Reflexiones de un profesional (Relato)

 




 

 

REFLEXIONES  DE  UN  PROFESIONAL

 

 

 

 

 

                                                                                                             Airon

       Eficacia, experiencia, templanza, virilidad, arrojo y pulso firme, sin miedo. Todo ello se requería para mi labor, pero no eran cualidades exentas de un toque de sensibilidad. Al menos en mi caso.

     Meticulosamente procedí a limpiar el material. Desmonté el tornillo con su bola y lo lijé y bruñí para quitarle el óxido acumulado y, de seguido, lo unté en aceite. No quería que, a falta de ese simple descuido, se trabara en el pasador. Hice lo mismo con el aro que sujetaba el cuello al poste y lo rellené con lienzos nuevos para que ajustara a la perfección. Esta precaución resultaba básica a fin de que no hubiera el peligro de holguras y diera al traste con un servicio perfecto. El garrote vil tiene sus misterios y servidumbres.

      Prefería disponer personalmente estos elementos y tenerlos en estado de revista. Luego acoplarlos al bastidor de la silla con mimo para que no hubiera fallos. Repasé por si acaso mentalmente los pasos elementales, pues disponerlo todo en orden se había transformado en un proceso un tanto mecánico y esto podía dar lugar a errores.

     Dos tapas abatibles mediante un gozne, que cerraban el orificio de salida del tornillo en la parte exterior del bastidor, en el extremo que iba a la maneta de giro, eran un invento de mi cosecha y evitaban que me saltaran los fluidos al pecho. No se podía decir que no hubiese contribuido a mejorar el sistema. Unos cojinetes hechos por mi mujer como reposacabezas y un asiento almohadillado con funda extraíble de arpillera completaban mis aportes para la comodidad del condenado. No en vano serían sus últimos momentos y no era la cosa que los pasase molesto. Esto además permitía lavarlo, ya que alguno ponía el asiento perdido con orines. No se puede desperdiciar el material, pues no lo reponen con la periodicidad requerida.

     Abrazaderas de eslabones recubiertas de cuero para manos y pies, palas de apoyo para la maneta que hacía girar el eje, un mandil para el pecho, guantes de cuero y otros tantos abalorios resultaban muy recomendables para un buen ejercicio de la profesión. Porque quizá otra cosa no, pero me preciaba de ser un auténtico profesional del garrote. Requería una buena forma física, que ejercitaba con mi labor de carpintero y ebanista, y, además, me proporcionaba un sobresueldo nada despreciable. El traje negro me parecía imprescindible con la intención de mostrar el respeto requerido al acto y al reo. Tampoco estaba de más una botellita de licor, que entonaba lo suficiente como para no dudar y adoptar una postura neutra, entre decidida y cordial, y presentar cierta deferencia a los presentes.

     Realizada esta inspección, regresé a la antesala de espera. Volví a vestirme la gabardina de calle. Se había empeñado el cielo en llorar por este desgraciado. Y ¡vaya si lo había hecho! Menos mal que había tomado la precaución de meter esta prenda en la maleta para venir desde Cáceres. Odiaba los paraguas y me hubiera calado hasta los huesos.  Cuarenta minutos faltaban hasta el momento culmen. Iba bien de tiempo. Así que extraje del maletín mi botellín de ginebra y me serví un buen sorbo, directo al estómago, sin el intermedio de vasos que demoraran el efecto de letargo en la lengua.

     Por tanto, no dejaba lugar a dudas respecto a mi competencia. Salvo un par de casos un tanto caóticos, en los cuales los reos tardaron un lapso excepcionalmente largo en morir, todo habían sido éxitos. Raras veces, pero, abundando en aquellas excepciones, me creo que hubo un fallo en las correas. Eran de las antiguas amarras de mala calidad con un pasador estándar, y al jalar con la fuerza que confería la adrenalina al justiciable (como le llaman los pacatos) se partían o se soltaban, ayudado por el sudor resbaladizo en la muñeca. Quizá sabían dislocar huesos como el trapecio o qué sé yo. El asunto es que liberaron una mano e intentaron soltarse del todo debatiéndose. Y nos obligó a volverlos a sujetar, con el consiguiente descontrol y barullo. Desde entonces uso correas de cuero con refuerzo interior de eslabones metálicos, que aporto yo de mi propia cosecha. También incorporo unas tiras que van desde el cabezal hasta el mentón manteniendo la cabeza perfectamente sujeta.

