LAS CAÑAS (Relato)

 



LAS CAÑAS

 

                                                                                 

                                                                                           Sólo un trozo de algo y de nada.

                                                                     Niño de alguien solo.

                                                                                           Terreno de sol o perdida sombra.

                                                                                  Tierra de soledad con nadie,

                                                                                                     salvo hierbas, lodo y animales salvos.

                                                                                                     Y el suave silbido que vive y que llama,

                                                                                                     solo de viento entre las piedras

                                                                                                     que dice…

                                                                                                      Aquí vives a salvo, en otro lugar

                                                                                                      sólo esperas.

         Ese era su territorio. Entre rampas y taludes desiguales de hierba, tierra y lodo, que formaban un manto protector, se ocultaban los secretos surgidos en su seno. En aquel terreno irregular había sitio para campos de hierba, grandes pilas de piedra, pozas de agua y reducidas lagunas, explanadas de mineral y escombreras, cenagales plagados de cañaveral… Por eso en el barrio lo llamaban Las Cañas. En realidad, era sólo una de las partes del páramo. Ya que el otro extremo lo ocupaba una zona de arenales y rocas de relleno, cortada por un embalse que se había formado a causa de pequeñas fuentes y aguas pluviales. En ella convivían pececillos, pollas de agua y algún que otro ánade migratorio perdido (emigrante como la mayoría de los habitantes de la localidad) junto a una variopinta selección de residuos arrojados al talud. A esta faja de terreno en la que sobresalían enormes peñascos, lindante con una franja de huertas sin dueño legal y ganada al tremedal, la denominaban sabiamente los vecinos Las Peñas.

      Aunque en el fondo todo ello no era otra cosa que una zona anegada y un descampado lleno de vertidos industriales, terreno baldío y de desecho, en el que, aquí y allá, sobresalían lo mismo esqueletos de edificaciones que promesas de jardines.

     Nono, Fermín y el resto del grupo se desenvolvían por aquellos parajes como peces en el agua y sólo allí, cada tarde, latían sus corazones a pleno ritmo. Únicamente en sus correrías por el lugar, el tiempo perdido era tiempo recuperado. Y, por eso, cualquier momento en que no había otra ocupación en el colegio o en casa era bueno para solazarse por la vega y dar rienda suelta a la fantasía.

     Aquella tarde de verano, cercano el final de curso, terminaron pronto la primera labor de acoso y cacería de lagartijas. No se les había dado muy bien, porque el tiempo era nuboso y los reptiles apenas se habían dejado ver. Los botes de plástico donde las encerraban para posteriores torturas estaban vacíos y la cara de decepción en sus rostros era evidente. Así que decidieron continuar con uno de sus juegos preferidos: el pasadizo negro.

     Consistía en atravesar un pasaje de piedras, dispuestas con cierta distancia unas de otras. Lo trazaban en el cieno por entre un túnel de carrizos llamados “puros”, debido al remate en su punta que los asemejaba a estos. Dicha travesía comunicaba dos áreas de suelo firme a través del lodazal. Allí se debatían haciendo carreras grandes ratas peludas. Las mismas que, algunas tardes, cazaban con chimbera de aire comprimido muchachos talludos. Había que calcular bien la distancia entre las rocas para conseguir, dando saltitos, llegar al otro lado. Más aún, cuando resultaba comprometido al máximo llevarlo a cabo en el mínimo tiempo posible y completarlo con éxito sin tropezar, meter el pie en el fango o caerse. El control era exhaustivo. El único reloj de que disponían, el de Fermín, regalado por su madre y perteneciente a su padre fallecido, marcaba el destino del vencedor inexorablemente.

        - ¡Vamos, seguro que hoy conseguiré superar el récord! - Le dijo a Fermín Nono con falsa seguridad y aplomo.

        - Eso habrá que verlo.

     Fermín logró terminar el trazado en apenas cuatro minutos y quince segundos. Nono se armó de valor, cogió impulso y aunque no mejoró la plusmarca sí consiguió dos cosas: superar a su amigo y resbalar en una de las últimas piedras para hundir el pie en el fangal hasta más arriba del tobillo.

        - ¡Hala, la que te va a montar tu madre! - Mostro su temor y asombro a la vez Chuchi.

     El resto del grupo no se atrevió a intentar el recorrido.

      La banda la componían básicamente cinco muchachos de entre diez y once años. Chuchi, el comadreja, era muy vivo, el más veloz en las carreras (superaba incluso al rápido Nono) y el más flexible. Rober, el largo, tenía la misma edad que los demás, pero les sacaba bastante más que la cabeza en altura e inteligencia. Artur, el Virgi, un chico regordete, era así llamado debido a su idolatría por el protagonista de una serie de televisión de vaqueros titulada El Virginiano, y a su manía por disfrazarse con el set completo de sombrero y chaleco, canana y revólveres de pistolero. Cierto era que nadie, salvo él, poseía tales pertrechos, y también que la mayoría lo envidiaban por ello. Fermín, el Tobillos, debido a la extrema delgadez de sus piernas, era además conocido como “el del quinto”, para diferenciarlo de otro Fermín por la planta del edificio en que residía, y les superaba a todos en nariz, sensibilidad e imaginación. Y, por último, Nono, el Guindilla, el más menudo, un tanto taciturno, aunque valiente e impetuoso, quizá también por su mala cabeza, que siempre proponía nuevos retos y actividades, dudosas correrías y expediciones.

