colocado.

     - Está muy mal. Tiene varios miembros rotos y es posible que esté reventado por dentro– le informó aparte el camillero de la ambulancia cuando se disponían a ingresarlo.

     - Llama al médico de guardia- le requirió al celador que también había acudido -… Pero si este hombre lleva puesta una de nuestras batas – le comentó, sorprendido, a éste.

                   **************************************

     - ¡Bueno! ¡Pues no consigo encontrar mi coche! ¿Estamos? Al final verás cómo la voy a tener con la parienta. ¿Vale? Y ¿dónde está esa cosa? – decía el anciano tiritando de frío, mientras rebuscaba en los costados de la cadera como quien intenta meter las manos en los bolsillos.

   Daba vueltas y giraba la cabeza buscando algo infructuosamente.

   - Pues sí que estamos buenos, ¿vale? Y ¿quién es ese hombre dormido de uniforme? Bueno. Pues sí que…

      Oscurecía y la tarde llegaba a su fin. En la garita de acceso a urgencias, el vigilante pregonaba su somnolencia con ronquidos cuyos decibelios superaban todos los límites máximos permitidos, impidiendo casi percibir el sonido del intercomunicador y los timbres de alarma. Su cabeza, ladeada en tanto estaba sentado, ejecutaba un escorzo casi imposible para cualquier contorsionista y amenazaba con descolgarse del cuerpo al suelo o con arrastrarlo y desplomarse junto con él.

     El señor de la bata tropezó con la alfombra del recibidor, luego con el cubo de la basura y después con el surtidor de las fundas de plástico para los paraguas, provocando un pequeño escándalo. Pero ni así consiguió despertarlo. Finalmente salió al exterior. Se desperezó al sentir la lluvia y la baja temperatura. Comenzó a buscar entre los coches de la explanada de aparcamiento. Al cabo de un rato, pareció desistir de encontrar lo que buscaba y se encaminó hacia la carretera.

     Con el chirrido de un fuerte frenazo, la vieja furgoneta Volkswagen de color arcoíris se detuvo. El rechinar de neumáticos y el sonido de cafetera de su motor, acorde con el vehículo destartalado, acabó de despertar al anciano.

     Una cabeza salió entre la humareda que huía por la ventanilla del copiloto.

     - Pero, ¿de qué vas, carca? No te enteras, colega. A poco más te dejamos frito – se quejó Mago al apearse y extendió los brazos en señal de desconcierto, pero desternillándose de risa.

     - ¿Cómo…? – respondió Emerencio con una expresión que era todo un poema.

     La bruma que se deslizaba por su sesera no sólo era síntoma de la duda, sino incluso la evidencia, la esencia misma de ella. Tal manifestación de incertidumbre estaba acorde con la neblina que parecía desprenderse del interior del furgón.

     En él viajaban tres muchachos. De la parte de atrás del vehículo, con un porro en la boca, bajó un joven delgado de ojos verdes y mirada fría, gafas oscuras, pantalón grisáceo corto y chaquetón talar negruzco. Entre sus amigos era conocido por Hades, ya que su verdadero nombre Mencio prácticamente nadie lo conocía. Tampoco casi nadie se hubiera atrevido a llamarle así, porque se irritaba si se lo mencionaban y tenía fama de salvaje. No tenía nada que ver con el personaje del que procedía este apelativo, procedente del seguidor del confucianismo, el maestro Meng. Tampoco pensaba como éste que el hombre era bueno por naturaleza. No actuaba con respeto, compasión o modestia. Y, desde luego, no distinguía demasiado bien entre el bien y el mal o prefería ignorar la diferencia moral.

     Sin dirigirle palabra alguna a Emerencio le ofreció el porro. Con un gesto interrogante en la cara éste preguntó.

     - ¿Dónde puedo coger un taxi?

     La risotada general no se hizo esperar.

     Mago, complexión atlética, gafas negras, cinta en el pelo, camiseta roja muy pegada al cuerpo y pantalón verde, aparentaba unos veintidós años. De trato amigable y enérgico, poseía rasgos que seducían. Quien le conocía decía que tenía un gran parecido con James Dean. En realidad, se llamaba Lalo, si bien ni su propia madre recordaba por qué se lo puso, ya que estaba demasiado borracha aquel día.

     -Que si quieres una calada, Matusalén – le insistió, volviendo a invitarle al “canuto” de Hades.

     Finalmente, también se apeó el conductor Aldo, más conocido por Malo, chico de nariz grande y cerebro pequeño, gafas oscuras, cargado de hombros, chaleco negro sin nada por debajo y pantalón rojo. Su nombre se lo debía a su ascendiente, por ser hijo de un italiano al que no había llegado ni a conocer. Intentó preguntarle algo al señor de la bata azul, pero la risa floja no se lo permitía.

     -Que ¿dónde puede coger un taxi? ¡Ja, ja, ja! –consiguió al fin repetir-. Pues en una taxi-parada, por supuesto. ¡Ji, ji, ji!

     - ¿Quiere venir con nosotros? Le podemos llevar a un sitio con mucho ambiente – nuevamente Mago.