     En un par de ocasiones costó un triunfo rematar la faena. Los musculados cuellos hacían casi imposible avanzar con el tornillo, pese a mis esfuerzos y a la innegable potencia de mi brazo. Al final se retorcían sus cuerpos por la cintura cual culebra, ya que el resto del cuerpo estaba atenazado.

     Me sacan de quicio los contratiempos que dan al traste con el desarrollo limpio y tranquilo del evento.

     He de decir en este punto que no soy partidario de la variante catalana, la cual incluye un punzón de hierro en el terminal del perno, cuya finalidad es destruir las vértebras de la base del cuello. Yo soy más clásico que todo eso y prefiero la suerte inequívoca de estrangulamiento repentino, sino la ruptura de las cervicales, produciendo el coma a causa de las lesiones laríngeas y hioideas y la defunción irrevocable, el deceso definitivo.

     En otro orden de cosas, exigí a las autoridades que me trajeran al penado amordazado además de encapuchado, pero no me hicieron caso, aduciendo no sé qué motivos sobre su derecho a las últimas palabras, sobre la confesión, rezos y diálogo con el confesor. Y eso que, no hace mucho, uno casi me lleva un dedo de un mordisco, el muy rebelde y animal.

     En aquella prisión de la meseta había conocido a varios alcaides. No se me pasaba por alto ninguno de sus entresijos y organización. Nada se escapaba a mi control, ni el más mínimo fallo de seguridad. Así que cuando me llamaron para cumplir aquel cometido, que hubiera desordenado el alma de cualquiera, yo ni me inmuté. Mi pericia era proverbial y archiconocida. Mi experiencia, mi hoja de servicios, estaban ahí para atestiguar que no habría problema alguno, que todo iría sobre ruedas. Está feo que yo lo diga, pero el garrote vil parecía haber sido hecho para mis manos nervudas de pianista.

     Sabía que era trámite preceptivo y una cuestión de orden el pedirme la identificación al entrar. Y, no obstante, cuando me la pidió el novato que me atendió en la zona de acceso me sorprendió. Cualquiera que llevase más de cinco años como funcionario de prisiones me conocía de sobra. Por alguna razón, a muy pocos se les pasaba por alto mi aspecto. No es que lo fuera pregonando, pero parece que mi soltura me delataba. Más aun cuando todo el mundo me esperaba. Era evidente que el penado y yo éramos los actores principales en este drama. Eso sí, prácticamente nadie conocía mi verdadero nombre, si exceptuamos al alcaide, al forense Cata y a Echenique, el jefe de las funciones y programación carcelaria. Así que me hacía llamar Pepe.

      Con paso decidido, atravesé los estrechos pasillos y los sucesivos portones y garitas de seguridad hasta el edificio principal, donde fui recibido por el jefe de los servicios de la cárcel. El señor Conrado Echenique y yo éramos viejos conocidos y nos habíamos encontrado en muchos de estos trances. Un firme apretón de manos.

     - ¿Una copa para hacer boca? – me saludó nada más recibirme con una sonrisa, poniéndome una mano en el hombro.

     Él sabía que yo era un hombre parco en palabras y no le resultó extraño que únicamente le correspondiera con una ligera inclinación de la cabeza. No gustaba de confraternizar con los funcionarios, pero con él haría una excepción. Le acompañé hasta la antesala en la que un cuarto de hora antes de la hora indicada, ni un minuto antes ni uno después, aparecería el director de la institución, el señor Cárdeno Rojo, y unos trece minutos antes de la ejecución la autoridad civil, la municipal (sería delegada como casi siempre en  el señor Bienvenido De La Salve), los auxiliares del cuerpo de prisiones, el médico forense (mi amigo Catalino Siempreviva), el de la prisión, dos vecinos designados por el alcaide como testigos, por lo que percibían una asignación, y el confesor junto con el reo. Todos ellos hacían acto de presencia en los momentos finales, ya que a nadie le gustaba esperar más del tiempo imprescindible. No se consideraba de buen gusto, al parecer.