     En efecto, aquella tarde la vuelta a casa fue tortuosa. Si bien Nono trató de limpiarse como pudo, estaba claro que no conseguiría engañar a su madre ni por asomo.

     Ya en la misma puerta de casa…

        - Pero… ¿a qué hueles que apestas? -nada se escapaba a su olfato-. ¡Qué narices has hecho! - gritó la madre en el mismo umbral.

        - ¡No ha sido nada, un accidente! Me he caído en una charca- mintió sin ninguna convicción, preparándose para el repaso con la zapatilla que le esperaba a su trasero.

     Esa misma tarde, le prohibieron por enésima vez que se acercase a Las Cañas. Él repitió la promesa de no volver, hecha otras muchas veces, con el pleno convencimiento de que no la iba a cumplir. Era más fuerte que su voluntad…, la llamada de la naturaleza, de la libertad.

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         Años de hierro, años de plomo. La transformación del mineral y los atentados terroristas de uno y otro bando.

      El tránsito peatonal, todas las mañanas, acontecía tan mecánico como las cintas de mecánicas cadenas de montaje; como las distintas tareas propias de producciones diversas en las que se esmeraban los obreros. Cada día, para casi todos los de la localidad, era una rutina pesada y anodina. De alguna de las casas salían varios padres de familia en dirección a sus trabajos, ya que la precariedad hacía que algunos clanes familiares compartiesen el mismo domicilio, el mismo piso, pero distintas habitaciones, con derecho a cocina y cargas de comunidad comunes.

     Únicamente en Las cañas no importaban, en absoluto, el dictador ni los padecimientos de tanto inmigrante, que se desvivía en su labor consistente en el enriquecimiento del industrial de turno o del avispado emprendedor sin miramiento, el cual había medrado y acumulado capital al amparo del régimen de los vencedores y de la recién terminada guerra. Para los chavales, en cambio, estaban los pequeños quehaceres de casa y los deberes de clase. Pero su máxima obligación consistía en divertirse jugando a las canicas o el futbolín, los eternos partidos de futbol o el juego de la olla, el chorro-morro, el burro…y tantos otros.

     Las notas de Nono en el colegio no habían sido malas, sin exagerar. Si bien, solía ocupar los primeros bancos reservados a los buenos estudiantes como consecuencia de los resultados académicos. Todas las calificaciones habían sido buenas, salvo la de Matemáticas. Un cuatro, ¡qué disgusto! Menudo problema. Inmensa contrariedad. Los números resultaban el más difícil rompecabezas. Más de tres números juntos y al chico se le nublaba la vista, comenzaban los sudores, los mareos…No cabía otra solución que manipular la cartilla de las notas, si no quería sufrir la reacción airada de su madre. Así que, antes de presentarse en casa con ella, había que corregirla al alza. Con todo el cuidado del mundo y toda la precisión posible, borró los rasgos de la parte superior del cuatro, para seguidamente redondearlo de arriba abajo, dando como resultado, ¡oh, maravilla! un aparente seis. Tampoco es que quedase excesivamente bien, pero podría colar. Y aparentemente coló esa evaluación. No contaba con que, al devolver el boletín de los resultados académicos al profesor, tendría que reponer el maldito cuatro a su lugar. ¡Vuelta a corregir! Y, ¡qué horror!, una vez hecho, ni siquiera se había percatado que esa operación tendría que repetirla cada trimestre. Aquello no podía terminar bien. Pero, mientras tanto, iban pasando los meses.

      A pesar de todo, no era de los críos más apreciados en la cuadrilla. Por esta causa su carácter resultaba cada vez más retraído y callado. Lo que le hacía ir en muchas ocasiones solo al erial. Allí era él mismo en todo su esplendor.

     Cierto día, los escolares habían salido una hora antes del colegio, al tener que acudir el profesor a una reunión de maestros. Ni qué decir tiene que el chico no perdió el tiempo. Corrió hasta la vega como un poseso perseguido por el viento, arrojó entre unas matas la cartera con los aborrecidos manuales y, casi enseguida, se encontró con el primer entretenimiento.

     En verano las hormigas se consagraban con denuedo a su tarea de recogida de semillas, hojas y pequeños insectos que se interponían en su camino. El chirriar de las chicharras era incesante y el olor que solía emanar de la fábrica denominada la huesera, dependiendo de la dirección del viento, no apestaba en demasía. Se decía, según los chicos, que en esa fábrica fundían huesos y restos de animales para la fabricación de margarina, de ahí la hediondez que se apoderaba de los alrededores.

      Dio comienzo la batalla contra las hormigas. La imaginación aventuraba un ataque militar en toda regla contra el hormiguero. Comenzaron las hostilidades. Una legión de enemigos atacaba el refugio de los insectos. Golpeando la piedra que los servía de cobertor y parapeto, se producía la inmediata alarma, el desconcierto y el caos de tanto insecto yendo y viniendo sin saber dónde ni por qué, saliendo en su defensa. Cada individuo corría despavorido en una estampida general. La desorganización en los alrededores del nido era total por primera vez en mucho tiempo. Llegaba el momento de la masacre sin cuartel, el bombardeo pétreo…

     No había lugar para la compasión ni el sentimentalismo, una guerra es una guerra…, sin rencor. Alguien tenía que vencer y no iban a ser las hormigas.