     -Sí, se lo pasará bien – redondeó con una medio sonrisa Hades.

     Le introdujeron en la furgoneta, convenciéndole, y se pusieron en marcha. Continuaron en la misma dirección hasta un cruce quince kilómetros más adelante. Giraron a la izquierda y al poco, vislumbraron las luces de neón intermitentes de un local de carretera llamado Pinki´s.

     Con gran regocijo pasaron adentro y acodándose en la barra pidieron tres whiskies.

     - ¿Y tú qué quieres, Matus? – Hades le interpeló nuevamente así a Emerencio al desconocer su nombre.

     El viejo no respondió. Sólo miraba alrededor a las luces psicodélicas sin entender nada.

     -Pues sácale otro whiskito - propuso Aldo.

    Cuatro chicas ligeras de ropa se les acercaron ofreciéndoles sus servicios. Cada una se colgó del brazo de uno de ellos. Una morena con ropa transparente se acurrucó en el pecho de Emerencio, mientras éste la miraba con estupor.

     -A vuestro amigo le veo un poco cortado y tan ligero de ropa como nosotras - le dijo la morena a Mago en tanto le metía la mano al viejo por debajo de la bata con una risita-. Se diría que también espera algún cliente.

     - No te preocupes. Es que es un poco tímido. Y es por la falta de confianza - contestó Lalo.

     - Déjame a mí. Esto lo arreglo yo- cortó Mencio, mientras metía la mano al bolsillo.

     En un instante le hizo abrir la boca a Emerencio, introduciéndole un ácido. Seguidamente le pasó un vaso de whisky que él se llevó a los labios.

     Tras ingerir su consumición, Malo se dedicó a manosear a la chica que tenía colgada del cuello. Le invitó a tomar algo. Luego, al hacerle ésta una seña ambos se dirigieron a la escalera por la que se accedía a las habitaciones del piso superior.

     Mago agarraba por la cintura a su pareja y se puso a bailar con ella, girando sin control y riéndose sin parar. Tampoco había oportunidad para el diálogo a consecuencia de la música elevada; ni tampoco era el lugar apropiado. Parte de la consumición que portaba en su mano derecha se derramaba con cada vuelta.

     Hades pidió otra consumición después de trasegar la primera de un solo trago. Y aunque la señorita que se agarraba a él insistía, éste no le hacía mucho caso.

     Por su parte Emerencio pareció empezar a sentirse más cómodo. Las caricias de su pareja surtían su efecto.

     -Bueno, bueno. Pues sí que está animada esta cosa, ¿vale? Esto…Está animado el ambiente. ¿Estamos? Bueno, bueno…

     -Mira cómo se está poniendo de cachondo el amigo. Si está empalmado el abuelo – informó la morena a Mencio al constatar cómo Emerencio tenía una erección.

     Pasados quince minutos, el veterano empezó a ver extraños destellos y brillos. Los centelleos desacostumbrados eran tan penetrantes que tenía que entrecerrar los ojos. La intensidad de la música le resonaba hiriéndole los tímpanos. Las imágenes de los rostros y los objetos mudaron con un adelgazamiento inverosímil y amagaban con partirse por la mitad y convertirse en dobles. La distorsión era total. Se diría que veía la música como una cortina que danzaba delante de sus ojos. Inició él una coreografía informal y descoyuntada, desajustada al ritmo. Brincaba y zapateaba sin ningún dominio de sí mismo hasta que empezó a tropezar con cada persona y cada mesa que se hallaba en el local. Tal fue el desorden, el ruido y el alboroto que enseguida se les acercó la madama, pidiendo que controlasen a Emerencio. Hasta que se dio cuenta de su vestimenta y aspecto.

      -Pero ¿quién es este carcamal y por qué está así vestido? ¿Lo habéis sacado de una fiesta de disfraces o qué coño pasa? ¿Qué se ha tomado? – insistía en las preguntas dirigiéndose a Mago.

     Cuando el viejo comenzó a romper todo lo que se interponía en su camino ya no hubo caso. La prostituta encargada del negocio montó en cólera.

     -Sacad a esa mierda de vejestorio de mi local.

     -Ya me encargo yo. Es un amigo –respondió Lalo.

     Sin embargo, el estropicio fue tan grande que no hubo otro remedio que sacarlo a la calle sin más preámbulos.

     -Lo siento, colega, pero vas a tener que irte con viento fresco- decidió Mago, acompañado de Hades.

     - Con lo bien que se lo estaba pasando el hombre. No hay color con el aspecto con que lo encontramos–contestó éste último.

     - Cierto. En fin, colega, otra vez será.

     Con la noche oscura, los ojos de Emerencio no se habituaban. Trastabillando, atravesó el aparcamiento y accedió a la carretera. Inició un paseo bajo la luz de las escasas farolas, que le parecían soles. Luego observó un fulgor que paso a gran velocidad. Por último, percibió un destello que se le aproximaba directamente y cuya intensidad cambiaba intermitentemente. No acabó de entender qué ocurría ni cuando el camión se le echó encima. Antonio no pudo impedir arrollarlo con el remolque.

    

 

    


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