     De un solo trago me eché al coleto el coñac.

     - ¡Hummm…! - Para mi sorpresa parecía licor del bueno. Se había esmerado para la ocasión Echenique.

     Coloqué mi copa vacía en la mesa de nuevo ante sus ojos, como correspondía, para hacerle entender que aceptaba otra más. No era cosa de despreciar aquella oportunidad. Más en este caso que el buqué era bueno de puro añejo.

     - ¿Qué?, apetece una más, ¿eh? – me dijo sirviendo otro par de copas, guiñándome un ojo y golpeándome en el antebrazo con familiaridad, al ver que también había vaciado la segunda de un golpe.

     También me ofreció un cigarrillo, que yo, además de admitir, apuré con fruición. Era uno de mis vicios inconfesables, aunque no me gustaba demostrarlo estando de servicio. Pero, en fin, de algo hay que morir, que diría el penado.

     Por mi parte, volví a asentir con la cabeza y le pregunté…

     - ¿La familia?

     Tanto le sorprendió que le dijese algo que tosió atragantado por el líquido. El alcohol, ya se sabe, suelta la lengua.

     -Bien, gracias. ¿Y la suya? ¿Va todo bien?

     Me encogí de hombros y miré alrededor. Una cosa era confraternizar y otra muy distinta contarle mi vida y milagros. Se le notaba visiblemente nervioso. Pero no le cuestioné el porqué. No era de mi incumbencia y en ningún momento yo me hubiera mostrado inquieto. Ni en el juicio final.

     Me quité la gabardina, acomodándola en la percha de la esquina, y me coloqué el chaquetón negro, sacado de la maleta y adecuado a estos efectos. También el mandil de cuero untado con grasa de caballo para hacerlo impermeable a los salpicones. Entretanto, los auxiliares, que acababan de llegar, disponían en la sala de ajusticiamiento todo lo necesario en las inmediaciones de la tarima. Estaba claro que el facultativo que certificaba la muerte necesitaría de su instrumental. Y lo mismo, ni qué decir tiene, el teléfono para comunicar con el tribunal sentenciador por si llegaba el indulto. En unos veinte minutos haría acto de presencia el otro actor principal junto conmigo, acompañado del séquito carcelario y gubernativo.

     Cuando uno de estos ayudantes quiso hacerse cargo de mi maletín de mano, lo rechacé con un gesto brusco. En él llevaba mis guantes, mi mascarilla con esencia de albahaca (nunca estaba de más, dado que los condenados sudaban copiosamente e incluso llegaban a defecar del esfuerzo y se expandían olores nauseabundos), varios trapos por si no fueran suficientes los que forraban el aro del cuello, un antifaz (pese a que nunca había considerado la necesidad y conveniencia de usarlo), un botellín de ginebra… En fin, que no me gustaba dejar nada al azar. Y nunca me separaba de él. Como ya digo, era un profesional. Y por ello he sido felicitado en varias ocasiones por el alcaide, por los asistentes e incluso, en un caso, por los familiares que alabaron mi rapidez. Es probable que el mismo ajusticiado se admirara de mi pericia si pudiera.

     Ya apenas quedaban quince minutos. Recorrí los treinta pasos que me separaban de la “cámara del horror”, según algunos la denominaban. Yo prefería llamarla “de la verdad” porque en ella se acredita el coraje de los allí reunidos, sobre todo el del condenado, y porque se hace verdadera la ley por encima de las clases sociales. Es decir, se cumple el dicho de que todos somos iguales ante el garrote. Es, por encima de todo, el instante en el que se hacen realidad todas las advertencias y prevenciones sobre el justo castigo futuro, que habrán recibido de seguro todos los penados. La consecuencia de sus graves actos. ¡Amén! No es que sea muy creyente, pero, por si acaso, más vale prevenir.  

     En la estancia sólo siete personas se reunían. Sobreentendí que las tres más cercanas al estrado serían la futura viuda, una hija y el hermano u otro hijo, por las edades que aparentaban y por los gestos y abrazos compungidos. Las otras dos parejas pudieran ser familiares de las víctimas.