     Las pérdidas en el bando atacado eran cuantiosas, mas jamás se rendirían. De ello dependía su supervivencia. Todo en aras del bien común. Una detonación inmensa, una pesada roca al caer encima provocó el desplazamiento de la enorme piedra que cubría el hormiguero. Inmediatamente aparecieron a la luz las zonas recónditas reservadas a las larvas y sus nodrizas. El pánico y el alboroto llegaron al máximo paroxismo. Las carreras por proteger a la progenie no daban reposo. Era un trabajo ímprobo por la supervivencia de la especie, a destajo, en el que los actos de arrojo surgían espontáneamente, infravalorados, desconocidos por el resto de individuos.

     No habría escenas de contrición, medallas o cruces señalando como homenaje a la hormiga asesinada. Las bajas…innumerables. No se producirían treguas ni ceremonias. Sólo cuando la mayor parte de las ninfas consiguieran ser trasladadas al interior, bajo tierra, la batalla llegaría al armisticio final y pararían las refriegas con una claudicación sin condiciones.

     Terminada la conflagración bélica, Nono se dio cuenta de que probablemente habría transcurrido demasiado lapso temporal desde la salida del colegio; por lo que salió disparado en dirección a su casa, asumiendo incluso el riesgo del consabido tropiezo y porrazo consiguiente. Cuando ya llegaba al domicilio se percató de que había olvidado la cartera con los libros. Ipso facto, pensarlo y mágicamente dar media vuelta y regresar al lugar de la contienda fue todo uno, un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, el nerviosismo le ocasionó no recordar tan rápido el zarzal bajo el que había escondido el maletín.

     La respuesta poco amistosa de su madre estaba asegurada…

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        Nono había resultado castigado sin salida a la calle durante unos días. No había mortificación más inhumana para él. Menos mal que la expiación, sancionada pretendidamente para mucho tiempo, acababa siendo dispensada y suspendida.

     Como colofón al levantamiento de la condena, la madre propuso una actitud de desagravio, encargándole que fuera al mercado a por embutido para los bocadillos. Como quiera que la plaza de abastos se encontraba en las cercanías del límite de Las Cañas, concibió la idea de acercarse al hueco en que había escondido un bote con las últimas lagartijas capturadas y someterlas a maquiavélicas torturas. Había conseguido un mechero que quería probar, quemando una de las patas de los reptiles y verlas retorcerse. Todo tenía un fin científico: desentrañar si eran capaces de rehacer el miembro como lo hacían con la cola. ¡Qué maravilloso plan!, le pareció.

     Durante la noche había llovido a mares y, poco antes de encomendarle el recado, se había producido un fuerte chaparrón que con seguridad habría rellenado las exánimes charcas en que solía encontrar zapateros, larvas acuáticas de insectos y tritones. El padre había mencionado a un tal Noé, que el Guindilla asoció a un vejestorio que casi perdiera la vida ahogado. Aunque debió salvarse en una especie de barco construido por él y su familia bajo la supervisión divina nada menos; él junto con una pareja de cada animal de este mundo. Por cierto, que Nono no entendía cómo los leones no dejaron los huesos mondos y lirondos del resto. Sin duda pensó que, con toda seguridad, habría una pareja de lagartijas. ¡Vaya suerte! Y enánagos*, y tritones…

     Por tanto, decidió cambiar su objetivo de exploración. En efecto, una de las balsas de agua más socorridas para estas incursiones y que se hallaba relativamente cerca la encontró repleta de moradores. Allí estaba, parcialmente escondido entre unas algas y hierbajos sumergidos por el aluvión de agua, ese bicho extraño, tal vez antediluviano, y que en una ocasión encontrara en un diccionario de zoología: el tritón.

        - “Batracio urodelo de unos doce centímetros de longitud…y con una especie de cresta, que se prolonga en los machos por encima del lomo…”

     El nombre lo decía todo,” batracio urodelo”, seguro que presagiaba un peligro ominoso. Pero Nono no le tenía miedo y se puso de inmediato a capturarlo. Al poco, se encontraba entre sus hábiles manos debatiéndose. No tenía intención de causarle ningún mal, en principio. Claro que el animal no lo sabía y pugnaba por recuperar su posición patas abajo, con la presumible intención de saltar a la charca, tal y como lo había visto hacer a las ranas que muy pocas veces consiguiera atrapar. Pese a su recelo por la amenaza que representaba, la curiosidad podía más y lo observó primero por la tripa. No llegaba a los centímetros prometidos; seguramente era una cría, pero sin duda se trataba de un macho. Las dos protuberancias entre el abdomen y el arranque de la cola lo atestiguaban, según creía. Y no cabía duda de que el resalte que apreciaba entre cabeza y lomo era esa “especie de cresta”. Se figuraba ese mismo tritón con unas dimensiones descomunales. Menudo horror que causaría, un auténtico dinosaurio gigantesco y monstruoso.

     Le produjo tal sensación de respeto que unos segundos después lo depositaba en el agua con admiración y aprensión al tiempo.

     Pensando en el fascinante animal, en los prodigios que prometía la naturaleza, le costó caer en la cuenta de que había transcurrido probablemente más de media hora (aunque el tiempo en Las Cañas era misteriosamente elástico). A toda prisa se presentó como el rayo en la puerta de casa. Tras llamar al timbre, cuando la madre procedía a abrir la puerta, cayó en la cuenta del contratiempo. Justo en el mismo momento en que ella profería una frase que lo rescataba como de una hipnosis.

        -Pero ¿dónde está el jamón york?

     Nono sólo acertó a decir…

       - ¡Ahí va!

     No tenía arreglo. Ahora bien, por lo menos no había perdido el dinero…

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          *Enánago: nombre dado por los personajes al lución: reptil saurio ápodo, de piel brillante y cola tan larga como el cuerpo, la cual pierde y regenera con facilidad.

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        Eran las cinco de la tarde y Nono acababa de salir del colegio. Lloviznaba intermitentemente, por lo que llevaba abierto el paraguas. Al llegar al paredón que separaba su barrio de unas manzanas radicadas por encima a distinto nivel, denominadas por la cuadrilla “El Muro”, sintió curiosidad por observar la fuerza del agua, que caía por un caño de desagüe. El torrente se desparramaba desde arriba de la pared a la alcantarilla aneja al lugar donde los chicos se medían con los juegos de canicas. En ese momento recordó los conflictos surgidos con esa comunidad vecinal...

     Apasionantes y proverbiales habían sido los enfrentamientos con los habitantes del Muro durante sucesivas sanjuanadas. En la noche de San Juan, la pira de fuego, con el remate del muñeco relleno de trapos y viruta, aparecía impresionante a la vista. Tanto lo era que las chispas y el humo podían amenazar el piso bajo frente al bloque del Guindilla, ocupado por los vecinos Filiberto y Fortunata, cuyas protestas siempre fueron airadas. Y, por supuesto, intimidaban a los propietarios de las primeras viviendas del Muro, ubicadas a poca distancia sobre la hoguera. Por esto que los propietarios acabaron saliendo con una manguera para sofocarla, con los consecuentes abucheos, insultos y cruces de acusaciones y gritos retadores, pero sin conseguir extinguirlo. Algún año llegó incluso a personarse la policía, avisada del conflicto, al poder derivar en un asunto de banderizos. No obstante, el resto del año las comunidades alternaban las buenas relaciones con pequeñas hostilidades, cuyo origen y detonante podía ser cualquier malentendido.

     Ante el canalón de agua Nono murmuraba enfadado por la cantidad de tareas que le había encomendado el profesor. A ello se añadía el castigo impuesto a causa de la distracción y desinterés mostrado durante la explicación del tema de la combinatoria, materia reservada a los matemáticos de la N.A.S.A., según el parecer del Guindilla. El maestro le había tenido que nombrar tres veces por su apellido, como era costumbre de rigor.

       -Atenderé a las explicaciones del profesor -escrito cien veces y sin olvidar el acento en la tercera “e”.

     - Será cerdo –pensó.

     Comprendió que no tendría margen para aproximarse a Las Cañas y no podría recoger la lata donde había ocultado una rana, con la que pensaba realizar experimentos aún por determinar.

     Todavía se demoraba Nono admirando el caudal que manaba del aliviadero y se desplomaba desde el paredón hasta el sumidero, situado frente a uno de los bloques de la calle, cuando se le ocurrió verificar la impermeabilidad del paraguas. Con cierto cuidado, puso la tela bajo el agua y, efectivamente, desalojaba y salpicaba el agua, impidiendo que pasara bajo su protección. Finalmente se puso él debajo, notando la dificultad de mantenerlo vertical a causa de la fuerza del torrente. Tanto era así que se lo ladeaba como a golpes, intermitentemente. Al cabo de unos minutos se decidió a volver a casa.

     Según abrió la puerta, la madre no se lo podía creer y montó en cólera. El paraguas estaba prácticamente seco, pero la ropa de Nono estaba empapada. Su padre se aproximó para conocer la razón de aquel griterío. Al Comprobar el motivo, desnudó a su hijo y, tomándolo por la cintura al tiempo que le sujetaba los brazos, abrió el grifo de la cocina y lo puso bajo el chorro durante un par de minutos, en tanto se debatía el muchacho sin poder soltarse.

     El Guindilla creía que se iba a ahogar… Y encima sin paraguas.

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     Un domingo, acurrucados en una esquina del barrio sin saber qué hacer, apareció el Guindilla con unas varas procedentes seguramente de Las Cañas, por lo que se propuso competir en el tiro a distancia con aquellas.