     ¡Mejor! En alguno de estos procesos de ejecución, se aglomeraban demasiados elementos de la familia y podrían dar lugar a apreturas y follones, bien por los sollozos y llantos, bien por una conducta agresiva, contraria o insultante, contra mi labor y la de la justicia; por lo que pudieran entorpecer mi tarea. De tal modo que, cuando se preveían estos apelotonamientos y altercados, las autoridades carcelarias preferían efectuar el relleno de la sala con funcionarios, impidiendo un exceso de cupo y obligando al resto de testigos y asistentes a aguardar en el salón aledaño en espera de acontecimientos.

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     Ya estaban ahí. Oí cómo se aproximaban sus pasos por el pasillo que desembocaba en la doble compuerta metálica y de ahí a la garita del vigilante. El sonido del giro de la llave, del interruptor eléctrico y del gozne de la verja metálica eran muy característicos. Es increíble lo que se agudizan algunos sentidos como el oído en casos similares a éste. Luego de franqueada la puerta a los que venían por mí, un nuevo repiqueteo de los zapatos de dotación en el pasaje que comunicaba con las celdas de los condenados a la pena capital me anunció su proximidad. Allí estaban por fin los funcionarios y el cura. Me pusieron la capucha aunque pedí que no me la colocaran. ¡Malditos funcionarios! En fin, también le dije al oficial del juzgado hace meses que me arrepentía del crimen y ni caso, como ahora. Era mentira, pero lo tuve que decir por si colaba.

     Debía faltar una media hora para la ejecución. Pero no me verían llorar ni temblar.

      La única vez que me ha ocurrido eso fue aquel tormentoso día, al igual que hoy. Me acerqué a la alquería chorreando de lluvia tras atravesar la alambrada y aquel largo terreno de hierba. Ladrando de forma poco amistosa, un perro se me aproximó y tuve que hacerle desistir de una fenomenal patada. Con tanto barro, me costó llegar al porche para llamar insistentemente a la puerta, pero por fin me abrió desconfiadamente un señor. Ante la puerta entornada y mostrando mis manos limpias, por las que se escurría el agua, puse mi cara de inocencia y desesperación. La mirada tímida y huidiza no me costó añadirla, ya que decían que era una constante en mis ojos. A la luz de una luna que, de tanto en tanto, asomaba entre las nubes de un cielo cubierto, pude observar que finalmente su gesto adusto, repleto de arrugas y calvo se compadecía de mi situación. Me franqueaba el umbral.

     - ¿Qué se le ofrece? – musitó cauteloso.

     - Si pudiera encontrar cobijo un rato en su casa…

     Sin terminar la frase con el “se lo agradecería” y mirando al cielo, me invitó a entrar.

     Me precedió hasta el salón en el que una mujer se sentaba ante el fuego del hogar, envueltas las piernas en una manta, pelos lacios y en parte blancos.

     -Me llamo Silvestre – me presenté-. Siento haberles importunado, pero me ha pillado el chaparrón en tránsito a la ciudad en la que pretendía pedir trabajo y no me ha quedado otro remedio que…

     - ¡Oh, vamos, no es necesario más explicaciones! ¿Para qué estamos los buenos cristianos si no es para estos casos? – me saludó, levantándose del sillón-. Yo soy Remedios y mi marido, el que tanto refunfuña, es Cosme – explicó con la más amable de las sonrisas -. ¡Venga chico, cambia la cara, que no es más que un muchacho apurado! – riñó, dirigiéndose a su esposo-. ¿Le apetece un café y unos sobaos o prefiere un caldito bien caliente? – nuevamente se dirigió a mí-. ¡Pero qué tonta soy! Ahora mismo le traigo una toalla y una camisa de mi marido para que se seque y esté más cómodo.

     - No me vendría mal un café – forcé un rictus de sonrisa.

     - Pero siéntese, hombre, que ahora mismo se lo traigo – me dijo saliendo hacia la cocina, mientras me invitaba con el gesto a que me sentara en un sofá.

     A mi lado se sentó Cosme, que, tras un incómodo minuto sin decir nada, finalmente se atrevió a preguntar…

     - ¿Y viene de muy lejos?

     En ese momento, apareció ante nosotros una chica de unos diecisiete años de edad, morena y bien formada, que se desconcertó al toparse con mi vista.