     Como de costumbre, las del Comadreja sobrepasaban la marca de cualquier otro de los competidores, sometiendo la habilidad y el orgullo de los demás. Más que técnica, su talento natural imprimía una seña de identidad a los lanzamientos. Sus pértigas se elevaban airosas, describían una parábola perfecta y aterrizaban invariablemente de punta. Y se hubieran clavado en el terreno, si no fuera porque era durísimo y rebotaban, eso sí, haciendo además un giro perfecto. Artur se había situado en la zona en que tomaban tierra, para marcar el punto de impacto. El Guindilla persistía en sus ensayos, no queriendo dar su brazo a torcer. Mucho más, cuando habían acordado que el premio del vencedor sería costear durante una semana el turno de pago del futbolín; y acrecentado por el hecho de que Chuchi, también en este juego mecánico, manifestaba una suerte de superioridad muy fogueada. Su destreza era reconocida por todos los muchachos del barrio.

     Nono se concentró, equilibró el palo con mimo, se perfiló y cogió impulso. Aquel sería un tiro de plusmarca. El movimiento y el giro de hombro, acompañado de la rotación precisa de la cintura imprimieron la velocidad y altura necesarias. Con elegancia remontó el vuelo, describió un arco apabullante, inició el declive descendiendo de punta, para finalmente aterrizar sobre el techo del único coche aparcado en doscientos metros a la redonda. La mala sombra se cebó en aquella tirada insuperable. Todos los chicos abandonaron el lugar despavoridos en dirección a sus casas.

    Ni qué decir tiene, que el eco del autor de la catástrofe llegó a los oídos del propietario del vehículo, quien, airado, reclamó la reparación de una pequeña rozadura, que a decir del Virgi ni se apreciaba. Por fortuna, un familiar de los padres del Nono era chapista y resolvió el desaguisado sin gastos, con la aquiescencia del dueño del automóvil. Pero no sin repercusiones para el Guindilla.

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       La televisión era la gran atracción del momento, y en las pocas casas en que se disponía de ella se arremolinaba, previo permiso de sus propietarios, toda la chiquillería para ver la película que tocaba. En el hogar del Guindilla se consiguió comprar una tele a plazos. Sus amigos Rober, Fermín, Artur y Chuchi se apiñaban junto a la familia con los ojos maravillados ante lo que se presumía visualmente impactante.

     Sin embargo, el aparato daba poco lugar a la fantasía y, salvo cuando tocaba un film de aventuras o de vaqueros, Nono casi prefería disponer de su ocio campeando por la selva, el desierto o los mares del páramo próximo.

     Las osamentas de edificaciones derrumbadas o demolidas eran, junto con los taludes de hierba y matorral bajo, el lugar perfecto para recrear sus propias películas bélicas. El argumento básico era diseñado por Fermín con la ayuda de Nono, y con los aportes del resto de la cuadrilla. Allí no intervenía el hermano del Guindilla, como aquella vez, siendo él muy niño, en que jugaban a combatir, siendo soldados enemigos el uno del otro…

        -Ahora yo te sorprendí por detrás y te di un golpe en la nuca con la culata, y tu perdiste el conocimiento- Le apremió su hermano.

     A lo que Nono repuso…

        -Sí, pero yo volví el camino hacia atrás y conseguí volver a encontrarla.

     Las consiguientes risas que produjeron aquellas palabras en su hermano y alguno de los miembros de la familia al escucharlas, y que Nono no entendió por qué, no se hicieron esperar. Esa expresión nunca se le fue de la cabeza a Nono.

     En Las Cañas se convertían en los actores principales de acciones de guerra plagadas de heroísmo, renuncia y abnegación, hechos que reclamaban de sus intérpretes un compañerismo y un desapego por la propia vida dignos de mención, o tal vez una medalla al mérito. En dichas actuaciones no había lugar para la duda y sí para los cantos épicos y el recuerdo para el compañero caído. Inequívocamente el pelotón se encontraba frente a fuerzas muy superiores en número, que originaban bien la muerte de los protagonistas, bien el rescate in extremis de la mayoría, aunque soportando la baja de alguno de los respetados camaradas y el sentimiento a flor de piel de los demás.

El guion podía ser también de espadas (de romanos, medievales), de vikingos, de vaqueros…, pero en todos ellos había una cuestión de honor y amistad, causas por las que se arriesgaba la propia vida.

     Si se trataba de un libreto del medioevo, una trama con castillos y asaltos, torneos y duelos, hacían acopio de tablones y viguetas abandonadas. Con ellos construían una torre, levantando varios niveles a base de acumular maderos de dos en dos en un perfil cuadrado, por parejas enfrentadas perpendicularmente, y cruzando tableros más finos en los intersticios con el fin de conformar cada planta. Se distribuían en dos bandos, sucediéndose las acometidas y escalos con cuerdas o tablas. Las discusiones al conformar las facciones, al decidir entre quiénes pertenecerían a la bandería de Rober o la de Fermín, podían ser tan tensas como los propios combates.

     Esas mismas arquitecturas les servían para escenario de galeones, de corsarios y piratas, para fortificaciones, bunkers, tanques…y tantos otros decorados y peripecias.

     Al sufrir Artur el primer accidente en una de estas escaramuzas de asalto al baluarte de los defensores, se les prohibió estos juegos. Nunca se supo, pero debió ser el mismo Artur el que se fue de la lengua sobre el motivo de su caída.

        - ¡No te fastidia, el torpe! -Pensaron casi todos.

     Por supuesto que, pese a prometerlo, no concebían abandonar aquellas construcciones que tanto esfuerzo habían requerido. Sin embargo, las edificaciones terminaron por desaparecer al esfumarse los tablones. Cualquiera sabe el autor y el motivo de su pérdida.

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       Con el fin del verano y la próxima vuelta al colegio el grupo recibió tristes noticias y ominosos presagios. Chuchi apareció un sábado con el brazo en cabestrillo. Un ligero percance al subir a un árbol jugando en su pueblo, lo había llevado al hospital. Según contaba, trepar hasta casi la copa de un nogal fue relativamente sencillo. Y en verdad que el Comadreja era muy hábil gateando. El emular a Tarzán y el acopio de nueces había sido una pequeña hazaña. La bajada hasta la gruesa rama más cercana al suelo también había sido simple. Ya en ese vástago del árbol, se le ocurrió balancearse colgado por los brazos, como si de un columpio se tratase, arriba y abajo. Él era todo un atleta, por lo que no cabía la menor duda de que lo llevaría a cabo como un auténtico chimpancé.

     Con un último balanceo y un tanto cansado, se decidió con entusiasmo a realizar el salto final hasta el suelo, intentando evitar una robusta raíz que sobresalía de la tierra. Pero no calculó bien y, cuando en la última oscilación comenzaba a ascender de nuevo cara al cielo, se soltó de manos. Notando que su posición no era la idónea, trató de recuperar el equilibrio aleteando. Pero estaba claro que aún no había conseguido dominar el arte del vuelo y aterrizó con apoyo de brazo, espalda… y culo, según puntualizó. El resultado fue de un miembro roto y una raíz intacta.

       -Lo raro es que no me rompiera la crisma -añadió.

     Otra nueva, mucho más triste, llegó a los oídos de la cuadrilla. El hermano de Fermín, Javi, había fallecido de algo llamado meningitis. En cuestión de pocos días esa enfermedad abominable, incluso de nombre, se lo llevó al cementerio para consternación de todos.

     Las desgracias nunca vienen solas- fue la reflexión del grupo.

     Con el fin de arrinconar el recuerdo del niño fallecido, el Tobillos sugirió entretenerse con el hinque. Como quiera que este pasatiempo requería cierto esfuerzo, precisión e interés, conseguirían al menos desfogarse e ignorar el infausto deceso. Se dispusieron a hacerlo en un terreno sin pavimentar enfrente del bloque de Nono, parcela de arena que una ligera llovizna ablandaba lo suficiente como para permitir clavar una corta barra de hierro afilada, que les servía para tal fin.

     Se disponía Artur a tirar al extremo más lejano de los rectángulos trazados en el suelo, como colofón del recorrido que determinaba el juego. Apuntó y arrojó el hinque. Con tan mala fortuna que el pedazo de metal rebotó, realizando una curvatura giratoria imposible que fue a parar a la espinilla de Fermín incrustándose en ella. No podía fallar. El Virgi tenía la negra.

     Por suerte la lesión tampoco fue de importancia.

       -Lo peor ha sido tener que ponerme la antitetánica – les confesó el Tobillos.

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       Al tiempo de la iniciación del nuevo curso, se producía igualmente el comienzo de un abanico de nuevas posibilidades de distracción: el despertar de la curiosidad sexual, los incipientes y misteriosos juegos de médicos. Alguna niña con faldas y en cuclillas, a veces, podía ofrecer una atrayente perspectiva si se la observaba desde la posición adecuada. Lo más difícil era entrever y discernir lo visto. Y mucho más problemático aún disimular que no se miraba mirando.

     No obstante, los juegos de chicos, en los que en su mayoría no tenían cabida las “niñas”, les atraían preferentemente.

     El día después de la presentación de alumnos y maestros, los chicos competían en “lanzamiento de jabalina” con una pértiga metálica de obra en un descampado situado entre los bloques del barrio.

       -A ver quién la lanza más alto y más lejos –propuso Chuchi.

       -Yo lanzo el primero –se atrevió Rober frente al reto.

     Ni Rober ni Fermín conseguían arrojar muy lejos aquella varilla. Y la torpeza de Artur resultaba proverbial, como de costumbre. El Comadreja, siendo uno de los más bajos, en cambio, con el brazo izquierdo incapacitado, lograba arrojarla más lejos y más alto que nadie. Sólo Nono rivalizaba con él, aunque no lograba alcanzarle, y no se resignaba a ser batido. Su competencia con él le obligaba a intentarlo una y otra vez. En vano.

     Finalmente se sintieron las voces de llamada de los padres de Artur y Rober, por lo que decidieron abandonar la prueba. Sin embargo, el Guindilla no se resignaba a desistir. Una vez que los demás ya se habían marchado, realizó una última tirada. El impulso fue perfecto y la altura la apropiada para desbancar todas las marcas. ¡Lástima que no la verían sus amigos!

     Pero la fortuna no estaba de su parte, y la elevación fue la precisa para acertar al nudo de encuentro de los cables del tendido eléctrico que distribuían la corriente entre los bloques de pisos. Siendo una barra de hierro, el desastre estaba asegurado. Al tocar varios de aquellos hilos paralelos trenzados empezaron a producirse chispazos y relámpagos preciosos, como de fuegos de artificio. El efecto inequívoco fue que gran parte de los edificios de viviendas se quedaran sin luz.