     -Ah, hola, buenas noches. No me había dado cuenta de que teníamos visita. Disculpe. Me llamo Cándida. Sea bienvenido – me brindó su mano delgada, aunque correosa, y una risita tímida.

     Volvió a aparecer Remedios con un paño al hombro, una taza con café en una mano y una bandeja con sobaos y magdalenas en la otra.

     -Son caseras. Le gustarán.

     Mientras yo especulaba con el buen tino que había tenido el hombre para procrear tan maravillosa hija, la madre me recomendó secarme, acercándome la toalla, y seguidamente sentarme ante una mesita baja sobre la que depositó las demás viandas.

     - ¡Vamos, no sea tímido! Y díganos qué le trae por estos lares, además del trabajo, ya que no tenemos muchas oportunidades de recibir otra gente que no sea la del pueblo o unos primos que no viven muy lejos. Además, este Cosme es un hombre de campo y no tiene mucha conversación. Venga, ¡no te enfades! – repuso para terminar hacia su marido, acariciándole el brazo.

     No me apetecía estar mucho tiempo a expensas del compromiso de sus preguntas. ¡Con lo mal que se me daba inventar coartadas y mentiras! Así que, una vez reconfortado con lo ingerido, hice como que reflexionaba sobre sus cuestiones, en tanto me acercaba al fuego para atizarlo. Con un movimiento rápido y sorpresivo, cogí el espetón del fuego y golpeé por dos veces a Cosme en la cabeza, que crujió como un juguete de porcelana que se casca.

     Tal fue el horror y la conmoción de las dos mujeres que no supieron reaccionar. Un tercer golpe dirigido a la esposa se incrustó en su cuello, haciéndole brotar un borbotón de sangre. Pero no conseguí dejarla inconsciente, sólo aturdida. Como impulsada por un resorte, la hija saltó de la silla que ocupaba en dirección a la puerta. Se movía como una gatita. Pero yo estaba prevenido y la atrapé en el mismo pórtico. Gritaba y se contorsionaba como una fiera cuando la introduje de nuevo. Poniéndola sobre la mesa le di un bofetón tan fuerte que perdió la consciencia.

     Remedios gemía y suplicaba tortuosamente que no le hiciera daño a la niña. El golpe le debía haber afectado a las cuerdas vocales porque no articulaba bien. Que hiciera lo que quisiera con ellos, pero que a Cándida la dejase ir.

     Saqué del bolsillo una navaja, que abrí en el mismo movimiento. Tomando del pelo a la hija, le puse la chaira en el gaznate. Amenacé a la madre con liquidarla, si no me decía dónde guardaban el dinero. Ella juraba que sólo tenían unos cuantos billetes en el cajón de su dormitorio para los pagos semanales pendientes, pero que disponía de unas pocas joyas en el joyero del cuarto.

     La muchacha recobraba el sentido en ese instante. Así que, con la empuñadura de la faca a la vez que con los nudillos, le propiné un puñetazo que dio con sus huesos y su sentido en el suelo. Cogí por la pechera a la señora. Siguiendo sus indicaciones, la conduje al dormitorio. Subimos las escaleras, mientras le preguntaba a golpes por dónde se iba.

     Rellenado el bolso de ella con el dinero y las joyas, regresamos junto al fuego, en cuya estancia la chica, atontada, se arrastraba hacia la salida. Sonreí con admiración ¡Era fuerte la condenada! Pero había perdido su ligereza, por lo que aproveché para finiquitar a Remedios de un corte limpio en la garganta. Un único estertor y un surtidor sanguinolento fueron su única respuesta a tan eficaz tajo. ¡A ver cómo remedias esto! Pensé.

     Terminada la ocupación que me ligaba a los padres, dediqué toda mi atención a la hija. Una tercera bofetada la dispuso como una muñeca a mis pies, casi inconsciente. Poniéndola sobre la mesa, la violé con sumo gusto. Finalizada la operación y aún sin despertarse del todo, la abrí con mi navaja una hendidura desde el sexo hasta el estómago. Lo cierto es que no sé por qué hice aquello, aunque he de reconocer que me produjo dos sensaciones dispares. Por un lado, la fascinación por el filo del arma, que respondió a las mil maravillas, arrebatándole la vida en unos segundos. Por otro, un cierto temblor contradictorio entre la satisfacción, la pena y el arrepentimiento. Pero lo hecho no tenía que ver con la crueldad, sino con la eficacia. No se podía dejar testigos. De hecho, nunca he sido acusado por esos crímenes.