     El asombro y el espanto se apoderaron de su mente y de su cuerpo. Por supuesto que también pasó ante sus ojos la imagen de las secuelas y el eco que producirían en su familia. Pero su reacción no fue quedarse allí petrificado. Raudo, corrió hasta su casa. Sacó las llaves, que unas horas antes le había entregado su madre para que no se quedase sólo en calle, si se marchaban sus amigos, al tener que ausentarse por un corto período de tiempo. Cerró de un portazo y, sin interrupción, bajó todas las persianas con el fin de simular que no había nadie en casa. Esperó la llegada de su madre y lo que viniera.

     Tan pronto como llegó y, sin apenas comenzar a preguntar con cara avinagrada por qué estaba todo cerrado a cal y canto, prorrumpió Nono llorando y encogido en el suelo...

       -Ya me pego yo mamá, ya me pego – mientras se golpeaba las nalgas a sí mismo con fuerza.

     De manera inesperada, la madre esbozó una ligera sonrisa que le hizo perder aplomo en la mirada. Presumiblemente ya le habían anticipado algo de lo sucedido, aunque el Guindilla estaba seguro de que nadie había sido testigo del infortunio. Ese simple gesto le salvó de una paliza que probablemente quedara para los anales de la historia. No obstante, el sólido y urgente castigo tampoco se hizo esperar.

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        La vida en el barrio generaba no pocas hostilidades: las propias de las distintas tendencias políticas, las relativas a la procedencia regional de sus moradores, la afición por uno u otro equipo de futbol… Cuando la competencia y el reto concernían al futbol, se celebraban encuentros eternos entre la calle de arriba y la de abajo. En ellos participaban algunos jóvenes de más edad y algunos individuos asociados, provenientes de otros lugares vecinos, que completaban las escuadras enfrentadas. En multitud de ocasiones, tales celebraciones balompédicas requerían una inmensa paciencia y un amplio tiempo libre, puesto que casi únicamente cesaban con la rendición o el abandono por aburrimiento de alguna de las partes. Las discusiones sobre determinadas jugadas, si había sido falta, mano o penalti, al carecer de árbitro (¿quién se hubiera atrevido a ejercer tal papel odiado por las dos partes?), podían ser eternas. Pero, con mucha frecuencia, el final del choque lo decidían las madres, que reclamaban a sus deudos para cenar o hacer los deberes. Así que los partidos quedaban suspendidos o pospuestos para el día siguiente.

        En la barriada había otro grupo rival al de Fermín y el Nono, la banda del Corto y el Cortado. Y no se trataba de una mera confrontación deportiva o de méritos; los litigios con el Corto y el Cortado eran de otra naturaleza. Al primero lo llamaban así por ser muy bajito, pese a tener mayor edad que el resto. Al segundo, malcarado, se le conocía por tal apelativo al tener una larga cicatriz en el lado derecho de la cara. Se decía con asombro que como consecuencia de una pelea a navajas. A ambos se les unía una cuadrilla de chicos, que formaban su séquito y actuaban como una camada de hienas, y se les atribuía peleas, conflictos vecinales y pequeños hurtos y delitos que determinaban su peligrosidad.

       -Y encima suelen ir a fumar a Las Peñas –se atrevió a musitar trémulo Artur.

     Una tarde de invierno, Rober, Nono y los demás habían estado jugando al cinto. Consistía el pasatiempo en esconder el cinto por parte de uno de los de la cuadrilla, sin ser observado por el resto. En el momento en que uno de los chavales lograba dar con el cinturón, tenía la potestad de perseguir a los demás, fustigándoles con él las piernas y nalgas hasta que lograsen volver a la posición de salida, que se consideraba refugio. Aquel castigo en las extremidades sólo protegidas con pantalones cortos resultaba penoso por el daño, además de ofensivo a causa de las marcas dejadas y la vanidad lesionada.

     Algunos dudaban si no era mejor dejar de explorar demasiado y mantenerse en los confines de la guarida.

     La banda del Corto apareció sin previo aviso por la calle, gritando amenazadoramente y acometiendo como si de una horda se tratase. El grupo de Nono no presentó batalla, huyó en desbandada en dirección a sus casas, sin defender la posición ni tan siquiera mirar atrás. El cinto quedó allí olvidado. El Corto lo recogió como trofeo, pero pareció que lo pensó mejor y, sacando una navaja, lo cortó en tres pedazos y lo dejó allí a modo de advertencia.

     Todos ellos volvieron al redil familiar, suspirando con alivio y agradecimiento al ángel de la guarda por permitirles regresar con bien, si bien no del todo intactos en su integridad y orgullo.

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         Nono planteó dirigirse a Las Cañas para celebrar una pelea de pelotas de barro. Una ligera llovizna había ablandado el firme de algunas zonas lo suficiente para poder fabricar bolas de lodo algo más grandes que canicas, con las que confeccionaban proyectiles arrojadizos. Como de costumbre, se entabló cierta pendencia acerca de quién sería de la partida de Fermín, quién de la de Rober. Se resolvió jugándose el turno de elección de miembros por parte de los cabecillas a “pares y nones”.