     Hice un atado con unas sábanas e introduje el bolso y unos candelabros de plata hallados en los cuartos. El dinero no tenía nombre, así que me lo metí en el bolsillo.

     Meses después, me vi envuelto en el asesinato por el cual se me condena hoy, que no me parece una auténtica fechoría como la anterior, sino una operación de limpieza. Tiene que ver con un guardia civil soplón.  Tras darme todo tipo de detalles sobre la joyería que luego robé y a cuyo dueño sólo pude dejar malherido con las prisas, tuve que limpiarle el forro porque quería mayor trozo del pastel y acabó chotándose, presionado por sus mandos, cuando empezaron a atar cabos. Aunque él no pudo declarar en el juicio, ya había pasado a mejor vida, sí lo hizo el dueño del establecimiento, que se acordaba de mí sin dudarlo. ¡Es por esto que no se pueden dejar cabos sueltos y por lo que te pillan! ¡Mala suerte! Cuando localicé al picoleto antes de que me prendieran, le apliqué el método de venganza de los italianos, haciéndole comerse sus propios testículos y asfixiarse. Añadiré que se los segué con premeditada lentitud. ¡Malditos funcionarios! Esto y algún que otro muerto fortuito, producto de atracos, peleas o borracheras, me trae al fin a este lugar.

     Ahora me llevaban conducido por el brazo y flanqueado por un funcionario y el capellán, que no dejaba de darme la paliza con que manifestase mi arrepentimiento ante Dios y rezase con él. Sólo al soltarle…” ¡Me cago en Dios! ¡Calla y déjame en paz!”, se desconcertó y paró durante un minuto. Sin embargo, al poco siguió con su retahíla impertérrito. Ora conmigo… “Padre nuestro que estás en los cielos…” Intuía que se persignaba de continuo y que ya tendría marcas en la cara de tanto hacerlo. ¡A ver si se trepana la frente y conseguimos que se quede mudo! Pero seré tonto. Al único que lo van a trepanar hoy es a mí. Y no es que me importe que los demás tengan sus propias creencias, pero yo sólo creo en los gusanos que se van a dar un buen festín con mis carnes.

     El asunto es que se me están revolviendo las tripas. La noche pasada he comido demasiado. La última cena. ¡Ja, ja! Un chuletón, buen vino y tarta de manzana como pedí. ¡Con lo que me gusta! Incluso un puro. Y ahora me dan nauseas sólo de recordarlo. Sin embargo, tengo que recomponerme. Que no piensen que es producto del miedo. ¡Menudos ardores espantosos! Presagian tormenta como la que se desencadena en el exterior.

     Apenas quince minutos quedarán para pagar mis culpas y entregar las barbas. ¿Cuándo pagarán los que me llevaron a esta situación? La familia que jamás me ayudó, todos los que me agredieron cuando no había hecho nada, los que me violaron. ¿Qué será del terrateniente que se quedó con la finca de la familia de mi madre y del alcalde que lo permitió? ¡Mi pobre madre! Lo que ha tenido que sufrir aunque tampoco se ocupó demasiado de mí. ¿Y del señor del pazo que me trató como un esclavo? Ahí se consumó mi caída. Fue la primera vez que me sentí a gusto exterminando una rata. Recuerdo…Pero dejemos las formalidades de los condenados. Dicen que ven pasar su vida en unos segundos.

     Aunque tampoco me puedo quejar. ¡Cuando había dinero en el bolsillo, la de juergas que me he pegado! En mi mundo llegué a ser un tipo respetado. Y no puedo negar que soy culpable de lo que me acusan y de mucho más. Sí, voy a dedicar mi muerte y mis pensamientos últimos a aquella morena que se encaprichó de mí. Y de mi dinero, porque me acabó dejando sin blanca.

      Ya oigo cómo se abre la última cancela. Siento la intensa luz de la sala del patíbulo. Suena el rumor de la gente que se acumula para disfrutar de la ejecución. Y noto que el cura reza con voz más elevada, como queriendo tapar ese murmullo. Me llevan a la habitación definitiva. Ahora es más perceptible a mi derecha el cuchicheo de los asistentes.

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     Ya han entrado el público y las autoridades. Ahí llega el reo acompañado de los funcionarios y del capellán, un carmelita descalzo que me resulta conocido. El preso anda renqueando. Parece que el pánico hace su efecto desequilibrándolo. Es un tipo enclenque, aunque quizá se deba a las duras condiciones de la cárcel. Los empleados públicos lo asientan en la silla y han comenzado a sujetarle las cinchas. El proceso exige meticulosidad como la que yo mismo me impongo. Nada debe salir mal.

     Faltan doce minutos.

     Me aproximo a la tarima con la intención de comprobar que todo se ha hecho como es debido. El director de la prisión atraviesa el pasillo de las bancadas de los presentes, saliendo hacia la antesala. Su intención será realizar la llamada preceptiva al tribunal sentenciador de Madrid por si les ha llegado la conmutación de la pena. Pero me da la sensación de que no tiene muchas esperanzas de recibir comunicación del indulto. Hay otro teléfono en la propia cámara de ajusticiamiento, pero prefiere hacerlo aparte, como un acto íntimo, comprometido y serio. 

     Allí estamos los actores principales de este evento, el encapuchado y yo. Los potentes focos nos iluminan. Mientras los testigos se mueven intranquilos, los representantes de la institución y ayudantes de la prisión permanecen impasibles, las manos cruzadas a la espalda. Entretanto, constato la fijación de las correas y extraigo de mi maletín la mascarilla, los guantes y las ligaduras supletorias para evitar sorpresas.

     Al recogerle el capirote para dejar al descubierto su cuello, descubro una mancha de nacimiento que me recuerda algo. ¡Cómo se parece a otra mancha que yo conozco de sobra! Mi madre solía decir de mi hermano, el pequeño, que era malo por naturaleza, ya que había nacido manchado y por eso llevaba esa marca en la parte de atrás del pescuezo.

     Apenas tres minutos para el desenlace.

     Al tiempo que regresa el director con una expresión circunspecta en la cara, haciendo un movimiento de negación con su cabeza para informar que se ordena el cumplimiento, coloco el correaje que fija al penado desde el mentón al cabezal. Tengo que arrimarme a su rostro y oigo al reo a través del saco que le cubre la testa diciendo…

     -Hazlo rápido o nos veremos en el infierno.

     Aquella voz. Ya no hay duda, es él. Mira que se lo dije: “tu acabarás mal si sigues por ese camino”.

     No puedo evitar soltar una lágrima. Al fin y al cabo, soy una persona sensible. Sin embargo, tengo que recomponerme. Pienso…

     -No me juzgue nadie. No hay daño moral y el dolor va por dentro. No soy yo quien puede salvar su alma. Soy un funcionario más, un auténtico profesional y alguien tiene que hacerlo. No se culpe a nadie. Sólo cumplo mi cometido.

     El director realiza el trámite de preguntar al condenado si tiene algo que decir. El cura se empeña en hacerle confesar que se arrepiente para darle la extremaunción.

     - ¡Que me deje! ¡Váyase usted con Dios! ¡Terminen de una vez! – grita el reo primero al capellán y luego a los demás.

     El director mira una vez más al teléfono próximo, pero el silencio se extiende por la estancia. Finalmente hace varios movimientos de afirmación con la cabeza dirigidos a mí.

     Justamente en ese momento tenía que fallar la luz a consecuencia de un rayo que atronó por todas partes. Por fin, tras de unas intermitencias se recupera el fluido eléctrico y comienzo a girar el tornillo. No sé si por la inquietud de esta macabra coincidencia o porque su cuello es puro nervio, pero me cuesta más de lo habitual retorcerlo. Incluso las miradas de los que me rodean parecen impacientarse. Aplico toda la potencia de mi brazo en el empeño y, al fin, noto cómo afloja su tensión, cómo cede la vida y se resigna. El fallo de la condena se ha cumplido.

     No tenía muy claro lo de la religión ni creía demasiado en un dios extraño, omnipotente y todo eso. Y mucho menos que fuera justo. Pero sí creía en fantasmas y sabía que el de mi hermano me perseguiría toda la eternidad.


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