     Tras el acopio de material, tomaron posiciones los dos bandos, acordando la táctica a seguir, las posiciones más débiles o peor defendidas.

     Fermín, Nono y Cándido, el Conejo, un asociado de la calle de abajo, el cual confirmaba su nombre de pila con su carácter manso e inocente y su apodo con sus prominentes incisivos, aptos para degustar con fruición zanahorias, componían el equipo situado junto al camino hacia la casa abandonada. De mientras, la bandera de Rober la defendían Chuchi y Artur, posicionados de espaldas a la charca, jaleados por el croar de las ranas.

     La estrategia acordada por Tobillos y compañía consistía en concentrar los disparos en el flanco defendido por el Largo. Presumiendo que el enemigo incrementaría la protección de esa ala, Guindilla se descolgó hacia atrás, amparado por las matas y hierbas altas que lo protegían, aproximándose por el costado del Virgi. El efecto fue fulminante. Primeramente, cedió de inmediato la resistencia de Artur, que se encogió llevándose las manos a la cabeza. Seguidamente, sorprendidos ante el ataque y el fuego cruzado, los contrincantes, no pudiendo recular al estar cercados por la charca, huyeron en desbandada, abandonando el campo. La sección de Fermín, con regocijo, conquistó la bandera enemiga sin paliativos.

     Ya más calmados, todo el grupo en su conjunto percibió los ayes lastimeros del Virgi, tapándose el ojo izquierdo. Parte de un bolazo efectivo de Nono todavía se hallaba alojado bajo el párpado de aquel.

     Le acompañaron enseguida hasta el domicilio de sus padres. De allí a urgencias médicas del hospital cercano en un abrir y cerrar de ojos.

     Tres días después, la órbita ocular aún morada demostraba que había participado en el duro combate con honor, aunque las había pasado moradas.

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       Nono estaba cabizbajo y desorientado por lo ocurrido. Nadie le había acusado directamente del accidente que acabó con el ojo del Virgi a la funerala, si bien las miradas lo delataban. Pero en su fuero interno no dejaba de reconocer que, aun involuntariamente, había ocasionado un daño físico a un amigo. Los días posteriores al incidente había descargado una pertinaz lluvia; quizá la atmósfera sentía empatía con el dolor que soportaba el Guindilla.

     Sin darse cuenta, se había ido internando solo en terreno vedado. La última prohibición de su madre así lo atestiguaba. Mas no por eso iba a dejar de ir, no tenía remedio. Su lugar estaba en Las Cañas, único reducto de su libertad, su alma nutricia. Una vez inmerso allí, nadie lo controlaba ni lo importunaba, no existía ningún impedimento físico o moral.

     Con el reloj que le habían regalado recientemente por su cumpleaños, comprobó que eran las cinco y media de la tarde del viernes. Mucho tiempo por delante para campear a sus anchas por la vega, entre el límite del territorio urbanizado y el páramo, entre los lindes de la realidad y la imaginación o la ensoñación. Aunque el cronómetro no marcaba los segundos, optó por hacer una prueba con él, calibrando una vez más la duración invertida en el recorrido por el pasadizo negro… ¿Quién sabe si haría récord?, pensó.

     Se situó en el punto de salida y ensayó mentalmente el ejercicio, como suelen hacer los saltadores antes de iniciar su prueba: músculo, impulso, concentración, todo al servicio del éxito. Debería de tener cuidado y ser preciso en cada apoyo en las piedras, puesto que el nivel del agua había subido mucho. Y seguro que, en las cercanías de la superficie firme próxima al final y cuando el pasaje daba un giro a la izquierda, punto en que existía una poza, la profundidad del fango sería máxima.  El examen mental resultó perfecto, así que se dispuso a acometer el trazado. Dio un paso atrás para tomar empuje y miró el reloj a la espera de arrancar a una hora exacta.

     Todo iba de maravilla. Nunca lo había hecho de forma tan precisa ni tan veloz, sin titubeos. Faltaban apenas quince metros para la llegada y se aproximaba al recodo del giro. Ese fue el momento en que dudó y retuvo el impulso. Sin embargo, la inercia le impidió realizar con comodidad el viraje y se desequilibró, teniendo que pisar al frente en vez de a la izquierda. El resultado no se hizo esperar y metió las piernas hasta casi la cintura. Intentó extraerlas, pero no pudo ni darse la vuelta con el fin de apoyarse en la última piedra. Y con cada esfuerzo por soltarse se iba hundiendo más y más. No obstante, volvió a ensayarlo una y otra vez, una y otra vez sin conseguirlo. Pero jamás pediría socorro. Los soldados sólo lloran de noche. Lo lograría, seguro.

     Oscurecía y la ciénaga lo iba tragando ya hasta cerca de los hombros, mientras pululaban las ratas. Una de estas se plantó retadora frente a su nariz con ojos voraces. Como si el rechinar de dientes fuera una suerte de llamada, una veintena de roedores despellejados y purulentos se congregaron alrededor a la espera cual invitados a un convite.

 


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